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El equipo de beisbol de Cleveland cambia de nombre. Ya era hora.
Por David Maraniss | The Washington Post
Mis primeros recuerdos con el beisbol son del verano de 1954. Tenía cinco años y mi familia se había mudado de Detroit a Cleveland, de una ciudad de la Liga Americana a otra. Mi padre era un aficionado al beisbol criado en Brooklyn, que apoyaba a cualquier equipo que pudiera vencer a sus odiados Yankees, y había cambiado su lealtad de los Tigers (Detroit) a los Indians (Cleveland). Nada de eso me importaba. Recién estaba tomando conciencia deportiva y los Indians eran mi primer equipo. Tenía un cariño especial por Bobby Ávila, el segunda base mexicano; Al Smith, que jugaba por la izquierda, era el primer bate y había jugado en las Ligas Negras; y Al Rosen, el tercera base judío que bateaba con fuerza. Fueron mi primera tribu.
Los Yankees estuvieron excelentes ese año y ganaron 103 juegos, pero los Indians fueron aún mejores, estableciendo un récord en el porcentaje de victorias de .721, con 111 ganados y 43 perdidos. El evento más alegre de mi entonces joven vida fue salir al aeropuerto una noche de septiembre para animar a los jugadores cuando regresaban de un viaje después de su victoria. Como otros miles de fanáticos del beisbol que se arrepienten de algo perdido en la infancia, desearía tener todavía el autógrafo que Smith me firmó esa noche. Pero otro arrepentimiento perdura a un nivel más profundo. Durante muchos años, pensé poco en el significado del nombre del equipo de Cleveland, “los Indios”, o en el degradante y sonriente logo del Jefe Wahoo en las gorras y las tarjetas de beisbol.
El logotipo degradante se eliminó en 2018 y ahora el nombre desaparecerá, pero más de un siglo después de su concepción. Vamos muy tarde.
La palabra indio no es en sí misma racista como lo es el antiguo apodo del equipo de futbol americano de Washington, los Redskins (Pieles rojas). Aunque hoy en día muchos prefieren los términos nativos estadounidenses, primeros estadounidenses o pueblos indígenas, los activistas que lideraron la lucha por los derechos territoriales y la igualdad, desde finales de la década de 1960, se llamaron a sí mismos Movimiento Indígena Estadounidense y nombraron también el Museo nacional del indio estadounidense. El problema con el nombre del equipo de Cleveland no se trata de semántica. No se trata de los cansados ââargumentos que rodean el cliché de la corrección política. Es una cuestión de apropiación histórica y apropiación indebida: las contradicciones de una relación de siglos entre los nativos estadounidenses y una sociedad anglosajona dominante, que los mitificó mientras los mataba y trataba de eliminar su cultura.
Durante los últimos años, he estado investigando para una biografía de Jim Thorpe, uno de los nativos estadounidenses más famosos y de los mejores atletas en la historia de Estados Unidos. Thorpe era miembro de la nación Sac and Fox de Oklahoma y se convirtió en jugador de futbol americano en la escuela Carlisle Indian Industrial en Pensilvania, ganó medallas de oro en pentatlón y decatlón en los Juegos Olímpicos de 1912 en Estocolmo. Le quitaron las medallas meses más tarde, cuando se reveló que había jugado beisbol por dinero en la Liga del Este de Carolina. Después jugó en la Liga Mayor de Beisbol y protagonizó los primeros días de la historia del futbol americano profesional, pues fue el primer presidente de lo que se convirtió en la Liga Nacional de Futbol Americano.
La vida de Thorpe tuvo logros atléticos extraordinarios contra todo pronóstico y, más que eso, reflejó la condición y el trato que se le daba a su pueblo, idealizado y disminuido al mismo tiempo. “Mata al indio, salva al hombre”, fue el lema del fundador de la escuela Carlisle, donde Thorpe se hizo famoso por primera vez. Representaba una creencia aceptada entre los progresistas blancos —tal vez bien intencionados pero equivocados— de que la única forma de sobrevivir de los nativos era despojarlos de su ser indígena (su idioma, vestimenta, costumbres, religión). Los blancos lo hacían mientras —sin entender la contradicción— se apropiaban de los emblemas de la cultura nativa para sí mismos, buscando agregar un toque de exotismo a sus propias historias al señalar que tenían un porcentaje de sangre indígena y tomar nombres indígenas para sus estados, ciudades, ríos y equipos deportivos.
A lo largo de la carrera de Thorpe, los periodistas deportivos utilizaron su procedencia para propagar estereotipos. Cuando un año el equipo de Carlisle derrotó a Penn, The Philadelphia Press informó que él y sus compañeros de equipo “jugaron con salvajismo y ferocidad racial”. Una caricatura en The Philadelphia Inquirer mostraba a un nativo estadounidense con un tocado de Carlisle; con la nariz larga, caída y una arracada en ella; el cuero cabelludo de enemigos colgando de un tomahawk en una mano y un rifle en la otra; y abriéndose paso por un camino de guerra hacia Filadelfia. Después de que Thorpe ganó las medallas de oro en Estocolmo, un escritor de Nueva York inventó una escena en la que Jim rechazaba una invitación para ver al rey de Suecia: “‘¡Ugh! ¡Ugh! No sé mucho de reyes’, respondió el gran indio, mientras sonreía tímidamente. Dele mis saludos y dígale que no puedo llegar'”. Hay muchos ejemplos como estos.
Uno solo puede imaginar la cantidad de veces en los 105 años que el club de Cleveland se llamó Indians, en que se usaron las palabras cuero cabelludo, tienda india, tipi y hacha en la forma en que se habló de él. No sé qué pensaba en 1954, cuando amaba a Cleveland como mi primer equipo, pero sé lo que pienso ahora después de empaparme en la vida de Jim Thorpe: hay mucho mejores formas de honrar a las personas que apropiarse de sus nombres para la diversión propia.
maria-jose
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