El Pez Muere por la Boca
¿Quién será López Obrador a partir de su experiencia con el COVID-19?
Ricardo Raphael, The Washington Post
“Las relaciones de poder penetran los cuerpos”, escribió Michel Foucault. Con la experiencia de la pandemia habría de añadir que los cuerpos permean, de vuelta, las relaciones de poder. El comportamiento muy distinto entre los países afectados por el SARS-CoV-2 se explica, entre otras razones, por la variación en el liderazgo político a la hora de gestionar la emergencia sanitaria.
No hay que desechar el argumento de que las líderes mujeres han controlado al virus con un estilo distinguible de sus homólogos varones. A nivel internacional destaca el desempeño de la neozelandesa Jacinda Ardern, la taiwanesa Tsai-Ing wen, o la bangladesí Sheikh Hasina.
Varias son las coincidencias que estas líderes comparten respecto a las medidas implementadas en sus países y que, en su mayoría, han sido exitosas, tales como el uso de la mascarilla, las normas de distanciamiento social, el uso de pruebas masivas, el rastreo de contactos o el cierre de la movilidad doméstica e internacional.
Sin embargo, la principal similitud es el estilo directo, franco, disciplinado y casi íntimo para comunicar las consignas sanitarias establecidas por los cuerpos médicos y científicos que les asesoran. En esta época se confirma como algo rematadamente obvio que gobernar es, sobre todo, un acto de comunicación.
En todo el orbe únicamente una mandataria ha contraído COVID-19: la boliviana Jeanine Áñez. En contraste, hay una cuota mayor de presidentes y primeros ministros. Como ejemplo están Emmanuel Macron (Francia), Donald Trump (Estados Unidos), Boris Johnson (Reino Unido) o Jair Bolsonaro (Brasil). Y recientemente, diagnosticado el domingo 24, Andrés Manuel López Obrador (México).
Algunos de los mencionados aprovecharon su propia experiencia de contagio para comunicar mensajes precisos a la población. De nuevo, a través de Foucault, tiene sentido revisar la microfísica del poder detrás de las palabras y los gestos de estos líderes políticos. Es decir, los pliegues y las texturas detrás del discurso que desarrollaron a partir del contacto íntimo que sostuvieron con la enfermedad.
Emmanuel Macron fue diagnosticado el 17 de diciembre pasado. Al día siguiente compartió un video para transmitir un mensaje coherente con la gestión de su gobierno respecto al control de la pandemia. Ahí refirió que nadie, ni siquiera el presidente, estaba a salvo del virus. Aprovechó para subrayar la importancia del uso de la mascarilla y también del distanciamiento social. Afirmó que, de no haber respetado esas reglas básicas, él habría sido vector de contagio para un número amplio de personas con quienes sostuvo una relación laboral las 48 horas precedentes.
Presumió también la aplicación que se usa en su país para registrar a quienes resultan positivos y, a partir de ella, la capacidad del gobierno para rastrear el mapa de contagios. Rogó a sus compatriotas que continuaran en alerta ya que, según los científicos, a partir de diciembre el virus levantó vuelo de nuevo. “¡Hagamos lo máximo!”, pidió a sus compatriotas.
En el polo opuesto de la prudencia se halla Donald Trump quien, dos días antes de haber sido diagnosticado con COVID-19, había criticado acremente a su entonces contrincante electoral Joe Biden por usar la mascarilla: “(Yo) no la uso como él. Cada vez que lo ven tiene puesta la mascarilla. ¡Él se muestra con la mascarilla más grande que he visto jamás!”.
Después de haberse beneficiado de un tratamiento al que la inmensa mayoría de las personas contagiadas no tienen acceso —un coctel de anticuerpos cuyo valor oscila en los 2,500 dólares (50,000 pesos mexicanos)— Trump fue dado de alta por los médicos. No tardó en presumir en un acto de campaña: “¡Ellos (los médicos) dicen que soy inmune! Voy a besar a todo el mundo en la audiencia. Voy a besar a los hombres y también a las hermosas mujeres. Voy a darles un beso grande y gordo”.
Atendiendo al liderazgo opuesto de estos mandatarios no sorprende que, según un análisis de la empresa Bloomberg en el manejo de la crisis sanitaria, Francia se encuentre en el lugar 19 de entre 53 países, y Estados Unidos se halle 16 escalones abajo, en el 35.
Un liderazgo que merece revisión cuidadosa es el de Boris Johnson, primer ministro de Reino Unido. Él es el único de esta lista corta que, después del contagio, fue ingresado a terapia intensiva para su recuperación. Este episodio modificó de raíz su gestión de la pandemia.
Matthew Flinders, del Centro de Políticas Públicas de la Universidad de Sheffield, afirma que el Johnson antes del COVID-19 era un hombre que no entendía de la enfermedad, que presumía jamás haber estado enfermo. Este era uno de los atributos ostentados por su carisma. Sin embargo, la posibilidad de la muerte hizo que asumiera una posición política más humilde y también que se subordinara a la comunidad científica.
El brasileño Jair Bolsonaro, en contraste, no aprendió la lección. Apenas dio positivo, en julio del año pasado, organizó una conferencia de prensa para anunciar su estado de salud en la cual —con el mayor de los cinismos— se arrancó teatralmente la mascarilla. Este desplante ocasionó que los periodistas denunciaran el hecho ante los tribunales.
A estas alturas es difícil predecir cuál será el argumento comunicativo, a partir de su propia convalecencia, de Andrés Manuel López Obrador. Habría de mirarse en el espejo de sus homólogos antes de decidir a cuál prefiere parecerse. Sería también prudente que, entre sus razonamientos, consignara el lugar que ocupa México en el análisis de Bloomberg: el último de los 53 países enlistados, por su criticable manejo de la pandemia.
JMRS