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Japón vuelve a ‘sus’ escenarios tradicionales
JOSEP PIQUÉ | Política Exterior
Después de la derrota y la rendición incondicional en la Segunda Guerra Mundial, Japón perdió su soberanía política hasta el Tratado de San Francisco de 1952, que la devolvió a las instituciones japonesas, de acuerdo con la nueva Constitución, que entró en vigor en 1947.
Acorde con la Doctrina Yoshida (primer ministro de Japón desde 1946 hasta 1954), Japón se concentró en la recuperación de su economía (devastada por la guerra) y renunció a cualquier papel autónomo en su política exterior y en su política de seguridad y defensa, que se encomendó a Estados Unidos, no solo a través de la protección del “paraguas nuclear”, sino con una presencia significativa de tropas en territorio nipón que sigue hasta hoy. Fue, pues, una recuperación “parcial” de soberanía, asumida por ambas partes, que formaba parte de la arquitectura estratégica de la guerra fría y que, en la práctica, ha continuado casi tres décadas más.
El núcleo de tal esquema se plasma en el artículo 9.2 de la Constitución, que impide unas fuerzas armadas japonesas, salvo para garantizar su autodefensa frente a agresiones exteriores, y el recurso a la guerra, a la que se renuncia para siempre.
El énfasis en la reconstrucción económica permitió unas espectaculares tasas de crecimiento que pronto posibilitaron que Japón se convirtiera en la segunda economía del mundo, solo por detrás de EU. Una potencia exportadora e inversora directa en el exterior, basada en la productividad y en la tecnología que sigue hasta el presente, a pesar del estancamiento en términos de crecimiento de las últimas décadas. Japón a pasado a ser la tercera economía mundial, debido a la espectacular irrupción de China como nueva superpotencia, pero sigue siendo una formidable potencia económica que le ha permitido una proyección exterior a través de inversiones empresariales, que no podía articular mediante una política exterior “autónoma”.
Como bien sabemos los europeos (y, si no, lo estamos aprendiendo…), no es posible esa política exterior sin un compromiso real con la seguridad y la defensa colectivas. Tampoco sin una recuperación del protagonismo en los diversos escenarios que afectan directamente los intereses y la relevancia estratégica. Ello exige mayor proactividad, iniciativa propia y compromiso con los aliados.
Sabemos también que no es fácil. En el caso de Japón (más incluso que en Europa), la opinión pública no es mayoritariamente favorable a ese nuevo protagonismo y se resiste a alterar tanto la letra como el espíritu del artículo 9.2. Lo empezó a mover, tímidamente, Hochiniro Koizumi, pero fue el primer ministro Shinzo Abe quien ha llegado más lejos en esa redefinición progresiva del papel internacional de Japón. Está por ver si eso seguirá en el nuevo panorama político y parlamentario que surja de las elecciones del próximo otoño.
Se han dado ya, sin embargo, pasos trascendentales. El acicate principal ha sido la irrupción de China y su creciente expansionismo y agresividad en el continente asiático y, en general, en casi todo el planeta.
China pretende consolidar su ambición hegemónica (sobrepasando a EU a mediados de este siglo) ejerciendo su dominio estratégico sobre Asia. En un remedo de la Doctrina Monroe, China entiende que en Asia no caben potencias ajenas (obviamente EU) y que, además, todo lo que pase en Asia le concierne directamente en tanto que principal potencia continental.
Esa pretensión choca, obviamente, con EU, que sabe que garantizar la seguridad y el libre tránsito por el Pacífico y el Índico (de nuevo, el estrecho de Malaca…) es vital para sus aliados, pero sobre todo es vital para su estatus de principal superpotencia global. Por tanto, choca asimismo con los intereses vitales de Japón, de Corea del Sur, de Australia o de India (de la que tenemos que hablar cada vez más) y, por supuesto, con varios países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (Asean).
De ahí que Japón esté siendo muy proactivo no solo en el terreno empresarial, sino también impulsando nuevos acuerdos comerciales o promoviendo el germen de futuras alianzas en el Indo-Pacífico que incluyan una eventual colaboración militar.
La continuidad del Acuerdo Transpacífico, a pesar de la retirada de EU, fue un empeño de Abe, así como la firma del la Asociación Económica Integral Regional (RCEP, en inglés), a pesar de la retirada, en el último momento, de India. Sin EU pero con China, ambas iniciativas son buenas muestras de una apuesta inequívoca de Japón por el multilateralismo, el libre comercio y el orden liberal internacional. Como también lo son los tratados comerciales y estratégicos firmados con la Unión Europea y otros.
Todo ello tiene una cobertura conceptual: el “Free and Open Indo-Pacific”, la activación de foros informales de intercambio con Australia, Nueva Zelanda o India (QUAD) o la colaboración, incluso militar, de inteligencia y estratégica, con India y Australia. El objetivo implícito es evidente: la contención de China. Todo ello acompañado de un progresivo incremento presupuestario para sus fuerzas armadas (conviene no olvidar la amenaza norcoreana).
Es evidente que tal reorientación no sería posible con la oposición por parte de EU. Pero todo apunta que con Jospeh Biden se va a profundizar todavía más en esa dirección.
Japón vuelve a “sus” escenarios tradicionales. Y lo hace recuperando soberanía en ámbitos en los que había renunciado. Se acabó la Doctrina Yoshida. Y, además, no puede volver. La realidad impone otro enfoque. Japón debe ser, de nuevo, una potencia. Y Occidente lo necesita.
Jamileth