Imposiciones y dedazos
El rechazo de Maduro a la vacuna y la terquedad letal de la ‘revolución’ de Venezuela
Por Francisco Toro | The Washington Post
A finales de marzo, los venezolanos vieron con asombro —pero no realmente con sorpresa— cómo el presidente Nicolás Maduro anulaba un acuerdo cuidadosamente elaborado para permitir que la Organización Mundial de la Salud (OMS) llevara vacunas contra el COVID-19 al país. Citando preocupaciones de seguridad ya desacreditadas sobre la vacuna AstraZeneca que estaba ofreciendo la OMS, el régimen apeló a la “soberanía sanitaria” para esperar por una vacuna diferente.
Esto ha sucedido en un momento en el que el país está lidiando con una nueva oleada mortal de casos del virus, que ha dejado a los hospitales desbordados con la variante brasileña y a Maduro esparciendo desinformación en forma de curas milagrosas. Su crueldad al retrasar la distribución de una vacuna de la OMS fue sin duda espantosa; pero de ninguna manera fue una decisión sin precedentes.
Las emergencias dejan al descubierto las prioridades de quienes están en el poder. Y el COVID-19 no es la primera emergencia en la que el régimen venezolano le ha dado prioridad a la óptica y los intereses políticos en vez de a las abrumadoras necesidades humanitarias de su propio pueblo.
Ese año, cuando la Navidad estaba por llegar y el mundo temía por el Y2K, Chávez estaba en plena campaña política previa a un referéndum para ratificar su nueva Constitución. Esa nueva Constitución había sido su obsesión, y su creación había consumido gran parte de su primer año en el cargo. El referéndum para ratificar el texto constitucional estaba programado para el 15 de diciembre.
El pronóstico del tiempo preveía lluvias por toda la costa norte. De hecho, las laderas caribeñas de Vargas, un suburbio al norte de Caracas, tenían semanas empapadas. Cualquiera que haya viajado a Venezuela conoce este lugar, ya que alberga el aeropuerto de entrada al país. Las colinas están cubiertas de viviendas precarias. La tierra de las empinadas laderas estaban enlodadas y llenas de charcos. Estos asentamientos ilegales en constante expansión, construidos durante los 50 años anteriores, eran uno de los signos más visibles de los fracasos sociales del antiguo régimen. Para construir sus casas, las personas talaron gradualmente los árboles que solían mantener estable la ladera.
Y luego, el día del referéndum, llovió realmente fuerte.
Las colinas cedieron en una cadena catastrófica de deslaves con fuertes corrientes de lodo que instantáneamente arrasaron con miles de casas. Comunidades enteras fueron borradas del mapa, casi todas localidades pobres donde vivía la gente que Chávez defendía. Fue una noche de horror, y la cifra final de muertos, que se presume es de cinco cifras, nunca ha sido calculada por completo.
Esto sucedió hace tanto tiempo que le tocó al gobierno de Bill Clinton ofrecer ayuda desde Estados Unidos, y así lo hicieron. El 18 de diciembre, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y la Oficina para Asistencia a Desastres en el Extranjero (USAID/OFDA, por sus siglas en inglés) enviaron un Equipo de Asistencia para Respuesta ante Desastres (DART, por su sigla en inglés) para “ayudar a coordinar las actividades de respuesta y realizar evaluaciones de daños y necesidades”. En la víspera de Navidad —apenas seis días después— el gobierno recibió la aprobación de 20 millones de dólares para asistencia en Venezuela posterior al desastre, como parte de un gran proyecto de ley del Departamento de Defensa.
Esta fue la primera gran crisis de la era de Chávez, que empeoró por haber llegado en un momento en el que el gobierno estaba claramente distraído y enfocado en el referéndum. Como un presagio de una tragedia griega, la Constitución de Chávez fue ratificada por el pueblo en medio de una tragedia nacional.
Sin embargo, lo más revelador fue lo que sucedió a continuación. El ministro de Defensa de Venezuela, abrumado por la magnitud del desastre, apeló a la ayuda internacional. La USAID se ofreció rápidamente a enviar ayuda para las miles de personas que se habían quedado sin hogar por las inundaciones. Las carreteras habían desaparecido por toda la costa, lo que dificultaba la movilización de socorro para las víctimas. Las fuerzas militares de Estados Unidos tenían la capacidad de construir puentes temporales con rapidez.
Pero cuando Chávez comprendió que soldados estadounidenses uniformados tendrían que desembarcar en tierras venezolanas para entregar la ayuda, se rehusó. Sin dar muchas explicaciones, le ordenó a la comisión de ayuda estadounidense que se regresara. Esto causó gran consternación en Washington, presagiando —como en efecto ocurrió— una relación mucho más deteriorada. Sin embargo, eso no fue nada en comparación con la consternación que sintieron las víctimas de la tragedia de Vargas, quienes sufrieron por años las consecuencias de la fallida respuesta a la emergencia.
Fue un momento, durante esos primeros años de la revolución, que nos permitió dar un pequeño vistazo al proyecto autoritario en el corazón del chavismo. En aquel entonces, solo los chiflados y los obsesivos de la extrema derecha iban por ahí advirtiendo que Chávez era un heredero, por medio de La Habana, del enfoque soviético del arte de gobernar. Que cualquier medida que pareciera ceder algún grado de poder o legitimidad a los estadounidenses siempre sería rechazada, sin importar el costo que tuviera eso para la población.
Pero han pasado 22 años. Los conocemos mucho mejor ahora. La decisión de Maduro de bloquear a los venezolanos del acceso temprano a las vacunas no nos sorprende. Ni un poco. Después de todo, Chávez lo eligió personalmente para que siguiera gobernando de la misma forma en la que él lo hubiera hecho.
aranza