Incapacidad e Incompetencia

‘Patria’ o ciencia: contradicciones de la vacuna mexicana contra COVID-19

2021-04-20

El año pasado se registraron al menos 196 casos de esta enfermedad, casi el mismo...

Julio Frenk, Octavio Gómez Dantés, The Washington Post

El gobierno de México anunció recientemente que seguirá apoyando el diseño de una vacuna contra el COVID-19, que se llamaría “Patria” y que estaría disponible para su uso de emergencia a finales de 2021. Se trata de un giro inesperado por un gobierno que recortó los presupuestos a la investigación científica, descuidó el Programa Nacional de Vacunación, desapareció los fideicomisos usados para financiar decenas de proyectos de investigación de mediano y largo plazo, estigmatizó a los investigadores y difundió, desde el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), un discurso ideológico y oscurantista sobre la investigación científica en el que se menosprecia a los productos de la ciencia mexicana de los últimos años con el absurdo epíteto de “neoliberales”.

El anuncio se produce cuando resulta obvio el fracaso de la estrategia de combate a la pandemia y la vacunación aparece como la última oportunidad de controlar la emergencia sanitaria y su asociada crisis económica. Resulta una incongruencia que ahora el gobierno descubra el enorme valor de la ciencia, glorifique las vacunas y llame a recuperar la soberanía en este terreno.

Los indicadores que miden el impacto de la pandemia ubican a México en muy mala posición. Ocupa el tercer lugar en el mundo en el número absoluto de muertes por COVID-19 (212,339 al 18 de abril de 2021), solo superado por Estados Unidos y Brasil. En términos de muertes por 100,000 habitantes, ocupa el lugar número 15, con 168.2 decesos. Solo Perú (177.5) y Brasil (178.2) presentan una tasa mayor en América Latina.

Además, existe un subregistro en las cifras reportadas por el gobierno mexicano —como se reconoce en un informe oficial publicado en marzo— por lo cual el número total de decesos por COVID-19 sería de más de 300,000. En ese caso, México ocuparía uno de los primeros lugares en la tasa de muertes por 100,000 habitantes en el mundo.

La razón de este mal desempeño es que México le dio una respuesta tardía y apática a la pandemia, que se ha acompañado de una estrategia de comunicación confusa e inconsistente, así como un desprecio por las evidencias científicas. Fiel a su estirpe populista, el actual régimen ha politizado medidas técnicas como la aplicación de pruebas diagnósticas, el uso de mascarillas y, ahora, la administración de vacunas.

La selección de los grupos a vacunar no siempre se ha basado en criterios técnicos. Por ejemplo, la vacunación arrancó en zonas rurales, donde el riesgo de transmisión de la infección es menor que en las ciudades. Se vacunó también a grupos no prioritarios, como los maestros de educación básica del estado de Campeche y los funcionarios públicos llamados Servidores de la Nación.

Al mismo tiempo se les niega la vacuna a miles entre el personal de salud, en particular a quienes trabajan en el sector privado. En un acto divisivo, que atenta contra principios básicos de respeto a los derechos humanos, se estigmatiza a un grupo de personas por el hecho de ejercer su profesión en un modo que no coincide con los prejuicios ideológicos del grupo en el poder. El discurso oficial ha creado una categoría supuestamente homogénea de médicos y enfermeras “privados”, a quienes se deshonra calificándolos de abusivos y privilegiados.

Es obvio que este grupo corre un mayor riesgo de adquirir COVID-19 que el resto de la población, pero es claro que se les niega la vacunación por ejercer su profesión en el “elitista” sector privado. El presidente Andrés Manuel López Obrador y las autoridades de salud parecen ignorar que la mayoría de los médicos privados no trabaja en grandes y lujosos hospitales de Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, sino en consultorios, clínicas y nosocomios de menos de 50 camas en donde se atiende población de menores recursos.

Otra muestra de la politización de la pandemia es la presencia ubicua de los Servidores de la Nación en los equipos de vacunación. No hay razón técnica que justifique la intervención de este grupo —a quien se vincula electoralmente con Morena, el partido del presidente— en las tareas de inmunización, las cuales deberían quedar en manos del personal de salud.

Una de las razones por la que se han utilizado a estos grupos, al Ejército y la Secretaría de Relaciones Exteriores en la compra y aplicación de las vacunas contra COVID-19 es el descuido del Programa de Vacunación Universal. Desde la década de 1980, nuestro país alcanzó coberturas de vacunación muy altas, pero la mala gestión reciente de dicho programa ha ocasionado desabastos de las vacunas contra el sarampión, el virus del papiloma humano, la tuberculosis (BCG), la difteria, tosferina y tétanos (DPT), entre otras, que redujeron las coberturas de vacunación de más de 90% en los últimos cinco años a menos de 80% en 2020. Esto ha provocado, entre otras cosas, la reaparición de casos autóctonos de sarampión. El año pasado se registraron al menos 196 casos de esta enfermedad, casi el mismo número que los casos acumulados en los 20 años previos.

El presidente López Obrador llamó “un milagro” a las vacunas contra el COVID-19. Pero de milagro —entendido como un hecho extraordinario atribuido a la intervención divina— no tienen nada. Las vacunas son producto de inversiones de años en investigación básica y de esfuerzos colaborativos globales, la mayoría de ellos público-privados. De hecho, la tecnología detrás de la vacuna “Patria” es resultado de una colaboración entre la Escuela de Medicina Icahn del Hospital Monte Sinaí en Nueva York, que es privada; la Universidad de Texas en Austin, que es pública; y el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, una agencia del Departamento de Salud y Servicios Humanos del gobierno estadounidense. Para la producción de la versión mexicana de la vacuna se asociaron dos instituciones privadas, la misma Escuela de Medicina Icahn y los Laboratorios Avi-Mex, que cuentan con financiamiento del Conacyt y la Agencia Mexicana para el Desarrollo.

Para que este discurso de apoyo a la vacuna “Patria” y la búsqueda de la soberanía en materia de vacunas no resulte oportunista y demagógico, debe asegurarse una inversión creciente y permanente en apoyo a la investigación científica. Esto requiere reorientar las prioridades del gobierno, que han privilegiado megaproyectos como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas. Pero también exige un restablecimiento de los fideicomisos vinculados a tareas de investigación, el abandono de las posturas ideológicas de parte del equipo directivo de Conacyt y el restablecimiento de una relación de respeto del presidente y sus funcionarios con la comunidad científica.

En suma, lo que se requiere es que el gobierno aprenda de su fracaso en el manejo de la pandemia y se convenza, de una vez por todas, que el discurso divisivo, el menosprecio a los expertos y el autoritarismo anticientífico deben ceder ya su lugar al esfuerzo por unificar a la sociedad en una estrategia guiada por la ciencia para terminar con la emergencia que ahoga a México.



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