Editorial
La polarización agriada, o de los insultos a los cuchillos
Jorge Zepeda Patterson | El País
Protesta contra el presidente Andrés Manuel López Obrador, en Ciudad de México.
La polarización terminó por imponerse. Andrés Manuel López Obrador ha conseguido que el espacio público se convierta en la arena de confrontación de dos concepciones contrapuestas, dos fuerzas políticas e ideológicas en disputa por una idea distinta de nación. Algunos podrían pensar que esta polarización a la que ha apelado el presidente se origina en un rasgo de carácter, y quizá podría haber algo de eso después de tantos años actuando como opositor, pero me parece que más bien obedece a una estrategia política.
Su razón tendrá, pero ciertamente parecería un diseño arriesgado. Habría que recordar que su arribo al poder se facilitó, entre otras cosas, gracias a la confrontación entre los candidatos del PRI, José Antonio Meade, y del PAN, Ricardo Anaya. Hoy ambos partidos, aunados a muchas otras fuerzas, están juntos y luchando en su contra. Supongo que en su cálculo político el presidente asumió que esa desventaja se compensa por la efervescencia que insufla entre sus filas este ambiente de confrontación. En lugar de ceder en algún terreno para negociar con alguno de los frentes y dividir al enemigo (como rezan los cánones), en la ecuación de sumas y restas de López Obrador enfrentarlos a todos juntos le pareció más efectivo. En las elecciones de verano sabremos si su ecuación es correcta o no.
Pero es un hecho que el presidente consiguió lo que quería: el país prácticamente se ha deslindado en dos mitades. Estás conmigo o estás en mi contra, ha sostenido desde hace algunos meses y sus críticos y adversarios políticos han terminado por comprar la misma tesis. Construir puentes es percibido como un acto de traición en ambos lados del abismo; los argumentos de uno y otro hace rato dejaron de ser escuchados y la descalificación es la única moneda de intercambio entre los dos bandos.
Sin embargo, me parece que la polarización no solo se extendió sino también que escaló a una segunda etapa en las últimas semanas. La disputa por una idea distinta de nación está transitando de la discusión acalorada a las agresiones tentativas. Un pleito entre vecinos en el que súbitamente aparecen cuchillos en las manos, lo cual convierte a la disputa en otra cosa. Se me dirá que el presidente ya había comenzado a repartir golpes desde que canceló la construcción del aeropuerto, pero él pensaría que ese manotazo no es sino la neutralización del otro manotazo, el que fue orquestado por Enrique Peña Nieto al ordenar dicho aeropuerto e imponerlo a la siguiente administración.
Pero en general, lo que ha venido haciendo el presidente es utilizar todos sus activos y facultades para avanzar el proyecto de cambio de régimen del que se siente mandatado por el voto popular. Ha llevado al límite la interpretación de algunas atribuciones, parte de las cuales han sido neutralizadas por los jueces y, consecuentemente, él se ha quejado de los jueces sin que las cosas pasen a mayores.
Por su parte, la oposición está moviendo cielo, tierra y mar para obstaculizar el avance del proyecto obradorista, particularmente en tres líneas: la construcción de alianzas electorales para los comicios del verano; la batalla para ganar la narrativa en la conversación pública, para lo cual ha invertido recursos ingentes en círculos mediáticos y redes sociales, y, tercero, en el frente jurídico para sistematizar amparos en tribunales en contra de las iniciativas de la 4T.
Todas ellas son válidas y tienen derecho a defender su idea de país, como también lo tiene el presidente en nombre de los que gobierna y lo llevaron a Palacio Nacional con el fin de buscar un cambio en el estado de cosas. Puede haber momentos de rudeza innecesaria, pero ni los factores de poder adversos a López Obrador han incurrido en prácticas de resistencia dañinas o alianzas con los poderes salvajes, como sucedió en otros países (y mejor ni mencionarlas para no invocarlas), ni el presidente ha utilizado recursos extralegales o autoritarios para afectar intereses, más allá de su virulencia verbal. Ni los empresarios están paralizando la economía, ni el Gobierno está cambiando las condiciones básicas para que la iniciativa privada opere (aspectos fiscales, inflacionarios, paridad de la moneda, respeto a la propiedad y finanzas públicas equilibradas). La 4T no moviliza sus bases en contra de un adversario; la oposición no recurre al boicot en contra de una acción de gobierno.
En suma, lo que está en marcha es una disputa de dos proyectos políticos distintos; la discusión puede no ser elegante y a ratos se cometen excesos, pero en el fondo sigue siendo eso. Aunque las dos partes se recriminan y se acusan de agresiones, en la práctica no ha pasado de ser una disputa política con expresiones de mal tono, pero sin llegar a las manos, por así decirlo.
No obstante, me parece que en los últimos días la confrontación dio una vuelta de tuerca preocupante, por ambas partes. Por un lado, el INE tomó dos resoluciones contrarias a los intereses de Morena, el partido en el poder (limitar la sobrerrepresentación que obtiene en la Cámara el partido mayoritario y la cancelación de los candidatos a la gubernatura de Guerrero y Michoacán). Ciertamente la ley asiste a la autoridad electoral en ambas resoluciones, pero la interpretación y la penalidad no guardan proporción en relación con casos anteriores. La sobrerrepresentación nunca molestó a los consejeros en legislaciones pasadas y, por más impresentable que sea Félix Salgado, el candidato de Guerrero, su falla al no entregar un reporte es administrativa y en otras ocasiones el hecho había sido sancionado con una multa económica (por ejemplo, en delitos aún más graves y documentados como el de la financiación ilegal de la campaña de Enrique Peña Nieto, que bajo esta lógica su triunfo tendría que haber sido invalidado). López Obrador interpreta estas acciones como un uso faccioso de la institución por parte de sus adversarios, destinado a entorpecer por las malas artes su desempeño en las elecciones e impedir que revalide en la Cámara la mayoría de la que goza.
Por otro lado, algo similar piensa la oposición de la polémica decisión del Senado para ampliar dos años el período de Arturo Zaldívar como presidente de la Suprema Corte, violentado los términos que establece la Constitución. Un acto considerado, también, como una medida facciosa desde el Poder Legislativo para someter al poder judicial a la influencia del presidente.
A los ojos de los rivales, ambas decisiones constituyen una transgresión a las reglas más o menos implícitas con las que había transcurrido la disputa política, ciertamente ríspida pero contenida. Ahora han aparecido cuchillos de un lado y machetes del otro.
En el momento en que se cierra esta columna la Cámara de Diputados estaría abordando el tema de la Suprema Corte y horas más tarde el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TRIFE) hará lo mismo con respecto al litigio electoral. En lo personal, creo que en un escenario deseable en ambas instancias debería desactivarse el motivo de conflicto. Pero me temo que desde hace rato TRIFE y Cámara son parte del problema y operan en calidad de actores militantes de la polarización que sufrimos. Veremos.
aranza