Como Anillo al Dedo
La ‘reelección’ de López Obrador
Salvador Camarena, El País
El calendario electoral marca que el domingo se han de renovar 15 gubernaturas, 500 diputaciones federales y cientos de alcaldías a lo largo y ancho de México. Lo que ese santoral cívico no advierte, sin embargo, es que la llamada elección más grande de la historia de este país está centrada en un solo hombre, en el presidente Andrés Manuel López Obrador, a quien unos quieren entregar más poder mientras otros buscan arrebatárselo.
Aunque en México la reelección presidencial está prohibida desde hace casi un siglo, estos comicios son lo más parecido a una. López Obrador no aparece en las boletas electorales, pero el nombre que tendrán en mente los electores es el mismo que los mexicanos han visto en estos tres años hasta en la sopa. Porque desde que en 2018 el entonces candidato de Morena se encaminaba a ganar la Presidencia de la República con la fulgurante cifra de 30 millones de votos (53% de los sufragios), un país plural, diverso y complejo ha quedado atrapado en una trampa dicotómica que pretende reducir toda la vida pública a estar en contra o a favor de López Obrador. Y en las elecciones esto solo ha aumentado.
El sistema de partidos refleja esa división. La docena de siglas existentes al final de cuentas se reducen a una realidad dual. Por un lado, está Movimiento Regeneración Nacional, Morena, el partido fundado por López Obrador. Y por el otro, las organizaciones partidistas clásicas en México: el Revolucionario Institucional, su némesis Acción Nacional, y el de la Revolución Democrática, heredero de la izquierda; esta triada dejó atrás sus históricas diferencias para forjar una alianza contra el mandatario.
Hay además un puñado de membretes partidistas que en realidad compiten para dividir el voto a fin de favorecer a AMLO, como todo el mundo llama al presidente. De entre ellos, Movimiento Ciudadano rechaza tal categorización, pero serán los resultados electorales, y lo que haga si gana posiciones relevantes (a pesar de que es un partido pequeño, es candidato a quedarse con dos de las quince gubernaturas, entre ellas ni más ni menos que la de la industriosa Nuevo León) decantará sus reales motivos para no haberse sumado a la alianza opositora.
La centralidad de López Obrador, y la agenda con la que busca aniquilar órganos autónomos, incluidos los que organizan y sancionan las elecciones, no ha sido, empero, lo único que ha marcado esta campaña. El miércoles que llegaron a su fin los actos proselitistas para dar a los electores un respiro de tres días de reflexión no concluyó, sin embargo, el recuento de candidatos y candidatas asesinadas, vejados o sometidos por el crimen organizado. Según la consultora Etellekt, 89 políticos perdieron la vida en el proceso electoral, 35 de ellos competían personalmente por un puesto. Esas tarascadas criminales, que cancelan en demasiadas localidades la libertad de elegir, nos recordaron que antes que la pandemia por la covid-19, la verdadera peste en este país mata a balazos y no hay vacuna a la vista.
Si la violencia no fue el tema de los debates electorales se debe a que a pesar de que hay 20,000 puestos en juego, la agenda de la discusión pública en las campañas lo marcó López Obrador, que minimiza la inseguridad para seguir con el hechizo mediático que le conviene: para él todo desde 2018 y en los años por venir se trata de cambiar a México. O para decirlo más puntualmente, cambiar la idea que algunos tenían de México por otra muy distinta. Apelando a ideales de justicia redistributiva –largamente añorada en un país cruelmente desigual-, el presidente mexicano usa el resentimiento como gasolina de la maquinaria propagandística que cada día sofoca el disenso y la deliberación. Cualquier crítica es tachada de reaccionaria o de tener motivaciones espurias.
Obcecado pero también tesonero, imperturbable ante reclamos de las víctimas de la inseguridad y de la agenda de género, con un guion donde se presenta a sí mismo y a los suyos como parte de una nueva clase política –”no somos iguales”, proclama a menudo.
Gane o pierda el domingo, López Obrador seguirá su libreto, ese donde las palabras honestidad y austeridad son el mantra que le sirven para escapar a la hora de las explicaciones por los múltiples fallos en su Administración, por su tendencia a mentir en las conferencias mañaneras (más de 80 al día, le ha contabilizado la consultora Spin), por su declarada propensión a salirse sin rubor del marco legal si considera que éste es injusto, por su evidente proclividad por apoyarse en los militares como no se había visto en este país en décadas.
Pero una victoria o una derrota no dejarían igual a la política ni a la sociedad de este país. Si gana todo, el presidente avanzará sin freno ni titubeo en su idea de hacer un México menos diverso, uno donde solo cabe lo que él cree que es la visión de los de abajo. Si no gana lo suficiente para controlar el Congreso, si incluso ocurriera una sorpresiva derrota mayúscula, que nadie espere que el presidente López Obrador se conformará con el veredicto popular. Eso es lo único que se puede adelantar. Porque si algo hemos aprendido de su proceder, es que AMLO tiene planes para cualquier escenario, y con esos lo que tratará es de ganar el pulso adaptando el resultado a lo que le conviene, y nunca adaptándose él a un revés.
AMLO, popular a pesar de todo
En 1991 un presidente como Carlos Salinas de Gortari logró refrendar en las intermedias de ese año el apoyo a su proyecto de reformas que había iniciado con el pie izquierdo en la polémica, por sucia, elección de 1988. Caso contrario, su sucesor Ernesto Zedillo perdería en las elecciones legislativas de 1997 la histórica mayoría en la Cámara de Diputados que durante décadas permitió a los presidentes priístas gobernar de forma incontestada en el Legislativo. Esa manera de dividir desde entonces el poder fue visto como muestra de la madurez del electorado mexicano. Hasta 2018, cuando en unas elecciones marcadas por el hartazgo por la corrupción y la frivolidad de la clase política, México le entregó al ganador presidencial la mayoría legislativa que en estas elecciones está de nuevo en pugna.
La diferencia con respecto a hace tres años es que hoy nadie tiene duda de qué seguirá si López Obrador logra la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. El presidente promete lo mismo que en 2018, sin embargo ahora todos saben que sí cumplirá la agenda que busca borrar del mapa legal una serie de organismos que, a veces más a veces menos, funcionaban como contrapesos al Ejecutivo, y lo mismo ocurrirá a los reguladores de agentes económicos preponderantes.
En la cabeza del presidente si él es honesto, no se requieren los órganos autónomos constituidos en las últimas tres décadas para contener el poder presidencial. En cambio, un Gobierno central robusto, que además eche para atrás las reformas que abrieron a la participación privada el sector energético, es su receta para llevar a México a una etapa de esplendor. En sus primeros 30 meses de gobierno el presidente ha demostrado que no cejará hasta conseguir dinamitar esas estructuras. Lo hará, asegura, para evitar la influencia de los poderes fácticos en tales agencias y de paso generar ahorros para dar más apoyos a los pobres.
Si lograra junto con sus partidos rémoras los dos tercios de las curules federales en disputa, López Obrador reformaría, como ya lo ha anunciado, la Constitución para destrabar algunas de las medidas adoptadas en la primera mitad de la Administración que fueron detenidas en los juzgados porque entran en contradicción con la ley suprema. De esa forma, AMLO tendrá todo el poder para regresar el reloj a un momento previo a 1982, cuando según él comenzó en México la pesadilla.
Por eso, más que unas legislativas de rutina (que ocurren cada tres años), las del domingo son vistas como un referéndum sin antecedente, uno que además le daría a su partido un buen número de gobiernos estatales para que la marca Morena dé muestras de que es una organización nacional en proceso de maduración y no solo un movimiento al amparo de un líder.
Porque a diferencia de lo que ocurría con el PRI clásico, de donde procede López Obrador y a cuyos presidentes no duda en celebrar, no hay aún certezas de que Morena haya fraguado como partido, y por ende se desconoce el nivel de resistencia de esa organización para transitar la otra gran tarea que toca a todo presidente mexicano al pasar las intermedias: la elección de su delfín.
Si el tabasqueño logra un buen resultado electoral, además de acelerar en reformas constitucionales proteccionistas y concentradoras de poder, tendrá mayor margen para controlar a las fuerzas de su partido que buscarán sucederle en 2024. Las encuestas de preferencias para la Cámara de Diputados en todo tiempo le dieron motivos para pensar en el mejor escenario antes que en el peor.
Esos pronósticos y el hecho de que la popularidad de AMLO no bajara a pesar de su estilo abrasivo con la prensa, los otros políticos y la sociedad civil organizada gestaron desde antes de la campaña una resistencia que, al menos en el papel, tendría nivel para enfrentarle en proporciones similares.
Convocados por representantes de la patronal más refractaria a López Obrador, desde el verano de 2019 el PRI, el PAN y el PRD iniciaron pláticas para presentar candidatos comunes ahí donde las oportunidades de ganar a Morena en alianza fueran mayores que en lo individual. Al final en siete de cada 10 diputaciones van coaligados. Igual procedieron en buena parte de las gubernaturas en disputa. Si bien ese experimento probará en las urnas su pertinencia, es claro que varias campañas locales han registrado mayor competencia de la que originalmente se creía que enfrentaría Morena. Tan es así que la alianza opositora anunció en mayo que su propósito de actuar en conjunto trascenderá al día de las elecciones: propusieron un decálogo para convertirse en una coalición temática en la Cámara de Diputados. Buscan defender todo eso que AMLO pretende desmontar.
Pero el vuelo de la oposición parece condenado. Panistas, priístas y perredistas llegaron a las campañas que pretenden históricas sin los deberes hechos. La derrota de ese trío en 2018 no provocó en ninguno de esos institutos una reflexión profunda, una autocrítica reparadora. No se hicieron cargo de la causa del triunfo de López Obrador: fue su mediocridad, sus excesos y complicidades, además de la rampante impunidad en la que se sintieron a gusto en todo tiempo, lo que exasperó a los mexicanos, que ya no estaban para nuevas promesas de gradualismo donde un pequeñísimo grupo, un uno por ciento dirían los que antaño protestaban en Wall Street, vivían muy bien mientras una raquítica clase media siempre vivía con la espada de Damocles encima, amenazándoles con despeñarlos en la pobreza que ahoga -literalmente- a medio país. Sin haberse lavado la cara, y sin renovar ni el discurso pretenden ganar el favor de todos aquellos a quienes la marcha de AMLO asusta.
Esta elección, en clave de la primera persona del verbo presidencial, es vista por intelectuales y académicos como una fecha sin retorno en un modelo que podría sumir a México en una peligrosa regresión, según han comunicado centenares de críticos en una carta dada a conocer la semana pasada. “Hay momentos cruciales en la vida de una nación y éste es uno de ellos. México se debate entre la democracia y el autoritarismo, entre las libertades y el abuso de poder, entre el conocimiento y la demagogia, entre la responsabilidad y el capricho, entre el federalismo y el centralismo, entre la división de poderes y la presidencia autocrática, entre el camino de las instituciones y el arbitrio de una sola voluntad”, dice la misiva, que pide votar por candidatos que estén en contra del presidente.
Frente a cuestionamientos de ese calibre, el presidente no rehúye los señalamientos; pero en lugar de nutrir un debate, replica con un abanico de insultos e incluso burlas con las que redobla la apuesta convertirse la única voz que prevalece. Un episodio reciente de estas confrontaciones ha ocurrido a menos de dos semanas de la elección cuando la edición latinoamericana de la revista The Economist le ha dedicado su portada con un titular que rezaba: “El falso mesías de México”.
La reacción de AMLO y su Gobierno fue con la marca de la casa: vehemente misiva a la publicación británica, descalificaciones y denuestos del presidente, viralización de ataques en las redes contra periodistas y lectores de esa publicación, y una singular defensa de satélites mediáticos del régimen, que copiaron el collage usado por el semanario en su carátula para ensalzar, con todas sus letras, a López Obrador como un “caudillo”.
Porque el de Andrés Manuel es un activismo deshinibido y múltiple, que no solo recurre a utilizar el Palacio Nacional para atacar a la prensa nacional y extranjera, y a quienes no se le someten, sino que esos alegatos, que incluyen la denostación permanente de los adversarios políticos, a los que no se concede la categoría de legítimos, ocurren en la televisión pública y son replicados lo mismo por funcionarios de su gobierno que por legisladores de su partido.
El modelo resultante es un mandatario típico del priismo imperial de antaño con uno de corte trumpista con gran dominio para la viralidad de las redes sociales y un gabinete más volcado al activismo que a la administración. Esta realidad tiene a los mexicanos de más edad cuestionándose cómo es que regresaron a esa edad de piedra antidemocrática cuando el presidente lo era todo o no había nada.
Y es que en las campañas no se discutió una agenda nacional, una que por ejemplo debateria cómo acotar desde la Cámara de Diputados el enorme poder que López Obrador le ha dado a las fuerzas armadas. Apenas la víspera de la elección se anunció que ahora serán militares los que dirijan la autoridad de aviación civil. Con esta nueva tarea ya ronda las 40 asignaciones que en los últimos dos años AMLO ha decretado poner en manos castrenses, desde construir bancos, un aeropuerto o parte del tren maya, hasta dirigir puertos y aduanas. El suyo es, en los hechos, un cogobierno con los militares.
Tampoco se ha debatido en las campañas cómo corregir el fracaso de la Guardia Nacional, grupo policiaco-militar creado en 2019 que no ha podido contener la violencia. En este Gobierno que se autoproclama de izquierdas se le ha dado todo el protagonismo a los soldados al tiempo que se ha marginado a investigadores, científicos, maestros y médicos, a los que se les ha machacado con descalificaciones y quitándoles presupuesto, estímulos, becas e incluso cancelándoles pensiones.
Y mientras ocurría la estridencia de las campañas que tenían como eje las conferencias mañaneras de López Obrador, la vida fuera de Palacio solo se deterioraba: la economía está aparcada –antes de la pandemia ya había pasado de crecer 2 por ciento al año a quedar ligeramente en terreno negativo en 2019, en el sistema sanitario padecía para enfrentar una pandemia al tiempo que era tan mal administrado que ni siquiera ha utilizado el reducido presupuesto que tiene asignado, y las inversiones –locales y foráneas—se la piensan dos veces dada la propensión presidencial a cambiar las reglas: la inversión fija bruta empezó a caer en octubre de 2018 (fecha de la cancelación por decisión de López Obrador, que aún no era presidente legal, de una mega obra aeroportuaria) y a la fecha lleva 25 meses cayendo en su comparación anual. Todo récord incluso en el país que metió al mundo en problemas con el efecto tequila.
Todas esas cosas se discuten poco en el patio de Palacio de las mañaneras, donde se impulsa este retorno a los años en que el presidente de la República era el eje de toda la vida nacional, y si para él las cosas van bien, las tribulaciones de la ciudadanía son minucias en las que no conviene distraerse, incluidas las campañas, apenas una pequeña borrasca de proselitismo nacional que no le distrae de su misión autoimpuesta de codearse con los héroes patrios.
Los mexicanos definirán el domingo si el presidente conserva o aumenta su margen de acción, lo que constituiría un triunfo importante para la agenda de las nuevas luchas por el poder que López Obrador piensa encabezar en los próximos doce meses, cuando habrá dos consultas públicas (hechos inéditos en la vida moderna de este país): una en verano para ver si se debe o no procesar a los expresidentes por cargos de corrupción, y la otra en la primavera de 2022 para ratificar o no al propio AMLO en la presidencia. Y la última garita de ese ciclo político que está por comenzar son las seis gubernaturas en disputa el año entrante: todas hoy en manos opositoras.
López Obrador no contempla la derrota porque para él no estamos ante una ordinaria elección en la breve crónica de la vida democrática de México. Es el momento de asegundar, de tener diputados para arrancar los cimientos anteriores a él, para amarrar sus reformas de tal manera que revertirlas sea casi imposible.
Por eso, aunque su nombre no figure en la boleta, López Obrador se ha encargado de ser el único candidato por el cual se puede votar, a favor o en contra, en toda consulta y elección del futuro próximo de México.
JMRS