Calamidades

Una guerra fallida: América Latina y las drogas

2021-06-16

Tengo 40 años más que él, pero tampoco lo entiendo y mucho menos lo acepto,...

Gustavo Gorriti, The Washington Post

El gran poder de las palabras en tiempos de guerra tiene dos filos. El periodista Edward Murrow, por ejemplo, describió cómo Winston Churchill “movilizó al idioma inglés y lo lanzó a la batalla…” en la hora más negra de Inglaterra y Europa en la Segunda Guerra Mundial. Así fue. No hubo mejor general que la lengua inglesa hecha fuego y heroísmo en los combates que llevaron a la primera y decisiva victoria contra el nazismo.

El filo opuesto lo representa la “guerra contra las drogas”, que este mes cumple 50 años. Richard Nixon, el complejo presidente estadounidense que la declaró en junio de 1971, no movilizó al idioma inglés sino a burocracias cautivas de una metáfora (las drogas son "el enemigo…”) inadecuada y torpemente aplicable al problema que trataron de enfrentar.

El cautiverio bajo el poder de la metáfora equívoca ha durado medio siglo. Abunda en narrativas trepidantes de osadía, corrupciones, extravagancias, excesos y traiciones que se cuentan y contarán desde Hollywood y Netflix, hasta los narcocorridos mexicanos y los bailes de carnaval en la selva del Vraem en Perú, donde campesinos cocaleros danzan la representación del aterrizaje precario y apurado de las narcoavionetas, en el primer paso de la ruta clandestina hacia el mercado final.

Ganó la narrativa pero ganaron más las burocracias creadas para librar una “guerra” que prontamente percibieron no podía tener fin y resultó, por eso, buena: una fuente sin término de presupuestos, contratos, compras, poder e influencia que creó economías enfrentadas con el narcotráfico, pero dependientes de él.

Lo que no se ganó fue la “guerra”, puesto que el narcotráfico continuó, se adaptó y expandió. Es que nada tenía de “guerra” la dinámica de un gran mercado de psicotrópicos potentes (y muchas veces peligrosos) en boom desde la segunda parte de la década de lo 1960 en Estados Unidos sobre todo, cuyo inmenso margen de ganancia movilizó energías empresariales en la América Latina de la década de 1970 y después.

Fue una revolución económica que, antes de la hegemonía neoliberal, la apertura de fronteras y los tratados de libre comercio, marcó una eclosión exportadora, verticalmente integrada, que en las deprimidas economías latinoamericanas de esos tiempos llegó a representar —como fue el caso en el Perú— sumas mayores que la de todas las exportaciones no tradicionales del país. Pero las economías legales y las clandestinas, mantenían, como en toda América Latina, una ósmosis permanente entre sí.

El boom del narcotráfico fue una revolución capitalista, primitiva pero gigante, que cambió América Latina.

Antes de los Chicago Boys, el boom del narcotráfico significó una revolución capitalista, primitiva pero gigante, que cambió e impactó profundamente gran parte de América Latina con todas las características, inequidades y violencias propias de un capitalismo sin filtros ni regulaciones excepto los del lucro y la fuerza.

Su ilegalidad y sus millones de dólares elevaron la corrupción y la hipocresía a nuevos niveles. Casi cada país abunda en historias en las que los encargados de reprimir el narcotráfico lucran de él, mientras mantenían (o mantienen) estrechas relaciones con agencias de inteligencia o investigación estadounidense. Casos como los del dictador Manuel Noriega en Panamá o el asesor Vladimiro Montesinos en Perú, que tuvieron una cercana cooperación con la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) estadounidense mientras recibían fortunas de los narcotraficantes, se encuentran —con variaciones— en casi todos los países por donde fluye el narcotráfico.

Debajo de las plutocracias narcotraficantes y sus beneficiarios intermedios, en la ancha base demográfica de la pirámide está el proletariado de la cocaína: los campesinos cocaleros de Perú, Bolivia y Colombia. A diferencia de las fortunas extravagantes y el poder letal de los narcotraficantes —señores de los cielos y patrones del mal—, el denominador común de los campesinos cocaleros, especialmente en zonas de colonización, es la pobreza.

¿Por qué persisten en la siembra de coca para el narcotráfico? Porque, dentro del ecosistema de la escasez, la coca ofrece una comercialización expeditiva, con liquidez inmediata, cultivo sencillo y varias cosechas al año. La contraparte es la devaluación de la vida y derechos que significa coexistir con empresarios ilegales, parte importante de cuyo capital es la capacidad de infligir violencia.

En la “guerra” de medio siglo, el narcotráfico en América Latina ha cambiado escenarios, organizaciones y personajes, pero en general se ha expandido. Las redes criminales involucradas total o parcialmente en el narcotráfico tienen hoy importancia en Brasil, Venezuela, Paraguay, Honduras, México, junto con Colombia, Perú y Bolivia, entre otras naciones. Con pocas excepciones, los mapas de mayor violencia criminal y más alto índice de homicidios (los mayores del mundo) corresponden a los países con más organizaciones criminales narcotraficantes.

Así que la “guerra” de 50 años ha sido, además de generosa en narrativas de plomo y plata, socialmente tóxica y calamitosa, falaz como concepto y dañina en su aplicación. Aunque hemos sido extraordinariamente lentos en aprender de la experiencia, creo que medio siglo de tribulación cognitiva es suficiente.

Las hoy decrépitas metáforas bélicas deben desaparecer mientras se encara con racionalidad y sin prejuicio cada uno de los problemas —seguridad ciudadana, anticorrupción, alternativas de desarrollo rural, uso legal de la hoja de coca, tratamiento de adicciones, aplicaciones terapéuticas de psicotrópicos— que la distorsión conceptual de una “guerra” forzada sobre la realidad, agrupó y deterioró a la vez.

Una ley ‘antidrogas’ racista ha colmado las cárceles en Brasil

El otro día mi yerno me contó que él y mi hija salieron a pasear con mi nieto por el centro de São Paulo, la mayor ciudad de Brasil, cuando se les acercó un grupo de policías. Mi nieto de dos años no entendió nada cuando vio que los agentes apuntaron un arma a su padre. Tengo 40 años más que él, pero tampoco lo entiendo y mucho menos lo acepto, aunque sé que situaciones como estas son comunes en Brasil. Yo no suelo pasar por esto, a diferencia de mi yerno. Yo soy blanco. Él es negro.

El glifosato en Colombia, una receta para volverse locos

Hay un viejo refrán que dice que la definición de locura es intentar la misma receta, una y otra vez, buscando tener resultados diferentes. Esto es exactamente lo que ha venido haciendo Colombia con los cultivos ilícitos de coca: volver y volver, como lo hicimos durante 20 años de lucha antidrogas, a la aspersión aérea con herbicidas de estos cultivos, esperando infructuosamente verlos desaparecer.

Honduras, los narcos del patio trasero

Por cualquier lugar de Honduras que uno camine, lo más probable es que se encuentre en territorio del narcotráfico. Este país ha sido, desde hace medio siglo, la base centroamericana del tráfico de drogas y el crimen organizado ha penetrado toda la institucionalidad. Si un hondureño se topa con alguna autoridad —policía, alcalde, diputado...— es muy posible que esta responda a intereses del crimen organizado. Aquí el narcotráfico se ha movido al ritmo de los intereses de Estados Unidos.

Los recientes juicios celebrados en Nueva York contra traficantes de droga hondureños permiten dimensionar la penetración del crimen organizado: jefes militares y policiales, políticos, empresarios, alcaldes y tres presidentes han sido vinculados al tráfico de cocaína o señalados de haber recibido fondos del narcotráfico.

Pero los juicios tienen una subtrama que ha quedado enterrada ante los escandalosos testimonios de criminales: evidencian el choque de agendas entre distintas instituciones estadounidenses involucradas en América Central. La Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés), la Administración de Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés) y el Departamento de Estado casi nunca han actuado en concierto.

Juan Antonio “Tony” Hernández, el hermano del actual presidente, Juan Orlando Hernández, fue encontrado culpable de conspirar para introducir 185 toneladas de cocaína a Estados Unidos y condenado a cadena perpetua. “En este caso, el tráfico (de drogas) fue patrocinado por el Estado”, dijo el juez Kevin Castel al dictar sentencia.

El jurado concluyó que “Tony” Hernández utilizó al Ejército y a la Policía hondureña para sus actividades delictivas y que de sus ganancias aportó grandes sumas a las campañas del expresidente Porfirio Lobo y de Juan Orlando Hernández.
Un jurado estadounidense concluyó que el hermano del presidente hondureño utilizó al Ejército y a la Policía para sus actividades delictivas.

El caso en su contra fue producto de años de investigación de la DEA y del Departamento de Justicia sobre las actividades delictivas de la familia Hernández. Mientras los agentes antidrogas seguían la pista del narcotraficante, el presidente —su hermano— recibía apoyo del Departamento de Estado, que incluso avaló su fraudulenta reelección en 2017, porque el líder opositor, el expresidente Manuel Zelaya, se alineó con el régimen venezolano. La prioridad de la DEA es cazar narcos. La del Departamento de Estado es debilitar al régimen bolivariano de Venezuela, incluso si eso significa avalar la fraudulenta reelección de la cabeza de la familia Hernández.

En la misma corte de Nueva York fueron condenados Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo, y el banquero Yani Rosenthal, hijo del hombre más rico de Honduras, encontrado culpable de lavar dinero en sus bancos para el cártel de “Los Cachiros”. Rosenthal pagó una condena de tres años de prisión y regresó a Honduras. Hoy es el candidato presidencial de la oposición.

En Honduras, uno de los países más violentos del mundo, 60% de las muertes son atribuidas al crimen organizado. Hay 37 homicidios por cada 100,000 habitantes y ninguna de las 18 provincias se libra de su control. Pero no es un fenómeno nuevo. El narcotráfico a gran escala en Honduras se remonta a la década de 1970. Ramón Matta Ballesteros, un hondureño nacido en la miseria, aprovechó las ventajas geográficas de su país y se alzó como enlace entre el Cartel de Medellín, del colombiano Pablo Escobar, y el Cártel de Guadalajara, del mexicano Miguel Ángel Félix Gallardo. Operaba con la protección y complicidad de las Fuerzas Armadas, políticos y policías hondureños, y se convirtió en uno de los centroamericanos más ricos y poderosos.

Matta Ballesteros montó una aerolínea que tenía dos clientes: el cartel de Pablo Escobar y la CIA. Los vuelos subían hacia Estados Unidos desde Colombia cargados de cocaína y esmeraldas, y bajaban hasta Nicaragua con armas y municiones para los contrarrevolucionarios. En plena Guerra Fría, el interés de la CIA era terminar con el gobierno revolucionario que los sandinistas habían montado en Nicaragua, a pesar de que ya para entonces Estados Unidos había declarado la guerra al narcotráfico.

Para ello necesitaba no solo la aerolínea de Matta, sino también la participación del Ejército hondureño, que le brindaba protección a Matta. Años después, el Reporte Kerry sobre las operaciones de apoyo a los contras nicaragüenses confirmó la relación de Matta con el narcotráfico y con el transporte de pertrechos. También cuestionó que las operaciones de la DEA en Honduras se cerraran en 1983, a pesar de las evidencias de la participación de militares y del conocimiento sobre las actividades de Matta. La agenda antidrogas de la DEA chocaba con la agenda anticomunista de la CIA y la Casa Blanca. Pero los agentes antinarcóticos investigaban en México a los socios de Matta.

El capo hondureño siguió subiendo drogas y bajando armas. Acumuló tal fortuna que ofreció pagar la deuda externa de Honduras. Su suerte cambió en 1985, cuando visitó a sus socios mexicanos y participó en la tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena.

Matta Ballesteros, casi 40 después, aún está en prisión en Pensilvania, Estados Unidos, y las agencias estadounidenses aún chocan en Honduras, un narcoestado en el que Estados Unidos mantiene la principal base militar de la región.

El desafío para la administración del actual presidente estadounidense, Joe Biden, que apuesta a revertir el desprestigio heredado por su antecesor, Donald Trump, es mayúsculo. No es común que la lucha contra la corrupción y la consolidación democrática sean prioritarias en la agenda hacia Honduras. Pero si Washington está empeñado en una política exterior de principios, tendrá que arar en el desierto para encontrar interlocutores legítimos en un país penetrado desde la raíz hasta la cabeza por el crimen organizado.

En Honduras es difícil encontrar a algún político, jefe militar, policial o gran empresario que no esté vinculado al narcotráfico o a la corrupción. Todos lo saben, pero decirlo es peligroso. En noviembre de 2011, el analista hondureño Alfredo Landaverde denunció en un programa de televisión que 14 empresarios lavaban dinero para los cárteles y que los partidos políticos eran solo fachadas del crimen organizado: “Nueve diputados han muerto ametrallados y uno casi muere ametrallado la semana pasada (…) Esa no es una cifra común y corriente. Todos estos atentados están ligados al crimen organizado. El país está al borde de un desastre. Hay corrupción en el sistema judicial, la Policía, la Fiscalía, en la Corte y los partidos políticos. Hay empresarios narcos”. El narcotráfico estaba ya tan extendido que afectaba, de una manera u otra, a todos los hondureños. Lo sorprendente era que este hombre se atreviera a decirlo en televisión. Fue asesinado cinco semanas después.



aranza
Utilidades Para Usted de El Periódico de México