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De la guerra a Tokio: Los excombatientes de los paralímpicos
Por TIM SULLIVAN
FREMONT, Indiana, EU (AP) — El ciclista pelado, de hombros anchos, lleva años recordando un episodio ocurrido de noche, en una carretera de una ciudad lejana. Todavía puede describir las calles angostas y el calor sofocante. Habla de una calle sin salida que obligó a su convoy de vehículos a dar la vuelta.
Y de la explosión.
“La llevaré siempre conmigo”, cuenta Tom Davis, sentado frente a la casa de su familia en una localidad rural de Indiana. “Puedo hacer de todo gracias a Cristo, que me da fuerzas”, dice un tatuaje en su enorme antebrazo.
“Pero no puedo seguir siendo la misma persona herida por la explosión en Ramadi”, ciudad cercana a Bagdad donde una bomba escondida en el terreno hizo volar el vehículo blindado en el que viajaba y lo dejó sin buena parte de su pierna izquierda.
Davis ya no es esa persona. Es otra, tras haber recorrido miles de kilómetros en entrenamientos: Es uno de los hombres más veloces del mundo.
Veinte años después de los ataques del 11 de septiembre del 2001 y pocos días después de que el Talibán retomase el control de Kabul, Davis es uno de varios veteranos de guerra estadounidenses que compiten en los Juegos Paralímpicos, individuos que superaron las graves lesiones sufridas en Irak y Afganistán.
Como la triatleta que perdió una pierna cuando una bomba voló su vehículo en el camino hacia el aeropuerto de Bagdad. O el nadador que quedó ciego tras pisar un explosivo en una zona rural de Afganistán. O el velocista que perdió las dos piernas en otra explosión en Bagdad.
Hay un ciclista que recuerda cómo sostenía junto a su pecho la pierna que le habían volado en un ataque en Afganistán, como si fuese un bebé.
Algunos conservan la alegría y el optimismo. Otros llevan años luchando contra sus fantasmas. Los hay quienes insisten en que sus tragedias no dejaron secuelas psicológicas. Varios aseguran que eso no es posible. Las suyas son historias de adversidad y redención, de pérdida y recuperación.
Lo que los une es su espíritu competitivo y su capacidad de superar adversidades a simple vista insuperables. También el enojo que generan las personas que creen que son inservibles.
“Algunas personas nos ven y no ven deportistas”, dijo Freddie de los Santos, veterano del ejército que corre con triciclos manuales.
Esas personas se equivocan.
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De los Santos habla abiertamente de sus problemas.
De sus intentos de suicidio, tomando cantidades de analgésicos con alcohol en un sótano. De las pesadillas, que todavía lo despiertan de noche. De la vez en que fue encerrado en un pabellón psiquiátrico por haber agredido a un farmaceuta y de las numerosas ocasiones en las que les gritó a su esposa y sus dos hijos.
Se ríe de los excombatientes lisiados que dicen que están bien.
“Eso no es posible”, expresó. “Siempre queda algún tipo de trauma”.
De los Santos, un neoyorquino de 51 años, lleva una vida idílica de pueblo pequeño al norte de Nueva York. Su familia vive en un barrio de calles tranquilas y banderas estadounidenses, con madres que pasean a sus hijos en cochecitos y mecedoras en los porches.
De los Santos, quien es de raza negra, se enfureció cuando un vecino colocó en su casa una bandera del orgullo negro.
“Eso genera divisiones”, se quejó. “No queremos ese tipo de cosas aquí”.
Intenso competidor, se inició en el triciclo por recomendación del terapeuta físico del Walter Reed National Military Medical Center, el hospital de las afueras de Washington donde decenas de miles de combatientes fueron atendidos después del 11 de septiembre.
Ahora se entrena en carreteras zigzagueantes, con colinas y viejas granjas a sus costados. Constantemente rebasa los límites de velocidad.
Su vida cambió en el 2009, cuando una granada voló su vehículo en un pueblo de Afganistán. Recuerda que se le prendió fuego a su barba y que tomó con las manos su pierna, que se le había desprendido.
Por entonces ya había visto numerosas explosiones en Afganistán y en una misión previa en Irak. Había visto morir a amigos, niños despedazados. Sus traumas venían de antes de la emboscada en que resultó lisiado, asegura.
Le tomó años alcanzar cierta estabilidad emocional y todavía dice que está en etapa de recuperación.
“Funciono bastante bien, pero no fue fácil”, comentó.
Atribuye su mejoría a una terapia psicológica, su fuerte fe cristiana, una familia con mucha paciencia y su amor por la pintura. Su arte refleja su dolor.
Y también al ciclismo.
Dice que el combate le enseñó a superar el dolor y a ser un competidor feroz.
“El dolor te hace sentir bien”, manifestó. “A veces, el dolor es tu mejor enemigo. Cuando corro y empiezo a sentir dolor, le digo ‘¿cómo estas, amigo?’”.
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Brad Snyder parece una persona como cualquier otra cuando camina con su perro por su barrio de Nueva Jersey. Tampoco revela su ceguera cuando se maneja en la cocina de su casa.
Afirma que los demás se preocupan más que él por su pérdida de la visión.
Si hay algo que une a estos excombatientes es la poca importancia que dan a sus discapacidades.
“Todo el mundo se acongoja por la ceguera”, manifestó Snyder, quien tiene 37 años, pocas semanas antes de partir hacia Tokio. “La sociedad tiene una reacción rara cuando se dan cuenta de que soy ciego. Casi todos dicen ‘lo lamento’”.
“Yo no lo lamento. Es lo que soy”, agregó. “Estoy acostumbrado. Llevo una gran vida, con una esposa maravillosa, una linda vida aquí en Princeton. No me tengas lástima. No te sientas mal por mí”.
El deporte, dice, refleja eso.
“Los paralímpicos hacen que la lástima quede a un lado”, expresó.
Experto en explosivos, Snyder pisó una mina terrestre en Afganistán en el 2011. Pensó que se moría y sintió alivio cuando vio que no fue así.
Había sido uno de los mejores nadadores de la armada y la pérdida de la visión no le impidió seguir nadando. Ganó sus dos primeras medallas paralímpicas de oro en Londres 2012, apenas un año después de quedarse ciego. Otras tres en Río de Janeiro. Luego se dedicó al triatlón.
Enseñó ética en la Academia Naval y el año pasado empezó a estudiar para sacar un doctorado en Princeton. Se enfoca en la relación entre los militares y la gente a la que sirven.
Vive cerca del campus universitario con su esposa Sara, a quien conoció hace algunos años a través de un amigo.
Ella es la mujer más hermosa del mundo, asegura.
Aunque nunca la ha visto.
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Luis Puertas dice que no se siente solo, pese a que come solo todas las noches. Le gusta la soledad, insiste.
El entrenamiento lo mantiene ocupado y de vez en cuando lo visita algún compañero del ejército. Está todo el tiempo pendiente de las prótesis que usa para correr. Tiene decenas de ellas y puede pasarse horas atendiéndolas.
Su mundo es pequeño: Una casa tranquila en una calle tranquila de Orlando, en la Florida.
Tiene una hija de siete años a la que adora y que vive con él de a ratos. La relación con la madre no es buena y la mayor parte de su familia vive lejos.
Puerta, de 34 años, perdió las dos piernas en septiembre del 2006, al explotar una bomba cuando patrullaba un barrio de Bagdad.
Tiene una actitud filosófica respecto a su incapacidad. “En los paralímpicos todos tienen una historia. La de algunos es peor que la mía”.
Los primeros años, no obstante, fueron duros.
En una ocasión destruyó una computadora en el Walter Reed. Luego otra. Bebía ríos de vodka y ron.
En medio de tanto trauma, sin embargo, empezó a entrenarse. Al principio corría 10 millas (16 kilómetros) para ponerse en forma. Luego pruebas de velocidad.
Dejó de correr por algunos años —no quiere hablar de ese período—, pero luego regresó a la actividad.
“Es parte de mí ahora. Entrenar y correr. Un ritual. Me despierto y voy a la pista”.
Se percibe su entusiasmo cuando habla de su hija, Emilia. Es la corredora más rápida de su clase. Les gana incluso a los varones, según él.
Es lo único que cuenta. No piensa en la explosión. En los años de ira. En nada.
“Todo lo demás es pura coincidencia”, señaló. “Lo que hice en mi vida”.
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Melissa Stockwell está consciente de la imagen que transmite.
Es una triatleta con una gran sonrisa, una hermosa familia y una pierna prostética decorada con una bandera de Estados Unidos.
“Siempre fui una persona optimista”, comenta en una entrevista telefónica desde Colorado Springs, donde vive y se entrena. “Tan optimista que a veces le molesta a la gente”.
Es bastante probable que la haya visto alguna vez.
Tal vez en una publicidad televisiva de Ritz Crackers o en otras de la cerveza Modelo, el yogur Chobani o los autos Toyota.
Es una figura pública que ha concedido cantidades de entrevistas y una disertante muy exitosa, que sabe cómo evitar meterse en problemas. Pregúntele sobre la retirada de Irak y Afganistán y ella le hablará del patriotismo y de su familia.
Otros deportistas le hacen bromas en torno a su popularidad, pero su optimismo es una de las principales razones de su éxito. Stockwell, de 41 años, ha ganado una cantidad de medallas a lo largo de más de una década.
“No digo que veo unicornios y arco iris todos los días”, expresó. “Acepté pronto la pérdida de mi pierna y eso me dio fuerza”.
A ocho semanas del inicio de los Juegos de Tokio, Stockwell se estrelló contra un árbol cuando se entrenaba en una bicicleta y trató de evitar una rama que había caído. Se fracturó la columna en tres partes. El dolor era insoportable.
“Si le pasaba a alguien que no es deportista, no hubiera podido hacer nada por ocho semanas”, relató. “Pero esa no era una opción”.
Dos semanas después del accidente estaba de vuelta en la piscina. Pronto se montó de nuevo en una bicicleta. Días antes de partir hacia Tokio, solo podía trotar en el agua de una piscina.
El triatlón de los paralímpicos incluye 750 metros (media milla) a nado, 20 kilómetros (12,4 millas) en bicicleta y cinco kilómetros (3,1 millas) corriendo.
La corrida es lo que más le preocupaba.
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Estuvieron en algunos de los peores sitios de la Tierra. Sufrieron enormemente. Algunos mataron. Muchos enterraron a sus amigos.
En Tokio, no obstante, no los espera la guerra. La experiencia en el combate no los lleva a los Juegos Paralímpicos. Y al final de cuentas, el resultado de años de sacrificio se ve en unos pocos segundos.
Snyder, guiado por otro triatleta que le mostraba el camino, ganó la medalla de oro en su primer triatlón olímpico.
De los Santos se llevó un bronce en un relevo. Puertas no subió al podio, pero logró un honroso cuarto puesto. Davis, quien había dicho que el oro, la plata y el bronce no lo eran todo, llegó quinto en las dos pruebas en las que participó.
Melissa Stockwell, quien hasta el día de la carrera no había podido entrenarse en serio en esa prueba, terminó quinta en el triatlón, en otra prueba de su espíritu competitivo.
Jamileth
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