Vox Dei
«No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán»
Evangelio, Mateo 28,8-15
«¡Dios os guarde!»
En aquel tiempo, las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».
Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: ‘Sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos’. Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones». Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.
Reflexión
Rev. D. Joan Costa i Bou
«Corrieron a dar la noticia a sus discípulos»
Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido al sepulcro mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten en sus corazones por el anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo” del sepulcro para anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14).
Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María —así agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo hace también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía, por su encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre.
Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la sumisión —«se asieron a sus pies»— y la adoración. ¡Qué gran lección para aprender a estar también ante Cristo Eucaristía!
«No tengáis miedo», dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor? Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes!
Y el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es también tarea nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad (...) contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella» (San Juan Pablo II).
Pensamientos para el Evangelio de hoy
«¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos y, al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de sí a todos los que ahora son ya de su raza» (San Gregorio de Nisa)
«Hoy, más que nunca, se hace necesaria la adoración. Una de las mayores perversiones de nuestro tiempo es que se nos propone adorar lo humano dejando de lado lo divino. Los ídolos que causan muerte no merecen adoración alguna, sólo el Dios de la vida merece adoración y gloria» (Francisco)
«María Magdalena y las santas mujeres (…) fueron las primeras en encontrar al Resucitado [y] las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1Cor 15,5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: ‘¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!’ (Lc 24,34)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 641)
JMRS