Calamidades

Este es el momento adecuado para dejar de exigir el uso de cubrebocas

2022-04-21

En vez de eso, el gobierno ha declarado que está “en proceso de decidir” si...

Megan McArdle | The Washington Post

¿No es revelador el hecho de que el gobierno del presidente estadounidense, Joe Biden, no haya presentado de inmediato una apelación de emergencia luego de que una jueza federal en Florida anulara el mandato del uso de los cubrebocas emitido por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) en situaciones de viaje?

En vez de eso, el gobierno ha declarado que está “en proceso de decidir” si intentará evitar que la orden de la jueza federal de distrito Kathryn Kimball Mizelle entre en vigencia.

En lenguaje burocrático eso significa: “No estamos muy convencidos sobre esto”. Sospecho que algunos en el gobierno de Biden han llegado a la misma conclusión que gran parte del país: es hora de terminar con la obligatoriedad de los cubrebocas en espacios cerrados. Después de todo, eso tenía que acabarse en algún momento, y si no es ahora, ¿cuándo?

“¡Cuando la gente deje de morir!”, dice una voz desde atrás. Sin embargo, esa dejó de ser una respuesta viable el verano pasado, cuando quedó claro que las vacunas no proporcionaban la inmunidad esterilizante que podría habernos permitido eliminar el virus, como sí logramos hacer con la viruela y la poliomielitis. Cualquier cosa menos que eso requiere que descifremos cómo vivir con un virus que seguirá circulando. Y por “vivir” me refiero a vidas plenas y normales, no a las actividades públicas severamente restringidas de los últimos dos años.

Esas medidas fueron aceptables como tácticas dilatorias temporales para evitar que los hospitales se saturaran. Le generaron tiempo a los médicos para descubrir cómo tratar al virus y les dieron a los científicos los meses cruciales que necesitaban para desarrollar vacunas y tratamientos. Antes de que llegaran esas vacunas y esos tratamientos, fui una firme defensora del estricto distanciamiento social, y una vez que las vacunas estuvieron disponibles, apoyé que fueran obligatorias. La libertad es valiosa, pero no incluye el derecho a propagar virus mortales a otras personas.

Pero ahora que tenemos vacunas y tratamientos, es hora de reconsiderar los sacrificios que hicimos. Las políticas que eran apropiadas cuando la tasa de mortalidad por infección era de uno en 200 no necesariamente pasan con éxito una prueba de costo-beneficio hoy, cuando las vacunas y los tratamientos han reducido esos riesgos 20 veces, sobre todo porque es probable que las mejoras adicionales sean un poco más lentas y menos dramáticas.

Por supuesto, se podría argumentar que los cubrebocas en los aviones siguen siendo aceptables. ¿No es acaso solo un pequeño inconveniente en comparación con los riesgos catastróficos que enfrentan las personas que no pueden vacunarse o cuyos sistemas inmunitarios están demasiado comprometidos como para generar una respuesta fuerte a la vacuna?

Es un buen punto, pero entonces también habría que cuestionar el otro lado de esa ecuación costo-beneficio: ¿exactamente cuántos casos de COVID-19 se previenen al exigirle a las personas que utilicen cubrebocas en los aviones? Los aviones están extremadamente bien ventilados, razón por la cual ha habido tan pocos brotes relacionados con viajes aéreos en comparación con otros entornos cerrados. Y si bien los cubrebocas ofrecen cierta protección adicional contra sea cual sea el riesgo que quede, los cubrebocas quirúrgicos y de tela que utiliza la mayoría de personas no son en realidad muy efectivos, incluso antes de considerar la frecuencia con la que se los quitan para comer, beber o simplemente tomar un poco de aire.

Esos cubrebocas también tienen costos para las personas obligadas a utilizarlos, como descubrí hace poco cuando una serie de conexiones de vuelos mal sincronizadas me obligó a correr por varios aeropuertos con mi cubrebocas puesto (o bueno, me obligó a intentar correr; perdí mis vuelos). Y si bien esta es una consideración menor, algunos de los efectos secundarios de los mandatos de los cubrebocas no lo son; un familiar que tiene una enfermedad pulmonar obstructiva no puede viajar en avión porque le cuesta demasiado respirar con un cubrebocas.

Sin embargo, el mayor costo podría ser para la ya desmoronada autoridad de las instituciones de salud pública. Como hemos descubierto, las medidas de salud pública tienen que guardar alguna relación con lo que la población piensa que es razonable. De lo contrario, sin importar cuán sólida sea su lógica o base científica, fracasarán porque la gente no las acatará. Una nación que usa con resentimiento cubrebocas debajo de sus narices no le hace mucho bien a nadie.

Las medidas del uso obligatorio de cubrebocas y similares se vendieron como medidas temporales. ¿Recuerdan eso de “aplanar la curva”? Cada vez que las y los expertos en salud pública prometieron una solución a corto plazo que se convirtió en un cambio de estilo de vida a largo plazo, su credibilidad cayó un poco. Ya no pueden permitirse seguir perdiendo credibilidad.

La salud pública funciona mejor cuando se percibe a las autoridades como si estuvieran ayudando a la población e hicieran los mismos cálculos de riesgo-recompensa que haría la población si tuviera el tiempo y la experiencia para analizar todos los datos. Si, por el contrario, las autoridades terminan siendo vistas como si tuvieran un látigo en la mano, obligando a la población a ceñirse a sus propias preferencias extremadamente adversas al riesgo, encontrarán una feroz resistencia la próxima vez que nos exhorten a adoptar alguna medida onerosa.

Como nos siguen advirtiendo especialistas, es muy probable que haya otra pandemia en algún momento. Nuestra economía global ofrece una súper carretera casi perfecta para los patógenos. Debemos prepararnos para ese próximo contagio, y para eso, debemos reconocer cuándo es el momento de dejar de lado las medidas extraordinarias que necesitamos para luchar contra la infección más reciente.
 



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