Barones y Magnates

No podemos confiar en los multimillonarios para crear redes sociales seguras

2022-05-05

Pareciera que, cada vez más, las plataformas necesitan tener límites. Y no podemos...

Katrina vanden Heuvel | The Washington Post

“El troleo más épico de la historia”. Así es como un empleado de Twitter describió la oferta de Elon Musk para comprar la plataforma. También ha sido la manera en que se ha cubierto en gran medida la noticia: la travesura empresarial más reciente en el cada vez mayor culto a la personalidad del multimillonario. Musk, quien se autoproclama un “absolutista de la libertad de expresión” y que ve a Twitter como la “plaza pública de facto”, hizo lo que cualquier multimillonario con complejo de salvador haría: comprar la plaza del pueblo por 44,000 millones de dólares.

Puede que sea un trol, pero el enfoque en el estilo poco convencional de Musk distrae la atención de un problema más urgente: la creciente consolidación de los medios en línea que permiten que un grupo selecto de las personas y compañías más ricas controle el discurso digital.

Con las búsquedas en línea dominadas por Google, y la empresa matriz de Facebook, Meta, adquiriendo las plataformas de redes sociales más grandes del mundo para acumular 3,600 millones de usuarios activos mensuales —casi la mitad del planeta—, el discurso en línea se ha centralizado bajo un puñado de sombrillas corporativas. Peor aún, cada vez más los que moldean esta conversación no solo son un puñado de empresas sino un puñado de personas: según la lista Forbes 400 de 2021, ocho de las 10 personas más ricas de Estados Unidos tienen una participación significativa en los medios en línea o en el acceso del público a ellos. Estas plataformas supuestamente “públicas” se han convertido en plataformas de plutócratas, y su dominio hace que sea difícil evitarlas (de hecho, para poder comentar sobre las repercusiones posiblemente peligrosas de la venta de Twitter, ¡yo misma tuve que recurrir a Twitter!). Como muchas otras personas, estoy tratando de ver más allá del vértigo de la situación y descifrar cuál debe ser el siguiente paso. Porque una cosa está clara: esta consolidación no genera las condiciones necesarias para que prospere la libertad de expresión.

Los oligarcas digitales parecen creer que si simplemente logran romper las cadenas de la regulación, harán florecer un mercado de ideas. Sin embargo, hemos visto de manera constante cómo las plataformas en línea sin controles no dan como resultado el surgimiento de las mejores ideas. En todo caso, la carrera suele ser hacia el fondo. Fredrick Brennan, el creador de 8chan —un sitio web cuya intención era ser una “utopía de la libertad de expresión”— vio cómo la falta de moderación permitió que la violencia, la desinformación y el odio terminaran dominando la plataforma. Hoy en día, Brennan implora: “Cierren el sitio… no le está haciendo ningún bien al mundo”.

Pareciera que, cada vez más, las plataformas necesitan tener límites. Y no podemos confiar en que los “benévolos” multimillonarios serán objetivos y ponderados al darles forma.

Mark Zuckerberg ha elogiado el valor de la libertad de expresión; pero cuando el éxito meteórico de TikTok amenazó la relevancia de Facebook, la compañía diseñó una campaña nacional para desacreditar la aplicación. Cuando un adolescente creó una popular cuenta de Twitter que rastreaba los movimientos del jet privado de Elon Musk utilizando información disponible públicamente, el propio “absolutista de la libertad de expresión” intentó sofocar el proyecto ofreciéndole al estudiante miles de dólares para eliminar la cuenta. El estudiante se negó y miren quién decidió comprar toda la plataforma solo unos meses después.

Afortunadamente, podemos tomar algunas medidas para reclamar la comunicación en línea como un bien público. Eso comienza con contrarrestar la consolidación a través de la reforma antimonopolio. La defensora antimonopolio Stacy Mitchell alega que dividir corporaciones como Google y Amazon en compañías de componentes podría eliminar los conflictos de intereses que les facilitan poner en desventaja injustamente a los competidores, así como permitir que una variedad más amplia de participantes le den forma al mundo en línea. (El fundador de Amazon, Jeff Bezos, es propietario de The Washington Post.)

Por ejemplo, el año pasado The Nation, donde trabajo como editora, se unió a otros dos medios de comunicación para demandar a Google por sofocar a la competencia en la venta de anuncios publicitarios en línea, de la que muchos medios dependen para sobrevivir. Al excluir las redes publicitarias rivales de su mercado, Google incrementa las ganancias para sí mismo y los precios para todos los demás. La demanda solicita que Google se desprenda del negocio de venta de anuncios y ayude a crear un mercado verdaderamente libre para la publicidad en línea.

Fragmentar a las grandes compañías tecnológicas podría ser el comienzo de un proyecto político más amplio: poner las plataformas utilizadas por el público en manos públicas. Como bien argumentó recientemente el experto en medios Victor Pickard en un artículo para The Nation: “Las ideas para la reforma estructural están floreciendo, aunque uno no se daría cuenta de eso a partir de los parámetros limitados de los principales debates legislativos”. Podríamos transferir la propiedad de estas plataformas a los trabajadores y gestionarlas como cooperativas. O podríamos construir una infraestructura pública digital para garantizar que todos los estadounidenses tengan acceso y protección en su libertad de expresión, de la misma manera que el gobierno ha manejado las tecnologías de comunicación anteriores, como el telégrafo, el correo postal y la radio. Si podemos tener el Servicio Postal de Estados Unidos y PBS (red de televisión pública de Estados Unidos), ¿por qué no tener una opción pública de red social y un motor de búsqueda de propiedad federal?

En este momento en el que la democracia a nivel mundial —y dentro de Estados Unidos— está bajo ataque, parece ser urgente la necesidad de crear entornos que fomenten un intercambio de ideas dinámico, abierto y productivo. De no hacerlo, Twitter podría estar lejos de ser la última de nuestras plazas públicas en sufrir una adquisición hostil.
 



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