Pan y Circo

López Obrador consolida su teatro de propaganda en el escenario internacional

2022-09-28

El 16 de septiembre, en su discurso por el aniversario de la Independencia mexicana, el presidente...

Diego Salazar | The Washington Post

El 16 de septiembre, en su discurso por el aniversario de la Independencia mexicana, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció un plan de paz para Rusia y Ucrania. La propuesta, dijo, responde a la parálisis de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que “permanece inactiva y como borrada”, y planteó crear “un comité para el diálogo y la paz” que busque “de inmediato el cese de hostilidades en Ucrania y el inicio de pláticas directas con el presidente Volodímir Zelenski, de Ucrania, y Vladimir Putin, de Rusia”.

Además, el comité buscaría “un acuerdo multinacional para pactar una tregua de cuando menos cinco años(...) que implique la suspensión inmediata de acciones y provocaciones militares”. El plan empezó a fracasar el mismo día de su anuncio. Myjailo Podolyak, asesor del jefe de la oficina de Zelenski, calificó la propuesta de López Obrador como un “plan ruso”, a la par que criticó a los “pacificadores que usan la guerra como herramienta para su agenda de relaciones públicas”.

Dos días después, López Obrador atacó a quienes criticaron su iniciativa. “Son sectarios o están a favor de una de las partes, pues lo que hicieron fue distorsionar el sentido de la propuesta que es buscar la paz y me pusieron de lado de Rusia”, dijo, para luego relatar cómo ya en ocasiones anteriores ha sido criticado por supuestamente defender intereses rusos: “Eso ya lo he padecido en otros tiempos”.

Como ocurre casi siempre con López Obrador, el asunto de fondo fue rápidamente relegado a un segundo plano, para colocar en primerísimo lugar lo que en realidad le importa: él mismo. Como bien señaló el asesor ucraniano, la guerra y la presunta búsqueda de una paz etérea no son aquí sino herramientas de la agenda de relaciones públicas del presidente. Una agenda basada principalmente en la confrontación y la victimización. Ellos, quienes se atreven a criticarlo, “son sectarios”. Y, pobre de él, esto ya lo ha “padecido” antes.

Tan irrelevante es en realidad el contenido del plan de López Obrador que, cinco días después de su discurso, cuando el canciller Marcelo Ebrard viajó a Nueva York para presentarlo ante la ONU, la Secretaría de Relaciones Exteriores indicó a la revista Proceso que la iniciativa aún “se está terminando de afinar”.

Cuando Ebrard se plantó ante el Consejo de Seguridad y la Asamblea General, la propuesta había perdido ya una de sus dos patas. Habló de un “caucus para el diálogo y la paz en Ucrania”, pero no mencionó en ningún momento la “tregua de cuando menos cinco años” que el presidente había anunciado días antes. Para qué. Lo importante ya había sido conseguido: que se hable de él.

Tanto se habló que, días después, el presidente colombiano, Gustavo Petro, se sumó a la iniciativa. Durante el foro “Latinoamérica, Estados Unidos y España en la economía global”, celebrado en Nueva York, Petro abrazó el discurso de López Obrador, evitó mencionar a Rusia como agresor y anunció que estaba preparando junto a México “una declaración conjunta(...) en el sentido de que lo que hoy se necesita es empezar negociaciones de paz ya, porque el mundo tiene que concentrarse en otros problemas”.

Ambos presidentes, expertos en comunicación política, pueden permitirse estas vaguedades porque creen que tienen costo cero. Nadie va a pedirles cuentas pasado el tiempo, cuando no ocurra nada, sus palabras se pierdan y no sean recordadas por sus simpatizantes ni adversarios.

Como muestra, tenemos la anterior iniciativa de ambiciones gigantescas y escaso contenido que López Obrador llevó a la ONU. El 9 noviembre de 2021, planteó un “Programa Mundial por la Fraternidad y el Bienestar”, con el objetivo de recaudar “un billón de dólares” para atender a las “750 millones de personas” más pobres del planeta.

Al día siguiente, López Obrador y su canciller se extendieron al respecto en la habitual conferencia mañanera. Ebrard dijo que tenía instrucciones de organizar un plan a la brevedad para presentarlo a la Asamblea General de la ONU.

Casi un año después, el famoso plan no existe. Nunca fue presentado. En esa ocasión no fueron la guerra y la supuesta ambición de paz, sino la pobreza de 750 millones de personas la que le sirvió como herramienta propagandística y como arma arrojadiza en su cada vez más nutrido arsenal de confrontación.

En junio de 2022, pese a que su propuesta no se materializó, López Obrador, en medio de una diatriba contra quienes lo critican, soltó: “Fui a plantear a la ONU que había que atender el problema de fondo, hay 800 millones de seres humanos que viven o sobreviven con un dólar diario, mientras unos cuantos han visto crecer sus riquezas como nunca, y no pasó nada, no se hace nada”. El año pasado eran 750 millones de personas, pero qué más da. Los datos son lo de menos. Se trata, como la guerra en Ucrania, de piezas de utilería en su teatro de propaganda y confrontación.

Durante buena parte de su sexenio, cada vez que ha sido cuestionado por un asunto internacional incómodo López Obrador se ha refugiado en el artículo 89 de la Constitución mexicana, que sanciona la “no intervención” como principio de la política exterior del país, así como en la Doctrina Estrada, que plantea la no injerencia en asuntos de otros Estados.

Lo hizo al ser preguntado por la represión de manifestantes en Cuba llevada a cabo por el gobierno de su amigo el presidente Miguel Díaz–Canel, a quien tuvo como invitado de honor durante el desfile de Independencia en 2021. Cuando se le preguntó qué opinaba de que el gobierno cubano prohibiera y reprimiera marchas pacíficas, dijo: “Sencillamente no tengo opinión, son decisiones de otro país”.

Algo similar ocurrió cuando se le preguntó por las cuestionadas elecciones en Nicaragua ese mismo año, condenadas en una declaración de la Organización de Estados Americanos que México se abstuvo de firmar. En enero de 2022, cuando un reportero le pidió valorar el triunfo del dictador Daniel Ortega, que había encarcelado a opositores políticos, López Obrador repitió el mantra: “Son decisiones de los nicaragüenses”.

Su gobierno no ha observado esa misma cautela en asuntos menos cercanos al presidente. A su teatro de propaganda, López Obrador ha sumado recientemente un súbito interés por el alicaído presidente peruano, Pedro Castillo, a quien hizo asesorar —según reveló él mismo— por su secretario de Hacienda. Hace poco, Ebrard olvidó también el principio de no intervención y lamentó en Twitter que el Congreso peruano no autorizara el viaje de Castillo a la toma de mando de Gustavo Petro. Ignorando, imagino, que aprobar o no los viajes al extranjero del presidente es una prerrogativa constitucional del Legislativo peruano.

En otra muestra de incongruencia cuando habla de no intervención, el presidente mexicano viene elevando el tono en su defensa de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks perseguido por la justicia de Estados Unidos, a quien ha llamado “Quijote de la libertad” y “el mejor periodista de nuestro tiempo”, y a quien ha convertido en ariete de su confrontación de baja intensidad con el presidente estadounidense, Joe Biden. Al punto de amenazar con “una campaña de que se desmonte la Estatua de la Libertad que entregaron los franceses y que está en Nueva York, porque ya no es símbolo de libertad” si Assange llega a ser condenado.

El teatro propagandístico de López Obrador se ha convertido en una obra omnívora, donde todo sirve para apuntalar la imagen del presidente y todo es susceptible de convertirse en un arma contra aquellos a quienes percibe como sus enemigos. Un teatro que sigue rindiéndole frutos —basta echar un vistazo a las cifras de aprobación de las que suele presumir— y que buena parte de la prensa y oposición mexicana sigue sin comprender, pese a que ha sido la obra más exitosa del presidente en cuatro años de gobierno.

Ahora, convertido en un pato rengo al que únicamente le queda elegir sucesor o sucesora, podemos esperar, como estamos viendo ya, que el teatro crezca en espectacularidad e influencia a escala regional. Habrá que ver con qué consecuencias. Pese a la confianza que López Obrador parece tener en el costo cero de sus sobreactuaciones, a diferencia de lo que ocurre con otras políticas públicas, la política exterior está muchas veces asentada únicamente en gestos y palabras. Y estas, mal empleadas, pueden traer consecuencias no deseadas para todos.
 



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