Editorial

El gobierno civil está en crisis en México

2022-10-13

El avance militar en tareas de la gestión gubernamental que no le corresponden es muestra de...

Jorge Javier Romero | The Washington Post

En el último mes, el Congreso mexicano aprobó dos reformas a la Guardia Nacional para que las Fuerzas Armadas tomen el control de este cuerpo policial antes civil, las cuales confirman el avance de la militarización en el país.

Primero fue una ley de dudosa constitucionalidad —que ya fue impugnada por la oposición ante la Suprema Corte de Justicia— y después una modificación al decreto de creación del cuerpo de seguridad, que requirió de dos tercios de los votos de cada una de las cámaras del Congreso por tratarse de un cambio constitucional. Ambos proyectos fueron impulsados por el gobierno, pero en el segundo caso se requirió del apoyo de algunos legisladores de la oposición, que se obtuvo mediante fuertes presiones y cabildeo por parte de representantes de las propias Fuerzas Armadas.

Se trata del último episodio de un proceso de aumento de las responsabilidades de las Fuerzas Armadas en tareas que en una democracia constitucional le corresponden a la administración civil del Estado. Durante las últimas dos décadas, más de 200 funciones que ejercían agencias estatales civiles han sido trasladadas a las fuerzas armadas, como lo han documentado el Programa de Política de Drogas del CIDE y México Unido contra la Delincuencia en el proyecto Inventario nacional de lo militarizado.

La mitad de las funciones han sido trasladadas a los militares desde la administración pública durante el actual gobierno. Pero desde el final del régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que duró 70 años y acabó en el año 2000, las Fuerzas Armadas —que desde la década de 1950 parecían haberse sometido a la autoridad civil, después de un proceso gradual de retiro del poder con el que se habían hecho durante la Revolución Mexicana (1910–1920)— comenzaron a recuperar presencia y a asumir funciones que constitucionalmente no les corresponden, primero en tareas de seguridad y ahora en otros ámbitos como la gestión de aeropuertos, aduanas y la construcción de obra pública.

¿Por qué las autoridades democráticamente electas y de diferentes partidos —tanto en el ámbito local como en el federal— han no solo aceptado, sino promovido que la milicia asuma funciones que les corresponderían a ellas, con la consecuente disminución de sus capacidades de gobierno? El fenómeno refleja el quiebre de la forma que el Estado tenía en la época clásica del régimen del PRI, incompatible con el actuar democrático, que hoy requiere para su consolidación de una organización muy distinta, una estructura profesional permanente y técnicamente eficaz que no dependa de las fluctuaciones electorales.

El Estado mexicano ha sido, desde sus orígenes, un sistema de botín que ve a la administración pública como un instrumento a disposición de la voluntad de los políticos. Durante el régimen del PRI, el presidente de la República disponía de manera discrecional del presupuesto y definía en última instancia casi la totalidad de los empleos públicos. El sistema funcionaba de manera piramidal, donde a cada agente se le concedía una parcela de poder arbitrario del tamaño correspondiente a su cargo: desde los más altos, como los gobiernos estatales o los escaños en el Congreso federal, hasta el policía de la esquina o la encargada de una ventanilla. Cada uno tenía, en el ámbito de su competencia, la autoridad para cobrar privadamente por sus servicios, vender protección o negociar la desobediencia de la ley.

Aquel arreglo resultó razonablemente eficaz durante medio siglo para reducir la violencia y sirvió como mecanismo de distribución de rentas estatales entre la población excluida de la economía productiva. Sin embargo, se volvió extremadamente vulnerable cuando la oposición llegó a puestos de poder y hubo una competencia pluripartidista, pues el sistema de partido único del PRI establecía mecanismos de coordinación y disciplina que se rompieron cuando distintos partidos se hicieron con la autoridad estatal, con sus correspondientes capacidades de venta de protección, distribución de empleo y reparto de contratos y obra pública. En el terreno de la venta de protección, el fraccionamiento de la autoridad tuvo consecuencias catastróficas, como lo han mostrado investigadores como Guillermo Trejo y Sandra Ley.

El sistema de botín con el que ha funcionado la administración pública mexicana implica enormes problemas de agencia y es un arreglo basado en la corrupción, pues implica un sistema de incentivos basado en la lealtad y la disciplina política, en el cual es válido usar el pedazo de poder concedido en beneficio personal y de los amigos y socios, siempre y cuando no se traicione a la red de clientelas a la que se pertenece.

En los tiempos del PRI como maquinaria unificada de distribución de poder y rentas, los mecanismos disciplinarios funcionaban con eficacia relativa, pero con la competencia entre distintas redes partidistas el arreglo dejó de ser eficaz. El transfuguismo se generalizó y la esencia mafiosa del Estado quedó en evidencia, pero sobre todo mostró su enorme ineficacia para resolver los problemas públicos.

En el caso de la seguridad, los militares se han presentado como el único recurso a la mano para frenar la pérdida de control territorial de las autoridades locales, aun cuando en los 17 años que llevan desplegados como principal agente para reducir la violencia en las calles lo que han mostrado es un enorme fracaso. La tasa de homicidios se disparó a partir de la irrupción de las Fuerzas Armadas en el combate al crimen organizado —en 2007, después de décadas de descenso constante, se había reducido a ocho por cada 100,000 habitantes y ahora está en 28 por cada 100,000— mientras el control territorial de las organizaciones criminales ha avanzado: cuando el Ejército o la Marina desarticulan a algún grupo o detienen a sus cabecillas, de inmediato surgen sustitutos.

Las razones de la abdicación del poder civil en otros campos de la gestión pública son menos claras, pero mi conjetura es que les han vendido a los gobiernos civiles que son el único cuerpo profesional y disciplinado que queda en el Estado mexicano, y que son la única organización con mecanismos eficaces para reducir los problemas de agencia y corrupción tradicionales en la administración pública. Sin embargo, tanto la Contraloría General del Ejército y la Fuerza Aérea como la Auditoria Superior de la Federación han revelado un patrón repetitivo que muestra que tanto el Ejército como la Marina se escudan en la seguridad nacional para hacer un manejo opaco, y hay denuncias de actos de corrupción como compra de insumos a sobreprecio y asignación de contratos sin cumplir con los procesos de licitación.

El avance militar en tareas de la gestión gubernamental que no le corresponden es muestra de un fracaso de la política a la hora de transitar del régimen de partido único a la democracia. Se reformó el sistema electoral, pero no el Estado. No se construyó el servicio civil profesional que hiciera viable la alternancia pluripartidista en el poder sin inestabilidad a cada cambio de gobierno. El resultado ha sido el regreso de los militares, que son ahora quienes están a punto de hacerse con el botín, un gran negocio, a pesar de que la evidencia no muestre que son mejores a la hora de dar resultados y con un enorme riesgo para el orden constitucional que se ha ido deformando y debilitando.
 



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