Reportajes

Reflexiones sobre guerra y paz entre las ruinas reconquistadas de Ucrania

2022-11-02

"Muchos de nosotros teníamos familia en Rusia. Hablábamos con ellos. Los...

Dmitry ZAKS | AFP

Sentadas en un banco al sol, dos ucranianas se relajan y conversan sobre cómo se sienten en tiempos de guerra.

Las ruinas de su aldea, Bilozirka, se extienden a lo largo de una carretera destrozada, más allá de la cual se encuentran las trincheras y los cañones de artillería que los combatientes usan para conquistar la ciudad de Jersón, en el sur del país.

Las fuerzas rusas efectúan disparos desde el extremo sur de la carretera, donde se atrincheraron desde que se retiraron de esa localidad, en el primer mes del conflicto.

Los ucranianos han intentado repelerlos más, en el marco de una contraofensiva reciente, con la esperanza de acercarse a Crimea, península anexionada por Moscú en 2014, más al sur de Jersón.

En el banco, Angelika Borysenko le comenta a su amiga, mayor que ella, que cualquiera puede acostumbrarse a lo que sea, incluso a una guerra a gran escala como la que está teniendo lugar delante de sus narices.

Angelika tiene 20 años y dos hijos y se pasó todo marzo tratando de ser lo más discreta posible ante los soldados rusos, que ocupaban su pueblo e instalaron su campamento base en una escuela que queda del otro lado de la calzada.

Después de que se retiraran, se pasó los meses siguientes escondiéndose en sótanos de los bombardeos de las fuerzas de Moscú, calculando el momento oportuno para salir y buscar agua y algo de comer.

"Al principio, pensábamos que en algún momento esto terminaría. Pero ahora ya parece normal. Nos hemos acostumbrado", cuenta la joven.

Natalia Popesko frunce el ceño, dando a entender que su amiga no ha entendido nada en absoluto. "Personalmente, me siento muerta por dentro", admite la mujer, de 38 años.

"No nos hemos acostumbrado. Simplemente, hemos acabado aceptando que esto es real", señala.

- Esperanza y desesperación -

Los contraataques de las fuerzas ucranianas en el noreste y sus avances en el sur hicieron que algunos territorios no estén controlados totalmente por ninguno de los dos bandos.

Bilozirka es una de esas "zonas grises" donde no queda nada.

Algunos habitantes se han atrevido a volver y las tropas ucranianas se sienten lo bastante seguras como para utilizar ese pueblo como base de retaguardia. Pero allí no llegan los servicios estatales ni tampoco hay medios de asistencia para los residentes que quedan.

La escuela en la que los rusos implantaron su cuartel general ya no es más que un edificio devastado a causa del asalto de los ucranianos.

Esta situación, entre la guerra y la paz, hace que Anastasia Kuplevska se debata entre la esperanza y la desesperación.

"Si no hay bombardeos, nos despertamos y de repente tenemos ganas de hacer algo", explica la ucraniana, madre soltera de 40 años. "Pero si empiezan a disparar, hacen que nos sintamos inmediatamente impotentes otra vez".

Aún así, en los días en los que está bien de ánimo, tampoco hay mucho por hacer.

El único trabajo que hay es el de vender productos básicos que llegan desde la cercana ciudad de Mykolaiv. Tanto ella como la mayoría de los habitantes de Bilozirka trabajaban antes de la guerra en una fábrica de jugo de fruta, afuera del pueblo.

- "Animales" -

Los combates destruyeron los puentes y los bombardeos son frecuentes en las carreteras secundarias. "Ni siquiera sé si todavía estará en pie", comenta Anastasia, hablando de la factoría.

En cuanto a los programas de ayuda humanitaria, dice que le parece que no están bien enfocados.

"Nos han inundado de comida pero no podemos construir una casa con comida", sostiene.

La contraofensiva ucraniana en la región llevó a Moscú a atacar las infraestructuras de agua y electricidad, provocando averías masivas en los albores del invierno boreal.

El Kremlin parece apostar por que estas dificultades acaben minando la moral de los ucranianos a la hora de luchar.

Pero estos meses de sufrimiento han tenido precisamente el efecto contrario en Angelika y Natalia.

"Muchos de nosotros teníamos familia en Rusia. Hablábamos con ellos. Los considerábamos personas normales", apunta Natalia Popesko. "Ahora, nos parecen unos animales".

Es eso lo que más le ha costado aceptar a Angelika Borysenko: la idea de que haya una guerra.

"La vemos, la sentimos y entendemos que es verdad, pero no logramos hacernos a la idea de que es real", asegura. "Lo comprendemos pero no nos lo podemos creer".



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