Valores Morales
Del amor líquido y otras paradojas
Por: Francesc Torralba Roselló
El ciudadano líquido vive a sus anchas el deseo erótico, pero evita enamorarse, perder la cabeza por otro ser humano, y sobre todo teme engendrar
En alguna ocasión, ya me he referido elogiosamente a la metáfora que utiliza el avispado analista judío Zygmunt Bauman para representar el sino de nuestras sociedades. En una de sus últimas monografías, Amor líquido (2005), aborda, inteligentemente, la fragilidad de los vínculos humanos en la llamada Modernidad líquida y el tipo de relaciones que se establecen en este marco cultural.
El tema de la obra en cuestión, editada por Fondo de Cultura Económica, es toda una lección programática, donde se explora la calidad de los vínculos interpersonales en la Tardomodernidad. A juzgar por lo que afirma Bauman, casi se podrían representar tales relaciones amorosas con la imagen del estado gaseoso.
El lúcido analista cultural explora el individualismo postmoderno y el temor de los ciudadanos occidentales a establecer relaciones duraderas, más allá de las meras conexiones. Entrelaza el hombre sin atributos de Robert Musil con la insoportable levedad del ser de Milan Kundera y dibuja un universo tan volátil como efímero. Según su punto de vista, el ciudadano occidental desea, por lo general, vivir solo, en un apartamento cómodo, moderno y sofisticado, abierto al mundo a través de Internet, pero aislado de los vecinos más próximos.
Siente aversión a la soledad, pero, aún más, a la vinculación, a la liaison.
Prefiere vivir separado, gestionar su vida social según sus preferencias, a dosis bien delimitadas, evitando cualquier exceso.
Aspira a mantenerse permanentemente desatado, rehusa vínculos y compromisos estables y, defiende, por encima de todo, su independencia social, sexual y económica, independencia que no está dispuesto a sacrificar por ningún tipo de amor.
Desea tener relaciones íntimas, pero con fecha de caducidad y, si es posible, sin secuelas.
Nieto de la liberación sexual, el ciudadano líquido vive, a sus anchas, el deseo erótico, pero evita, sobre todo, enamorarse, perder la cabeza por otro ser humano y sobre todo, teme el engendrar.
El ciudadano occidental necesita estar conectado, saber que hay, en el otro lado de la red, individuos que están ahí y con los que, si conviene, se puede chatear, pero teme amar de verdad, porque sabe, en el fondo, que amar significa, perder esa pretendida autosuficiencia que con tanto ardor defiende, significa asumir responsabilidades, limitar el campo de acción personal, estar dispuesto a ceder y, sobre todo, a practicar la renuncia de sí mismo y el sacrificio personal.
Esclavo de su ego, es incapaz de darse definitivamente a un tú. Filtra bien sus relaciones y somete a un cómputo matemático los costes y los beneficios de cualquier nuevo vínculo. La mentalidad instrumental y economicista acapara el terreno de los vínculos interpersonales y el do ut des se impone como máxima moral.
En ocasiones, el ciudadano líquido se siente llamado a ejercer la solidaridad a través del teléfono, animado por algún telepredicador laico que le recuerda que en el mundo hay pobres, enfermos, ancianos y moribundos. El telepredicador suscita una lágrima de falsa compasión en el teleespectador y el ciudadano postmoderno desembolsa, consiguientemente, una pequeña cantidad de su cuenta corriente. Nada importante. Podrá seguir su ritmo de vida sin ningún tipo de alteración. Después de tan soberbio gesto, se siente bien, ha pagado la purificación de su culpa a un módico precio. A este gesto, le llama, insolentemente, solidaridad.
Esta solidaridad líquida no obedece a la gratuidad pura, al impulso agápico, sino a un interesado cálculo emocional. El resultado final es sentirse bien con uno mismo, poder seguir consumiendo con voracidad, sin tener que evadirse del silencio, ahuyentar el demonio de la culpabilidad.
Nada tiene que ver este concepto de solidaridad con el sentido más genuino del término. En sentido estricto, la solidaridad es una virtud, un valor moderno para referirse a la misma virtud teologal de la caridad. Designa un sólido vínculo con el otro, tan profundo, tan intensamente vivido en el interior, que el otro, deja de ser el otro-extraño, para convertirse en el tú-próximo. La solidaridad convierte al otro en hermano, en el alter ego y su sufrimiento se vive como propio.
Esta solidaridad va unida al acto de sufrir, pues el que está dispuesto a unirse tan hondamente con el destino del otro, sabe, de antemano, que no podrá mantenerse al margen de su sufrimiento, sabe que su pathos, su estado de ánimo y su equilibrio emocional experimentará una profunda alteración al vivir, plenamente, la solidaridad.
La solidaridad no se resuelve en un pacto económico, ni en una cuota que se estipula desde el Gobierno de turno. Impone un modo de estar en el mundo, una actitud de acercamiento al otro, de superación de la fría distancia postmoderna, para inmiscuirse en el dolor ajeno. Demasiado fuerte para el ciudadano líquido. Todo ello evoca formas de compromiso que no puede asumir, que ni siquiera puede imaginar. Todo ello altera su narcisismo, su pequeño mundo de alegrías, su inestable y delicado equilibrio emocional.
Esta solidaridad líquida constituye, en el fondo, un simulacro de solidaridad, un modo de purificar la culpa que, a veces, emerge desde lo más hondo del ser postmoderno. La culpa es un sentimiento negativo, desagradable, que uno debe expulsar cuanto antes pueda de su foro interior. La solidaridad se convierte, de este modo, en el contenedor de la culpa postmoderna. Lo importante es no implicarse demasiado, no dejarse afectar por el destino ajeno, no amagarse la vida con el sufrimiento de los otros; mantenerse al margen de todo y de todos y limitarse a jugar el papel de espectador.
La solidaridad líquida es un esperpento de la caridad cristiana, una triste imagen deformada de la filantropía que soñaron los ilustrados, un autoengaño colectivo. En cualquier caso, es el ejemplo más patente del olvido del otro, de la obsesión por el yo y de la atomización de una sociedad que evita establecer lazos con quienes causan problemas.
Para atender a tales sujetos, necesitamos de técnicos especializados, de diplomados facultados para enfrentarse a las tragedias humanas. Delegamos a otros el deber de humanidad. Triste solidaridad, la solidaridad líquida.
Enamorarse
Enamorarse es perder cordura y dominio, y eso espanta al ciudadano líquido
Una de las experiencias emocionales más intensas que puede vivir un ser humano a lo largo de su periplo vital es el enamoramiento.
Esta pérdida provisional de cordura y de dominio de sí que lleva asociada la experiencia de enamorarse es algo que aterra al ciudadano líquido. Prefiere las aventuras enlatadas de los parques temáticos y los encuentros virtuales pactados a priori.
Teme colgarse por alguien, cambiar su estilo de vida, tener que compartir cuenta corriente y vivienda, experimentar el vértigo del auténtico eros, de ese eros que va más allá de la mera pulsión freudiana y mueve al enamorado más allá de sí mismo, que le impulsa a trascenderse, a buscar en la persona amada un ideal que jamás hallará en el espacio y tiempo.
Según Zygmunt Bauman, la definición romántica del amor -“hasta que la muerte nos separe”- está decididamente pasada de moda en nuestro tipo de sociedades, ya que ha trascendido su fecha de vencimiento debido a la reestructuración radical de las estructuras de parentesco de las que dependía y de las cuales extraía su vigor e importancia.
El sujeto postmoderno evita de enamorarse, porque el enamoramiento es un sentimiento fuerte, intenso, algo así como un secuestro del alma, un rapto de la mente, una profunda alteración del ser, algo que, muy probablemente, no puede resistir una ontología débil como la postmoderna.
Evita enamorarse y perder la cabeza, sentir dependencia de otro ser y experimentar con intensa pasión su presencia. Eso sería reconocer que la autosuficiencia ha sido vencida, que el Narciso no puede vivir solo y que ha sido poseído por el eros del enamoramiento. En la mentalidad cool, todo tiene que estar bajo control.
Se permiten salidas de tono, pero siempre calculadas y con fecha de caducidad. Nada de empezar aventuras que no se sabe exactamente cómo y cuándo terminarán.
Según el modelo postmoderno de amor líquido, uno debe embarcarse en la relación con total conciencia y claridad. Nada de amor a primera vista. Nada de enamorarse. Nada de súbitas mareas de emoción que lo dejan sin aliento, nada de esas emociones que llamamos “amor”, ni de ésas a las que sobriamente denominamos “deseo”.
La clave es no permitir que ninguna emoción embargue ni conmueva, y sobre todo, no se debe permitir que nadie le arrebate a uno la calculadora de la mano. La conveniencia es lo único que cuenta y la conveniencia debe evaluarse con la mente clara y no con un corazón cálido (por no hablar de un corazón ardiente). Conviene mantener las cosas en ese estado y recordar que la conveniencia necesita poco tiempo para convertirse en su opuesto.
El arte de romper relaciones y salir ileso de ellas, con pocas heridas profundas y sin cuidados especiales que eviten “daños colaterales” supera ampliamente el arte de forjar relaciones sólidas.
Las relaciones deben pesar sobre los hombros como un abrigo ligero, que puede dejarse de lado en cualquier momento, y uno debe preocuparse más que nada de que no se conviertan, inadvertida y subrepticiamente, en una “coraza de acero”.
La gente busca pareja y ‘establece relaciones’ para evitar las tribulaciones de la fragilidad, sólo para descubrir que esa fragilidad resulta aún más penosa que antes. Lo que se espera y pretendía que fuera un refugio contra la fragilidad demuestra ser una y otra vez su caldo de cultivo.
El “vivir juntos” tiene un significado inevitablemente líquido. Sus intenciones son modestas, no se hacen promesas, y las declaraciones, cuando existen, no son solemnes, ni están acompañadas por música de cuerdas y manos enlazadas. Casi nunca hay una congregación como testigo y tampoco ningún plenipotenciario del cielo para consagrar tal unión. Uno pide menos, se conforma con menos y, por lo tanto, hay una hipoteca menor para pagar, y el plazo de pago es menos desalentador.
Para los habitantes del moderno mundo líquido que aborrece todo lo sólido y durable, todo lo que no sirve para el uso instantáneo y que implica esfuerzos sin límite, la perspectiva de una entrega total e indefinida en el tiempo, supera toda capacidad y voluntad de negociación.
Nada tiene que ver el placer sexual con la pasión del enamoramiento. El primero obedece a ciertas lógicas mecánicas, mientras que el segundo se desarrolla en un campo de incertidumbre que no se puede conocer con anticipación.
Enamorarse es sufrir, consiste en desear una presencia con todo el alma, significa vivir pendiente de otro ser, padecer su ausencia con dolor y su presencia física con entusiasmo.
El enamoramiento rompe la apatía postmoderna, caotiza la existencia personal y, como consecuencia de ello, se deshace el pequeño cosmos cotidiano. Lejos, muy lejos de la pasión de Werther por Carlota o de Romeo por Julieta se ubica el ciudadano postmoderno. Más bien se asemeja al esteta kierkegaardiano, al don Giovanni mozartiano que vuela de flor en flor buscando el mejor néctar, que halla la plenitud de su vivir en el arte de seducir y que siente recelo frente a cualquier forma de compromiso.
Anhela saciar su impulso erótico, necesita conquistar a la víctima, pero no encuentra ninguna finalidad en el hecho de empezar una historia nueva con alguien. El placer constituye el motor de su existencia y cuida a fondo todos los detalles de su presencia; pule bien las herramientas de seducción e invierte grandes cantidades de dinero para ello.
El ciudadano líquido busca por Internet la pareja ideal, estudia las medidas y las hipotéticas afinidades y conecta con ella o con él para pasar un fin de semana exótico. La vida líquida necesita dosis de épica, estímulos para sobrevivir a la atonía global. Los programas de mutua selección tienen un gran éxito en el mercado virtual. Uno sabe, de entrada, a qué va y para qué va. Nada hay de imprevisto, nada hay fuera de control. Las intenciones se muestran de entrada y el proceso de seducción queda sesgado desde el principio.
Nada tiene que ver todo esto con la liturgia de las miradas y el autosacramental del enamoramiento, con la incertidumbre del proceso y el trabajo de la imaginación. Cada inquilino presenta sus virtudes en un book bien apañado y uno sabe a qué juega y para qué juega.
Este proceso de selección no puede compararse con el enamoramiento, ni con la pérdida de sí que siempre acarrea, ni tampoco con el éxtasis o esa especie de arrobamiento casi divino, como le llamara Platón. Uno se expone en el tablón de anuncios como un objeto para ser alquilado un fin de semana.
El ciudadano líquido se defiende de una experiencia tan fuerte como la del enamoramiento. Prefiere moverse en las latitudes de lo efímero, del amor azucarado y del circo televisivo de las parejas químicamente compatibles de los programas basura. El temor a quedarse prendado, el pánico a vivir fuera de sí, el miedo a padecer, a experimentar el drama de la soledad, le lleva a una existencia anodina y tediosa, a una vida sexualmente garantizada, pero donde falta pasión, vida, deseo.
Sólo está vivo quien ama. Si uno no está dispuesto a perder, a dejar la piel y el alma en una relación, nunca jamás experimentará el latido del enamoramiento, esa experiencia sublime que justifica, con creces, el drama de haber nacido.
aranza