Testimonios

La Biblia y la propiedad de la tierra 

2023-06-13

La expropiación de las tierras y el reparto de éstas no son más que uno de los...

Por | Roher Etchegaray

La primera tarea que Dios les encomienda se refiere a la actitud que deben tener con la tierra y con todos los seres vivientes. 

El mensaje bíblico. El cuidado de la creación

La primera página de la Biblia relata la creación del mundo y de la persona humana: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). 

Palabras solemnes expresan la tarea que Dios les confía: «Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra» (Gn 1, 28).

La primera tarea que Dios les encomienda -se trata, evidentemente, de una tarea fundamental- se refiere a la actitud que deben tener con la tierra y con todos los seres vivientes. «Henchir» y «dominar» son dos verbos que se pueden malentender con facilidad e incluso pueden parecer una justificación de ese dominio despótico y desenfrenado que no se preocupa por la tierra y por sus frutos y hace estragos con ella a su propio favor. 

En realidad «henchir» y «dominar» son verbos que, en el lenguaje bíblico, sirven para describir la dominación del rey sabio que se preocupa por el bienestar de todos sus súbditos.

El hombre y la mujer tienen que cuidar la creación, para que ésta les sirva y para que esté a disposición de todos y no sólo de algunos. 

La creación, en su naturaleza más profunda, es un don de Dios, un don para todos, y Dios quiere que siga siendo así. Por eso, la primera orden que Dios da es conservar la tierra, respetando su naturaleza de don y bendición, y no transformarla en instrumento de poder o motivo de conflictos.

El derecho-deber de la persona humana de dominar la tierra nace del hecho de que es imagen de Dios: corresponde a todos y no sólo a algunos la responsabilidad de la creación. 

En Egipto y en Babilonia este privilegio era sólo de algunos. En la Biblia, en cambio, el dominio pertenece a la persona humana en cuanto tal y, por lo tanto, a todos. Más aún, es la humanidad conjuntamente la que se debe sentir responsable de la creación.

Dios deja al hombre en el jardín para que lo labre y lo cuide (cf. Gn 2, 15) y para que se alimente de sus frutos. En Egipto y en Babilonia el trabajo es una dura necesidad impuesta a los hombres en beneficio de los dioses: en realidad, en beneficio del rey, de los funcionarios, de los sacerdotes y de los terratenientes. En la narración bíblica, en cambio, el trabajo es algo que contribuye a la realización de la persona humana.

La tierra es de Dios, que la da a todos sus hijos

El israelita tiene el derecho de propiedad de la tierra, que la ley protege de muchas formas. El Decálogo prescribe: «no codiciarás la casa de tu prójimo, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo» (Dt 5, 21).

Se puede decir que el israelita sólo se siente verdaderamente libre y plenamente israelita cuando posee su parcela de tierra. Pero la tierra es de Dios, insiste el Antiguo Testamento, y Dios la ha dado en herencia a todos los hijos de Israel. 

Se debe, por tanto, repartir entre todas las tribus, clanes y familias. Y el hombre no es el verdadero dueño de su tierra sino que, más bien, es un administrador. El dueño es Dios. Se lee en el Levítico: «La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes» (Lv 25, 23).

En Egipto la tierra pertenecía al faraón y los campesinos eran sus esclavos y su propiedad. En Babilonia había una estructura feudal: el rey entregaba las tierras a cambio de servicios y de fidelidad. No hay nada parecido en Israel. La tierra es de Dios, que la da a todos sus hijos.

De ahí se siguen varias consecuencias. Por un lado, nadie tiene el derecho de quitar la tierra a la persona que la cultiva; en caso contrario se viola un derecho divino; ni siquiera el rey puede hacerlo. 

Por otro lado, se prohibe toda forma de posesión absoluta y arbitraria en favor propio: no se puede hacer lo que se quiera con los bienes que Dios ha dado para todos.

Sobre esta base la legislación, impulsada siempre por situaciones concretas, fue añádiendo muchas restricciones al derecho de propiedad. 

Algunos ejemplos: la prohibición de recoger los frutos de un árbol durante los cuatro primeros años (cf. Lv 19, 23-25); la invitación a no cosechar la mies hasta el borde del campo; y la prohibición de recoger los frutos y las espigas olvidados o caídos, porque pertenecen a los pobres (cf. Lv 19, 9-10; 23, 22; Dt 24, 19-22).

A la luz de esta visión de la propiedad, se entiende la severidad del juicio moral expresado por la Biblia sobre los abusos de los ricos, que obligan a los pobres y a los campesinos a ceder sus fundos familiares. Los profetas son los que más condenan estos abusos. 

«¡Ay, los que juntáis casa con casa, y campo con campo anexionáis!», grita Isaías (Is 5, 8). Y su contemporáneo Miqueas añade: «Codician campos y los roban; casas, y las usurpan; hacen violencia al hombre y a su casa, al individuo y a su heredad» (Mi 2, 2).

La perspectiva de libertad del Jubileo

El esfuerzo de vincular de forma estable y perpetua la propiedad de la tierra a su dueño y, al mismo tiempo, el esfuerzo de repartir equitativamente las tierras entre todas las familias de Israel, son el origen de una de las instituciones sociales más singulares de ese pueblo: el jubileo (cf. Lv 25).

Esta institución traduce directamente, a nivel social y económico, el señorío de Dios y pretende afirmar, o defender, tres libertades.

La primera libertad atañe a los campos y a las casas que, en el año jubilar, deben ser devueltas a los antiguos propietarios. 

Se pueden vender los campos y las tierras, pero la venta no es más que un traspaso de derechos de utilización que mantiene el derecho del propietario (o de un pariente) a recobrar en cualquier momento su fundo. De todos modos cada cincuenta años las propiedades volverán a las familias propietarias originarias.

La segunda libertad se refiere a las personas, que, en el año jubilar, deben volver libres a sus familias y a sus propiedades.

La tercera libertad se refiere a la tierra que, en el año del jubileo y en el año sabático, se tendrá que dejar descansar.

La motivación de estas tres libertades es muy interesante: «Pues yo soy el Señor, vuestro Dios » (Lv 25, 17); « La tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes » (Lv 25, 23). 

La motivación básica es, por tanto, el señorío de Dios, un señorío que se manifiesta en el don a los hombres: « Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para daros la tierra de Canaán y ser vuestro Dios » (Lv 25, 38).

La propiedad de la tierra según la doctrina social de la Iglesia

En la perspectiva marcada por las sagradas Escrituras, la Iglesia ha elaborado en el transcurso de los siglos su doctrina social. 

Documentos autorizados y significativos ilustran sus principios fundamentales, así como los criterios útiles para juzgar y discernir, y las indicaciones y orientaciones para realizar las elecciones oportunas.

En la doctrina social se considera un escándalo el proceso de concentración de la tierra, porque está en neta oposición con la voluntad y el designio salvífico de Dios, dado que niega a una gran parte de la humanidad los beneficios de los frutos de la tierra.

Las perversas desigualdades de la distribución de los bienes comunes y de las posibilidades de desarrollo de toda persona, y los desequilibrios deshumanizadores de las relaciones personales y colectivas, causados por este tipo de concentración, provocan conflictos que dañan las bases de la convivencia civil y provocan la destrucción del entramado social y el deterioro del medio ambiente.

El destino universal de los bienes y de la propiedad privada

Las consecuencias del desorden actual confirman la necesidad, para toda la sociedad humana, de que se recuerden continuamente los principios de la justicia, y sobre todo el principio del destino universal de los bienes.

En efecto, la doctrina social de la Iglesia, funda la ética de las relaciones de propiedad del hombre con respecto a los bienes de la tierra en la perspectiva bíblica que señala la tierra como un don de Dios para todos los seres humanos. 

«Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la caridad. (...) Hay que tener siempre en cuenta este destino universal de los bienes».

El derecho al uso de los bienes terrenos es un derecho natural, primario, de valor universal, puesto que es de todo ser humano: ningún otro derecho de tipo económico puede violarlo; más bien, deberá ser tutelado y aplicado mediante leyes e instituciones.

Al afirmar la necesidad de garantizar a todos los hombres, siempre y en cualquier circunstancia, el disfrute de los bienes de la tierra, la doctrina social apoya también el derecho natural de propiedad de estos bienes. 

El hombre, todo hombre, hace fructificar, de forma efectiva y eficaz, los bienes de la tierra que han sido puestos a su servicio y, por tanto, se realiza a sí mismo, si está en condiciones de poder usar libremente estos bienes, habiendo adquirido su propiedad. 

Esa propiedad es una condición y una garantía de libertad; es el presupuesto y la garantía de la dignidad de la persona. «La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aportan a cada uno un espacio completamente necesario para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como una prolongación de la libertad humana. Finalmente, al estímular el ejercicio de tareas y deberes constituyen una de las condiciones de las libertades civiles».

Si no se reconoce a los particulares el derecho de propiedad privada, incluida la de los bienes de producción, la historia y la experiencia nos demuestra que se llega a la concentración del poder, a la burocratización de los diferentes ámbitos de la sociedad, a la insatisfacción social y a ahogar y suprimir «el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales». 

Sin embargo, según el Magisterio de la Iglesia, el derecho de propiedad privada no es incondicional; al contrario, se caracteriza por restricciones muy precisas.

La propiedad privada, en efecto, en el contexto concreto de sus instituciones y de sus normas jurídicas, es ante todo un instrumento de actuación del principio del destino común de los bienes; por tanto un medio y no un fin. 

El derecho de propiedad privada, que es positivo y necesario, debe estar circunscrito dentro de los límites de una función social de la propiedad. Por consiguiente, todo propietario debe ser siempre consciente de la hipoteca social que grava sobre la propiedad privada: «Por lo tanto, el hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente, no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás».

La función social directa y naturalmente inherente a las cosas y a su destino permite que la Iglesia afirme en su enseñanza social: «Quien se encuentra en necesidad extrema tiene el derecho de procurarse de las riquezas ajenas lo necesario».

El límite al derecho de propiedad privada lo establece el derecho de todo hombre al uso de los bienes necesarios para vivir.

Esta doctrina, establecida por santo Tomás de Aquino, ayuda a evaluar algunas situaciones difíciles de mucha importancia ético-social, como la expulsión de los campesinos de las tierras que han cultivado, sin que se les asegure el derecho de recibir la parte de bienes necesarios para vivir, y los casos de ocupación de las tierras baldías por parte de los campesinos que no son propietarios y que viven en condiciones de extrema indigencia.

Condena del latifundio

La doctrina social de la Iglesia, basándose en el principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes, analiza las modalidades de aplicación del derecho de propiedad de la tierra como espacio cultivable y condena el latifundio como intrínsecamente ilegítimo.

Las grandes posesiones rurales están mediocremente cultivadas o se mantienen baldías para especular sobre ellas, mientras que se debería incrementar la producción agrícola para responder a la creciente demanda de alimentos de la mayoría de la población, sin tierras o con parcelas demasiado pequeñas.

Para la doctrina social de la Iglesia, el latifundio está en neto contraste con el principio de que «la tierra ha sido dada para todo el mundo y no solamente para los ricos», de modo que «no hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario».

El latifundio, de hecho, niega a una multitud de personas el derecho de participar con el propio trabajo en el proceso de producción y responder a sus necesidades y a las de sus familias, al igual que a las de la comunidad y de la nación de las que forman parte.

Los privilegios asegurados por el latifundio provocan contrastes escandalosos y conllevan situaciones de dependencia y de opresión tanto a nivel nacional como internacional. 

La doctrina social de la Iglesia denuncia también las injusticias intolerables provocadas por las formas de apropiación indebida de la tierra por parte de propietarios o empresas nacionales e internacionales, en algunos casos apoyadas por instituciones del Estado, que, violando todo derecho adquirido, y a menudo incluso los títulos legales de posesión del suelo, despojando a los pequeños agricultores y a los pueblos indígenas de sus tierras.

Se trata de formas de apropiación muy graves, porque, además de incrementar las desigualdades en la distribución de los bienes de la tierra, por lo general, conllevan una distribución de una parte de estos bienes, empobreciendo así a toda la humanidad. 

Esas formas de apropiación crean modos de explotación de la tierra que quebrantan los equilibrios construidos durante siglos entre el hombre y el medio ambiente, y causan un gran deterioro medio ambiental.

Esto debe aparecer como la señal de la desobediencia del hombre al mandamiento de Dios de actuar como guardián y como sabio administrador de la creación (cf. Gn 2, 15; Sb 9, 2-3). Las consecuencias de esta desobediencia pecaminosa son gravísimas, pues causa una grave y vil forma de falta de solidaridad entre los hombres, dado que afecta a los más pobres y a las generaciones futuras. 

A la condena del latifundio y de la apropiación indebida, contrarios al principio del destino universal de los bienes, la doctrina social añade la condena de las formas de explotación del trabajo, sobre todo cuando éste es remunerado con salarios o con otras modalidades, indignos del hombre.

Con la remuneración injusta por el trabajo realizado y con otras formas de explotación se niega a los trabajadores la posibilidad de recorrer «el camino concreto a través del cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes destinados al uso común; tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción».

Reforma agraria

Indicaciones para un recorrido posible. Realizar una reforma agraria efectiva, equitativa y eficiente

A menudo ocurre que las políticas encaminadas a promover una utilización correcta del derecho de propiedad privada de la tierra no consiguen impedir que ésta se siga poniendo en práctica, en amplias áreas del mundo, como un derecho absoluto, sin ninguna limitación proveniente de las correspondientes obligaciones sociales.

Sobre este tema la doctrina social de la Iglesia es muy explícita e indica que la reforma agraria es una de las reformas más urgentes y que se debe emprender sin demora: «En muchas situaciones son necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura -y a los campesinos- el justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social».

A propósito de este tema, es particularmente dramático el llamamiento que hizo Juan Pablo II en Oaxaca (México) a los hombres de gobierno y a los latifundistas: «Por parte vuestra, responsables de los pueblos, clases poderosas que tenéis a veces improductivas las tierras que esconden el pan que a tantas familias falta, la conciencia humana, la conciencia de los pueblos, el grito del desvalido, y sobre todo la voz de Dios, la voz de la Iglesia os repiten conmigo: no es justo, no es humano, no es cristiano continuar con ciertas situaciones claramente injustas. Hay que poner en práctica medidas reales, eficaces, a nivel local, nacional e internacional, en la amplia línea marcada por la encíclica Mater et magistra (parte tercera). Y es claro que quien más debe colaborar en ello, es quien más puede».

La doctrina social afirma a menudo que se debe garantizar la mayor valoración posible de las potencialidades productivas de la agricultura donde un porcentaje importante de la población se dedica a cultivar la tierra y depende de esa cultivación. 

En el caso de los fundos insuficientemente cultivados, la doctrina social justifica, mediante una indemnización equitativa para los propietarios, la expropiación de la tierra para repartirla a quienes estén desprovistos o que posean parcelas irrisorias.

Sin embargo, se debe subrayar que, para la doctrina social, una reforma agraria no se debe limitar a repartir títulos de propiedad a los asignatarios.

La expropiación de las tierras y el reparto de éstas no son más que uno de los aspectos, y no se trata del más complicado, de una política de reforma agraria equitativa y eficiente.

Promover la difusión de la propiedad privada

La doctrina social de la Iglesia ve en la reforma agraria un instrumento adecuado para difundir la propiedad privada de la tierra en el caso en el que los poderes públicos actúen siguiendo tres líneas de acción diferentes pero complementarias:

a) a nivel jurídico, para que haya leyes justas que mantengan y tutelen la efectiva difusión de la propiedad privada;

b) a nivel de políticas económicas, para facilitar «el acceso a la propiedad privada de los siguientes bienes: bienes de consumo duradero; vivienda; pequeña propiedad agraria; utillaje necesario para la empresa artesana y para la empresa agrícola familiar; acciones de empresas grandes o medianas».

c) a nivel de políticas fiscales y tributarias, para asegurar la continuidad de la propiedad de los bienes en el ámbito de la familia. 

Facilitar el desarrollo de la empresa agrícola familiar

Al condenar el latifundio, porque es la expresión de un uso socialmente irresponsable del derecho de propiedad y porque es un grave obstáculo para la movilidad social, y al condenar también la propiedad estatal de la tierra, porque conlleva una despersonalización de la sociedad civil, la doctrina social de la Iglesia, consciente de que «nadie puede establecer en términos genéricos las líneas fundamentales a que debe ajustarse la empresa agrícola», sugiere que se valore ampliamente la empresa familiar propietaria de la tierra que cultiva directamente. 

La empresa agrícola familiar citada anteriormente utiliza, sobre todo, el trabajo realizado por los miembros de la familia y se puede integrar al mercado del trabajo empleando trabajadores asalariados.

La dimensión de este tipo de empresa agrícola debería estar en condiciones de permitir unos ingresos adecuados para la familia, la continuidad de la familia en la empresa, el acceso a los créditos agrícolas y la sostenibilidad del medio ambiente rural, todo ello, utilizando de forma apropiada los factores de producción.

Gracias a la eficiencia de su gestión y a la riqueza social que se produce de esta forma, este tipo de empresa proporciona nuevas posibilidades de empleo y de crecimiento humano para todos.

Esta empresa, puede proporcionar una contribución muy positiva no sólo para el desarrollo de una estructura agrícola eficiente, sino también para la realización del principio mismo del destino universal de los bienes.

Respetar la propiedad comunitaria de los pueblos indígenas

El Magisterio social de la Iglesia no considera la propiedad individual como la única forma legítima de posesión de la tierra. Considera también y de forma especial la propiedad comunitaria, que caracteriza la estructura social de numerosos pueblos indígenas.

Este tipo de propiedad tiene tantas repercusiones en estos pueblos, a nivel económico, cultural y político, que constituye un elemento fundamental de su supervivencia y de su bienestar, y tiene además una función igualmente esencial de salvaguardia de los recursos naturales. 

La protección y la valoración de la propiedad comunitaria no debe, sin embargo, excluir la conciencia del hecho de que este tipo de propiedad está destinado a evolucionar. Si sólo se actúa para garantizar su conservación, se corre el riesgo de vincularla al pasado y, de este modo, de destruirla. 

Llevar a cabo una política laboral justa

La tutela de los derechos humanos que provienen de la actividad laboral es otra línea de acción fundamental que la doctrina social de la Iglesia presenta para asegurar una correcta actuación del derecho de propiedad privada de la tierra. Dadas las relaciones que vinculan el trabajo a la propiedad, éste representa un medio de importancia crucial para garantizar el destino universal de los bienes.

Los poderes públicos tienen, pues, el deber de intervenir para que estos derechos sean respetados y realizados siguiendo tres líneas de acción: 

a) fomentar las condiciones que aseguren el derecho al trabajo;

b) garantizar el derecho a una remuneración del trabajo justa;

c) tutelar y promover el derecho de los trabajadores de formar asociaciones, que tengan como finalidad la defensa de sus derechos. El derecho a asociarse representa, en efecto, la condición indispensable que permite alcanzar un equilibrio en las relaciones de poder de contratación entre los trabajadores y los empresarios y para garantizar, por lo tanto, el desarrollo de un buen diálogo entre las partes sociales.

Realizar un sistema de enseñanza capaz de producir un crecimiento cultural y profesional efectivo de la población

El factor cada vez más decisivo para tener acceso a los bienes de la tierra ya no es, como ocurría en el pasado, la propiedad de la tierra, sino la posesión de los conocimientos que el hombre posee y puede acumular. Juan Pablo II afirma: « Existe otra forma de propiedad, concretamente en nuestro tiempo, que tiene una importancia no inferior a la de la tierra: es la propiedad del conocimiento, de la técnica y del saber ».

Cuanto mejor conozca el agricultor las capacidades productivas de la tierra y de los demás factores de producción y las diferentes modalidades con las cuales responder a las necesidades de los destinatarios del fruto de su trabajo, tanto más fecundo será su trabajo, sobre todo como instrumento de realización personal, con el que emplea su inteligencia y su libertad.

Es necesario y urgente poner en marcha un sistema de enseñanza capaz de ofrecer, en los diferentes niveles escolares, la enseñanza de los conocimientos y el desarrollo de las aptitudes técnicas y científicas.
 



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