Como Anillo al Dedo
Recep Tayyip Erdogan: el hombre invencible de Turquía
Jana J. Jabbour | Política Exterior
La victoria electoral de Erdogan, pese a la crisis económica, pone de relieve el auge del nacionalismo étnico y religioso, así como de las cuestiones de seguridad y política exterior.
Recep Tayyip Erdogan ha cumplido con creces su sueño de seguir liderando Turquía en 2023, fecha simbólica que señala el centenario de la fundación de la República Turca. Al igual que en 1923 Mustafa Kemal Atatürk pasó a la historia como el fundador del Estado turco, Erdogan está orgulloso de haber pasado también a la historia, 100 años después, como el fundador de una nueva Turquía, que ha amoldado a sus principios, sus valores y su visión durante las dos décadas que ha estado en el poder.
El 28 de mayo, Erdogan dio la sorpresa al ganar las elecciones presidenciales frente al candidato de la oposición, Kemal Kılıçdaroglu, a pesar de las dificultades económicas y los desafíos humanitarios originados por el terremoto del 6 de febrero de 2023. Aunque la mayoría de los sondeos de opinión le auguraban un mal desenlace, el presidente turco obtuvo un resultado respetable, consiguiendo el 49,5% de los votos emitidos en la primera vuelta y el 52,16% en la segunda vuelta, con una participación histórica de casi el 90%. El escrutinio parlamentario también se saldó con la victoria de la alianza del partido en el gobierno, que logró cerca del 49,46% de los votos, frente al 35,02% de la Alianza Nacional de la oposición.
Este resultado es aún más sorprendente teniendo en cuenta la duración de la hegemonía ejercida por el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP): su líder, Erdogan, a pesar de estar al mando desde 2003 (como primer ministro y después como presidente de la República desde 2014), apenas parece sufrir el desgaste del poder.
¿Cuáles son los factores que explican la resiliencia del AKP y de su líder a pesar de la fuerte movilización de la oposición para intentar derrotarlos, la inflación masiva, una crisis financiera persistente y la catástrofe desatada por el terremoto? ¿Qué lecciones se pueden extraer de estos comicios?
El nacionalismo, el gran vencedor de las elecciones
Lo primero que hay que señalar es el auge del nacionalismo turco: a la hora de votar, en el electorado pesaron menos las consideraciones económicas (caída del poder adquisitivo o elevada tasa de paro) que las preocupaciones nacionalistas y de seguridad. En efecto, estas elecciones han puesto de manifiesto el lugar central y decisivo que el nacionalismo en todas sus formas (étnico, religioso y de seguridad) ocupa en la escena política y social.
En un contexto regional e internacional tenso, los turcos han votado al candidato que perciben como capaz de garantizar su seguridad. De hecho, los dos conflictos en la puerta de casa (las guerras de Siria y Ucrania) han tenido un importante impacto psicológico en la ciudadanía turca. Al crear un clima de ansiedad, han avivado los temores relativos a la seguridad y han vuelto a despertar los demonios del pasado: desde la disolución del Imperio otomano a manos de las potencias europeas tras el Tratado de Sèvres en 1920, la memoria colectiva de los turcos ha estado atormentada por el “síndrome de Sèvres”, la sensación de estar rodeados y cercados por enemigos que conspiran para destrozar su patria. Esta obsesión por la seguridad explica su voto a favor de Erdogan en el contexto muy específico de la guerra en Siria y en Ucrania. De hecho, para una gran mayoría de turcos, el rais representa la figura del hombre fuerte, el único capaz de garantizar la seguridad de su país frente a los numerosos peligros que lo acechan. Con su retórica belicosa y su postura combativa, Erdogan ha logrado encarnar la imagen del kabadayi, el líder “musculoso” con la valentía necesaria para defender el interés nacional y proteger la patria. El apoyo del candidato ultranacionalista Sinan Ogan a Erdogan en la segunda vuelta de las elecciones demuestra que el mandatario ha ganado en los frentes del nacionalismo y de la “derechización”.
Más allá de la obsesión con la seguridad, el resultado electoral revela la omnipresencia del nacionalismo étnico. La campaña estuvo marcada por la identidad y las divisiones raciales. Así pues, Erdogan, tras establecer una coalición electoral con el Partido de Acción Nacionalista (MHP), de extrema derecha, centró su campaña en el frente kurdo. Multiplicó el número de detenciones y procesos judiciales contra simpatizantes del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), considerados “cómplices” de los “terroristas”, y hasta llegó a proponer despojarles de su nacionalidad turca. Este endurecimiento de su postura parece haber dado sus frutos en las urnas, ya que la mayoría de los turcos sigue mostrándose muy recelosa hacia la comunidad kurda y desconfía de sus tendencias separatistas. Por tanto, estas elecciones han sido un indicador de la creciente crispación basada en la identidad y el nacionalismo étnico en Turquía.
Por último, las elecciones han puesto de manifiesto la importancia de una tercera forma de nacionalismo: el religioso o islamonacionalismo. Se trata de un nacionalismo de combate, envuelto en un discurso religioso, que define a toda la nación como turca y suní desde el punto de vista étnico, y defiende su pertenencia a la civilización y a la religión de la “umma” (la comunidad islámica) en un supuesto choque de civilizaciones entre el mundo oriental musulmán y el mundo occidental cristiano. Durante toda la campaña, Erdogan afirmó ser musulmán suní y promovió el islam como principio fundador del orden social y la política turcos. En cambio, el principal candidato de la oposición, Kılıçdaroglu, no solo defendía el principio del laicismo heredado del kemalismo, sino que también rompió un tabú al afirmar públicamente que pertenecía a la minoría aleví, una comunidad religiosa poco numerosa y estigmatizada desde hace mucho tiempo. Su derrota frente a Erdogan demuestra que la sociedad turca sigue profundamente dividida y polarizada por cuestiones de identidad, y que aún no ha asumido plenamente su diversidad religiosa y confesional.
Erdogan ha sabido apelar al imaginario colectivo turco mediante estas tres formas de nacionalismo en un relato construido en torno a tres fechas simbólicas: 2023, 2053, 2071. El año 2023 señala el centenario de la República; constituye una fecha crucial en la retórica y el programa del AKP, ya que debería señalar el “renacimiento” de Turquía o el nacimiento de una nueva Turquía, en sintonía con la grandeza imperial de su pasado. En su discurso de la victoria en la noche del 28 de mayo, el presidente reelegido anunció el advenimiento del “siglo turco”, un nuevo centenario caracterizado por la consolidación de Turquía como gran potencia. En cuanto a 2053, representa el 600º aniversario de la toma de Constantinopla a manos de Mehmet el Conquistador; al multiplicar las referencias a esta fecha, incluso en su discurso de la victoria, Erdogan ensalzaba el nacionalismo otomano y la herencia islámica de Turquía. Por último, 2071 señala el milésimo aniversario de la batalla de Manzikert en 1071, cuando los turcos selyúcidas derrotaron a los bizantinos, lo que les permitió entrar en Anatolia, en el territorio que ocupa hoy la Turquía moderna. Combinando referencias al pasado otomano, al panturquismo y al nacionalismo republicano, Erdogan practica un nacionalismo “de múltiples registros”, lo que le permite “abarcar un radio muy amplio”, al tiempo que refuerza en los turcos el sentimiento de pertenencia y el orgullo patrio. En este contexto de reactivación de las masas a través del patriotismo, podemos entender el alegato que pronunció durante su discurso de la victoria: “De ahora en adelante, nadie podrá menospreciar a nuestro pueblo ni insultar a nuestra nación”.
La política internacional como telón de fondo
Es necesario hacer otra observación: contrariamente a las previsiones de los analistas que habían estimado que el voto estaría determinado por las preocupaciones económicas y la política interior (refugiados, desempleo y poder adquisitivo), resultó que los votantes se guiaron por consideraciones de política exterior. Los 26 millones de turcos que votaron a Erdogan son conscientes de sus logros en política exterior. Al aplicar una diplomacia proactiva y plantar cara a un Occidente percibido como imperialista y hegemónico, Erdogan y el AKP han robustecido la talla geopolítica de Turquía, y han hecho posible que Ankara se consolide como un protagonista y una potencia a tener en cuenta en la escena internacional. Por ende, han respondido a la sed de reconocimiento y al deseo de independencia y soberanía de una gran parte de la ciudadanía turca que aspira a que su país ocupe un lugar más importante en el equilibrio de fuerzas mundial y adquiera un estatus internacional destacado, digno de su gloria pasada. Para los turcos que votaron a Erdogan, este personifica sus sueños de grandeza y su orgullo nacional renovado.
Consciente de la relevancia del sentimiento nacionalista entre sus conciudadanos, Erdogan basó su campaña en los éxitos de la industria de defensa, que supuestamente representaban la independencia y el poder que Turquía ha recobrado durante su mandato. Así que no es casualidad que el presidente turco inaugurara en plena campaña el TCG Anadolu, el primer portaviones construido en Turquía, diseñado para que puedan despegar y aterrizar aeronaves de combate no tripuladas. Su objetivo era celebrar que Turquía se ha convertido en una potencia militar y en un sujeto autónomo e independiente en las relaciones internacionales, en lugar de un objeto supeditado a las grandes potencias.
Asimismo, cabe señalar que el contexto internacional ha favorecido a Erdogan: estas elecciones tuvieron lugar con la guerra de Ucrania en segundo plano. Y esta guerra ha sido un regalo caído del cielo para Erdogan. Al imponerse como mediador entre Vladimir Putin y Volodymyr Zelensky y haber logrado que las partes en conflicto aceptaran un acuerdo sobre la exportación del grano ucraniano, el presidente turco ha consolidado su talla internacional, lo que ha repercutido en un aumento de su prestigio en su país.
Una sólida base electoral
La tercera observación que puede hacerse es que, a pesar de sus dos décadas de reinado, el AKP y el presidente Erdogan no han experimentado el desgaste del poder. Al contrario, han demostrado que tienen una base electoral sólida que no se erosiona, a pesar de los numerosos desafíos y dificultades a los que se enfrenta el país y que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos turcos.
Esta capacidad de adaptación puede explicarse por dos fenómenos. Por un lado, uno sociológico: el apoyo del electorado al proyecto social-conservador de Erdogan y del AKP. El presidente se ha impuesto el cometido de reintegrar los valores del islam en la sociedad. Para una gran parte de la ciudadanía, apegada al islam tradicional y a los valores familiares y patriarcales, este proyecto pone fin a su sentimiento de marginación cultural por parte de las élites kemalistas, laicas y occidentalistas, que habían controlado durante mucho tiempo el país. En realidad, la fuerza del AKP reside en haber cerrado la brecha entre “turcos blancos y turcos negros”, entre “la élite occidentalizada y la masa conservadora”, al permitir a los grupos modestos y conservadores, despreciados y excluidos durante mucho tiempo del poder, conquistar el Estado y ocupar el centro de la vida política, económica y social. Estas franjas sociales no solo se encuentran en el campo, también habitan en las zonas urbanas y suelen ocupar los barrios periféricos de las grandes ciudades como Estambul o Ankara. Estas poblaciones “neourbanas” constituyen la base electoral inquebrantable del AKP y de Erdogan, a quien deben su ascenso social. Para este sector conservador y tradicionalista, el apoyo al AKP es una cuestión existencial: una derrota del partido en el poder podría desembocar en un regreso al viejo orden, es decir, al dominio de las élites kemalistas, que les harían perder su condición social.
Por otra parte, la resiliencia del partido y del presidente se explica por la economía política. El AKP y su líder han puesto en marcha políticas sociales y una política económica que favorecen su profundo arraigo en la sociedad y consolidan de forma duradera su poder. Por ejemplo, las redes que el AKP ha sabido tejer con las ONG, las empresas y las asociaciones de empresarios son fundamentales para su éxito electoral.
Fundamentalmente, Erdogan ha puesto en marcha mecanismos de fidelización de la población a través de un sistema de asistencia totalmente controlado por el partido-Estado. Una parte del electorado se siente en deuda con el AKP y con el presidente por haber mejorado su condición de vida y su acceso a los servicios, lo que la empuja a seguir votando por la coalición en el poder en una lógica transaccional. Esto explica por qué, en contra de todos los pronósticos, Erdogan se ha impuesto en provincias industrializadas como Kayseri y Konya, pero también en otras muy desarrolladas como Bursa. Además, está muy igualado con el candidato de la oposición en Estambul y Ankara. De modo que, lejos de representar únicamente a la Turquía “rural”, “periférica”, “tradicionalista” y “empobrecida”, Erdogan domina en una gran parte del país gracias a los servicios que su partido brinda a sus ciudadanos, y que crean una dinámica de lealtad y clientelismo.
El carisma del líder
A pesar de llevar dos décadas en el poder, el rais sigue atrayendo y estimulando a las masas. Erdogan encarna el “poder carismático” en el sentido weberiano del término: un líder al que su pueblo percibe como un hombre dotado de talentos extraordinarios, cualidades prodigiosas y gran heroísmo que hacen de él un “hombre providencial”.
Este carisma se vuelve aún más eficaz en tiempos de crisis: cuando el pueblo experimenta ansiedad, temores e incertidumbres, tiende a apegarse más al líder carismático, al que perciben como su salvador y protector. Este fenómeno explica la popularidad intacta de Erdogan y el AKP en las zonas afectadas por el terremoto. Contrariamente a los pronósticos, alcanzaron allí su puntuación más alta. En Kahramanmaras, epicentro del seísmo, el 72% de los electores votaron a Erdogan, superando en 10 puntos el resultado de 2018. En primer lugar, esto se debe a un cierto fatalismo: las clases humildes tradicionalistas que viven en las zonas devastadas explican el terremoto como un dictado del destino (si está escrito, no se puede hacer nada; no es responsabilidad del partido en el poder). En segundo lugar, porque en tiempos difíciles, las clases humildes ven en Erdogan la figura del “padre”, el único capaz de tranquilizarlas y protegerlas igual que un padre protege a su familia. Paradójicamente, el seísmo ha consolidado la influencia de Erdogan y del AKP en las zonas afectadas, en lugar de socavarla.
En resumen, Erdogan y su partido han ganado estas elecciones no solo porque controlan los recursos del Estado, sino también, y sobre todo, porque exaltan el nacionalismo arraigado en la sociedad y presentan un proyecto de sociedad claro que representa las aspiraciones y los sueños de una parte de la población, a diferencia de la variopinta oposición cuyo proyecto se define de forma vaga a fin de ocultar las diferencias fundamentales entre sus distintos componentes. Sobre todo, Erdogan y su partido son resistentes porque, en tiempos de dificultad, los ciudadanos sufren miedos y ansiedades existenciales que les impulsan a apoyar al bloque gobernante como estrategia de supervivencia.
El período poselectoral: retos y perspectivas
Erdogan ha salido de las elecciones reforzado; el empate en la votación y la celebración de una segunda vuelta contribuyeron a acrecentar su legitimidad. Por tanto, su vic-toria fue una victoria con sabor a venganza: a pesar de los “complots” de los “enemigos de dentro y de fuera” para derrocarle, se mantuvo en el poder por voluntad del electorado. Este triunfo fue todavía más “revanchista” porque tuvo lugar en una fecha simbólica: la víspera del 29 de mayo, día que señala la toma de Constantinopla y el fin del Imperio bizantino. Mediante un efecto telescópico, Erdogan percibe su victoria electoral como una “reconquista de Estambul”, o incluso de Turquía, que supuestamente representa el primer paso hacia una transformación profunda del país, en el sentido de la reafirmación de su poder, la reconciliación con su identidad musulmana y la recuperación de la gloria otomana del pasado.
Este resultado ha allanado el camino al erdoganismo: un sistema de gobierno caracterizado por el dominio indiscutible del líder, el culto a la personalidad y la confusión entre el Estado, la nación y el líder político a medida que la institucionalización da paso a una personalización del poder. Erdogan reduce la democracia a la regla de la mayoría y se ve a sí mismo como el único depositario de la voluntad nacional, cuyo control monopoliza. Como encarnación de la mayoría y, por tanto, de la “nación”, cree que debe imponer su visión de la sociedad y reprimir cualquier voz disidente. Este sistema de gobierno corre el riesgo de acentuar la aguda polarización del país y avivar las divisiones étnicas (entre turcos y kurdos), religiosas (entre suníes y alevíes) y culturales (entre modernistas y conservadores).
Al día siguiente de las elecciones, se perfilaba una Turquía profundamente dividida: Erdogan ganó por solo un 4% de los votos frente al candidato de la oposición; casi el mismo número de votantes se movilizaron a su favor como en su contra. Para garantizar la paz y la cohesión social, el presidente debe analizar el resultado de estas elecciones con prudencia y cordura, y debe embarcarse en una política conciliadora para unir en lugar de dividir aún más a una sociedad ya fracturada de por sí. Además, Erdogan tiene dos grandes retos: en el frente interno, la recuperación de una economía debilitada por la inflación, la devaluación de la libra, el desempleo y la fuga de inversiones, así como la reconstrucción de las regiones devastadas por el terremoto; en el frente exterior, salir del callejón sin salida sirio encontrando una vía para estabilizar el noreste de Siria y resolver la cuestión del retorno de los refugiados. Para hacer frente a estos retos es necesario volver al pragmatismo y aliviar las tensiones con los socios occidentales (OTAN y UE) y orientales (petromonarquías del Golfo) para crear las condiciones de una cooperación mutuamente beneficiosa basada en una lógica transaccional. Erdogan solo podrá construir su legado y pasar a la historia como un verdadero “padre” de la Turquía moderna si encuentra soluciones a los numerosos retos y problemas a los que el país se enfrenta./
aranza