Trascendental
La Muerte para el Pecado
Dom Columba Marmion
La muerte para el pecado fruto primero de la gracia bautismal, primer aspecto de la vida cristiana
Por su simbolismo y por la gracia que produce, el Bautismo, como lo indica San Pablo, imprime en toda nuestra existencia un doble carácter de «muerte para el pecado» y de «vida para Dios»: Es el cristianismo, propiamente hablando, una vida, no cabe duda: «Vine para que tengan vida», nos dice Nuestro Señor; es la vida diviua, que de la humanidad de Cristo, donde reside en toda su plenitud, rebosa a cada una de las almas. Ahora bien, esta vida no se desenvuelve en nosotros sin esfuerzo; su desarrollo presupone la destrucción previa de lo que a ella se opone, esto es, el pecado; el pecado es el obstáculo que impide la vida divina; pone trabas a su desarrollo y aun a su permanencia en nuestras almas.
Pero, me diréis, ¿acaso no destruyó el Bautismo al pecado en nosotros? -Cierto que sí; borra el pecado original, y tratándose de adultos, también los pecados personales; y aun remite las deudas del pecado, y produce en nosotros «la muerte para el pecado». Según los designios de Dios, de una manera definitiva, de suerte que no debcmos recaer más «en la servidumbre del pecado».
El Bautismo, sin embargo, no desarraiga la concupiscencia; ese foco de pecado perdura en nosotros, porque Dios así lo quiso, para que nuestra libertad pudiera ejercitarse en la lucha y el combate, y de ese modo lográsemos, según frase del Concilio Tridentino, «una amplia cosecha de méritos» (Catecismo, c. XVI). La muerte para el pecado, comenzada en el Bautismo, es para nosotros condición de vida; debemos seguir cohibiendo todo lo posible la acción de la concupiscencia, pues sólo con esta condición, y en el grado mismo en que renunciemos al pecado, a sus hábitos y sus ligaduras, se desenvolvera en nuestra alma la vida divina.
Uno de los medios para llegar a esta destrucción necesaria del pecado consiste en tenerle odio y en no pactar con él, como no se pacta con un enemigo a quien se odia.
Para llegar a este odio del pecado, sería menester que conociéramos su profunda malicia e infernal fealdad. Mas, ¿quién podrá conocer debidamente la malicia del pecado? -Para ello sería preciso conocer al mismo Dios, a quien el pecado ofende; por eso exclama el Salmista: «¿Quién comprende lo que es el pecado?» (Sal 18,13).
Tratemos, con todo, de formarnos alguna idea de él aunque sea borrosa, a la luz de la razón, y sobre todo de la Revelación. Supongamos a un cristiano que comete a sabiendas un pecado grave: que viola deliberadamente, en materia grave, uno de los Mandamientos de la Ley de Dios. ¿Qué hace esa alma? ¿Qué le sucede? -Pues, sencillamente, desprecia a Dios; se alista en las filas de los enemigos de Cristo para darle muerte, y, por otra parte, destruye en sí misma la vida divina: éste es el fruto del pecado.
1. El pecado mortal, desprecio en la práctica de los derechos y perfecciones de Dios; causa de los padecimientos de Cristo
El pecado, se ha dicho, es el mal de Dios.
Este término, como sabéis, no es estrictamente exacto, y sólo se ajusta a nuestro modo de hablar, pues el padecimiento es incompatible con la divinidad. El pecado es el mal de Dios, en el sentido de que es la negación, por parte de la criatura, de la existencia de Dios, de su verdad, de su soberanía, de su santidad, de su bondad. ¿Qué hace, en efecto, el alma de que os hablé, al cometer libremente una acción contraria a la Ley de Dios? -Prácticamente niega que Dios sea la soberana sabiduría y tenga autoridad para poder legislar; niega de hecho la santidad de Dios y rehusa tributarle la adoración que le es debida; en la práctica, niega su Omnipotencia, y su derecho a reclamar obediencia de seres que todo lo recibieron de El; no reconoce, además, su bondad suprema, digna de ser preferida a todo lo que no sea ella; rebaja a Dios y le coloca en grado inferior a la criatura. Non serviam! «No os reconozco, ni os he de servir» el alma pecadora repite estas palabras del rebelde en el día de su rebelión. ¿Las profiere acaso verbalrnente? -No, siempre, por lo menos, no; no lo quisiera tal vez, pero lo dice a gritos con sus actos. El pecado es la negación práctica de las perfecciones divinas, el desprecio práctico de los derechos de Dios; prácticamente, si no lo hiciera imposible la naturaleza de la divinidad, el alma pecadora heriría la majestad y la bondad infinitas: destruiría a Dios.
¿No es precisamente esto lo que ha sucedido? ¿No llegó el pecado hasta dar muerte a Dios, cuando Dios asumió una naturaleza humana?
Ya dijimos cómo los padecimientos y la Pasión de Cristo constituyen la revelación más sorprendente del amor divino: «Ningún amor supera a este amor» (Jn 15,13). Igualmente no hay revelación más impresionante de la inmensa malicia del pecado.- Contemplemos con fe, durante algunos instantes, los dolores que el Verbo encarnado hubo de soportar cuando llegó la hora de expiar el pecado; difícilmente podremos sospechar hasta qué abismos de padecimientos y humillaciones le hizo descender el pecado. Cristo Jesús es el propio Hijo único de Dios; objeto de las complacencias del Padre; su Padre nada desea tanto como su glorificación: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (ib. 12,28); está lleno de gracia, sobrenadando en gracia; es un pontífice inocente; si bien es verdad que se nos asemeja, no conoce, con todo ello, el pecado; ni siquiera la menor imperfección: «¿Quién, preguntaba a los judíos, me podrá redarguir de pecado?» (ib. 8,46). «El príncipe del mundo, esto es, Satanás, nada encontrará en mí que le pertenezca» (ib. 14,30). Tan cierto es esto, que sus más encarnizados enemigos, los fariseos, escudriñaron inútilmente en su vida, examinaron su doctrina, espiaron también, como sólo es capaz de hacerlo el odio, todos sus actos y palabras, y no pudieron encontrar motivo alguno para condenarle; y para inventar un pretexto, fue necesario acudir a falsos testigos. Jesús es la pureza misma, el «reflejo de las perfecciones infinitas de su Padre, el esplendor fulgurante de su gloria» (Heb 1,3).
Mas ved, esto no obstante, cómo trató el Padre a tal Hijo, llegado el momento en que Jesús saldaba por nosotros la deuda debida a la divina justicia por nuestros pecados. Ved cómo ha sido maltratado este «Cordero de Dios» que ha ocupado el lugar de los pecadores.- Quiso el Padre Eterno, con ese querer al que nada resiste, destrozarlo con los padecimientos (Is 53,10). En el alma santa de Jesús se agolpan oleadas de tristeza, de tedio, de temor y de fatiga hasta el punto de cubrirse su cuerpo inmaculado de un sudor de sangre; está tan «turbado y oprimido por el torrente de nuestras iniquidades» (Sal 17,5), que ante la repugnancia experimentada por su naturaleza sensible, pide a su Padre que le exima de tener que beber el cáliz de amargura que se le presenta. «¡Padre mío! ¡Si es posible, aparta de mí este cáliz!» La víspera, en la última Cena, no hablaba de este modo. «Quiero», decía entonces a su Padre, pues es su igual; pero ahora, la vergüenza con que le cubren los pecados de los hombres, que El tomó sobre Sí, embarga toda su alma, y cual si fuera un criminal, dirige esta humilde súplica: «Padre, si es posible...»
Pero el Padre no lo quiere; es la hora de la justicia, la hora en que ha de entregar a su Hijo, a su propio Hijo, cual si fuera un juguete, al poder de las tinieblas. «Esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Traicionado por uno de sus Apóstoles, abandonado de los otros, renegado por el jefe de todos ellos, Jesucristo se convierte, en manos de la chusma, en objeto de burlas y de ultrajes; vedle, a El Dios Todopoderoso, abofeteado; su adorable rostro, alegría de los santos, cubierto de salivazos; se le flagela, atraviesan su frente y su cabeza con punzante corona de espinas; por escarnio se le coloca un manto de púrpura sobre los hombros, se le pone una caña en la mano, y luego, la soldadesca dobla la rodilla ante El con insolente mofa. ¡Qué cúmulo de ignominias soportó Aquel ante quien tiemblan los ángeles! ¡Contempladle! ¡El Dueño del mundo, tratado de malhechor, de impostor, puesto en parangón con un insigne criminal que obtiene las preferencias de las turbas !Vedle puesto fuera de la ley, condenado y clavado en la cruz, entre dos ladrones, soportando los dolores de los clavos que atraviesan sus miembros la sed que le tortura; y ved al pueblo a quien colmó de tantos beneficios menear la cabeza en señal de desprecio y proferir airados sarcasmos contra su víctima: «¡Mirad: ha salvado a los otros, y no puede salvarse a Sí mismo! Baje de la cruz, y entonces, pero entonces solamente, creeremos en El». ¡Qué de humillaciones y de oprobios!
Contemplemos el cuadro aterrador, dibujado y descrito con muchos siglos de antelación por el profeta Isaías, de las torturas de Cristo; ni un solo verso se le puede quitar; es preciso leerlos en su totalidad, pues todos están cargados de sentido:
«Muchos se han quedado estupefactos al verle; tan desfigurado estaba. Su aspecto no era el de un hombre, ni su rostro semejante al de los hijos de los hombres; carecía de figura y de belleza que pudieran atraer nuestras miradas, y de toda apariencia capaz de excitar nuestro amor; veíasele despreciado y abandonado de los hombres; varón de dolores, visitado por el padecimiento, objeto tan repugnante, que ante El todos se tapan la cara; era el blanco del desprecio, sin que para nada hiciéramos caso de El. Verdaderamente iba cargado de nuestros dolores, en tanto que le teníamos por un hombre castigado, dejado de la mano de Dios y sometido a las humillaciones. Ha sido atravesado por nuestros pecados y quebrantado a causa de mlestras iniquidades; sobre El hizo el Señor recaer la iniquidad de todos nosotros; se le maltrata, y El se somete al padecimiento, y ni abre en queja la boca, semejante al cordero que es conducido al matadero, o a la oveja muda ante sus esquiladores. Injustamente ha sido condenado a muerte, y nadie entre los de su generación paró mientes en que desaparecia del número de los vivos, ni en que padecía a causa de los pecados de su pueblo. Porque plugo a Dios quebrantarle con el padecimiento» (Is 53,2 ss.).
¿No basta lo dicho? No, aun hay más: nuestro divino Salvador no ha apurado aún la copa del dolor.- ¡Contempla, alma mía, contempla a tu Dios colgado en la cruz; no tiene ni siquiera aspecto de hombre; hase convertido en «el desecho, en el objeto del desprecio de un populacho enfurecido»: «Soy un gusano y no un hombre; oprobio de los hombres y desecho de la plebe» (Sal 21,7). Su cuerpo es una llaga, y su alma está como fundida y derretida por el continuo padecer y los desprecios. Y en ese momento, nos dice el Evangelio, Jesús lanzó un profundo gemido: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» Jesús se ve abandonado de su Padre... Nunca llegaremos a saber qué abismo tan profundo de atroz tortura supone este abandono de Cristo por su Padre; hay en ello un misterio que ningún alma podrá nunca sondear. ¡Jesús abandonado por su Padre! ¿Acaso hizo otra cosa durante toda su, vida que cumplir la adorable voluntad del Padre? ¿No ha llevado a cabo fielmente la misión que recibiera de manifestar su nombre al mundo? «He dado a conocer tu nombre a los hombres» (Jn 17,6). Por ventura, ¿no fue el amor -«para que conozca el mundo que amo al Padre» (ib. 14,31)- lo que le decidió a entregarse? Sin duda algna. Entonces, ¿por qué, Padre Eterno, atormentáis así a vuestro amado Hijo? -«A causa del pecado de mi pueblo» (Is. 53,8). Desde el momento en que Jesucristo se ha entregado por nosotros a fin de dar plena y entera satisfacción por nuestras culpas, el Padre ya no ve en El sino el pecado de que se revistió, hasta tal punto, que «parecía que el verdadero pecador era El». «Al que no había conocido pecado, le transformó en pecado» (2Cor 5,21); entonces llega a convertirse en «un maldito» (Gál 3,13); le abandona su Padre, y aun cuando en las esferas superiores de su ser conserva Cristo la alegría inefable de la visión beatífica, semejante abandono por parte del Padre sume al alma de Jesús en un dolor tan profundo, que le arranca este grito de insondable angustia: «¡Dios mío! ¿Por qué me habéis abandonado?» La justicia divina, dispuesta a castigar el pecado de los hombres, «se ha lanzado a manera de torrente impetuoso sobre el propio Hijo de Dios»: «No perdonó a su propio Hijo, entregándole por todos nosotros» (Rm 8,32).
Si queremos ahora saber lo que piensa Dios del pecado no tenemos sino contempiar a Jesús en su Pasión. Cuando veo a Dios castigar a su Hijo, a quien ama infinitamente, con la muerte en cruz, comienzo a comprender lo que es el pecado a los ojos de Dios. ¡Oh! Si pudiéramos comprender, con el auxilio de la oración, todo el significado de este hecho: que durante tres horas estuvo Jesús suplicando con gritos al Padre: «Padre, si es posible, aparta de Mí este cáliz», y que la respuesta del Padre fue siempre: «¡No!»; si entendiéramos que Jesús ha tenido que pagar nuestra deuda hasta con la última gota de su sangre; que «a pesar de sus gemidos y gritos de angustia, a pesar de su llanto» (Heb 5,7), Dios «no le perdonó»; si pudiéramos comprender todo esto, ¡ah, entonces sí que tendríamos un santo horror al pecado!
¡Cómo nos revela la malicia y fealdad del pecado todo ese conjunto de oprobios, ultrajes y humillaciones por que hubo de pasar el alma de Jesús! ¡Cuán poderosa tenía que ser la repugnancia y cuán grande el odio de Dios al pecado para castigar a Jesús más allá de toda ponderación, hasta aniquilarle bajo el peso del padecimiento y de la ignominia!
El alma que comete deliberadamente el pecado, aporta su parte a esos dolores y ultrajes que llueven sobre Cristo; contribuye a acibarar el cáliz que se presenta a Jesús durante la agonía; se suma a Judas para traicionarle a la soldadesca, para cubrir el rostro divino de salivazos, vendarle los ojos y darle golpes en la cara; a Pedro, para renegar de El; a Herodes, para convertirle en objeto de mofa y escarnio; a la turba, para reclamar insistentemente su muerte; a Pilatos, para condenarle cobardemente por medio de una sentencia inicua; acompaña asimismo a los fariseos, que escupen sobre Cristo agonizante todo el veneno de su odio insaciable; a los judíos que se mofan de El y le zahieren con sarcasmos; finalmente, ella es la que, para calmarle la sed, ofrece a Jesús, en el instante supremo, hiel y vinagre. Eso hace el alma que rehúsa someterse a la ley divina; causa la muerte del Unigénito de Dios, la muerte de Jesucristo. Si alguna vez tuvimos la desgracia de cometer voluntariamente un solo pecado mortal, nosotros fuimos esa alma... y con razón podemos decir: «La Pasión de Jesús es obra mía. ¡Oh Jesús, clavado en la cruz, tú eres el Pontífice santo, inmaculado, la víctima inocente y sin mancha, y yo... yo soy un pecador!...»
2. El pecado mortal destruye la gracia, principio de la vida sobrenatural
El pecado, además, mata la vida divina en el alma, rompe la unión que deseaba Dios establecer con nosotros.
Ya dijimos que Dios quiere comunicársenos de un modo que sobrepuja las exigencias de nuestra naturaleza: Dios quiere darse a sí mismo, no solamente como objeto de contemplación, sino también como objeto de unión; realiza esta unión en el mundo, presupuesta la fe, por la gracia. Dios es amor; el amor propende a unirse con el objeto amado; mas para ello requiere que el objeto amado se haga una cosa con él, y en eso consiste el divino amor.
Lo propio pasa con el amor que Cristo nos profesa; el Padre le envía «para que se nos dé»: «Tanto amó Dios al mundo que entregó por él a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16). Y Cristo viene al mundo para dársenos y dársenos sobreabundantemente, según conviene a Dios: «Vine para que tengan vida y cada vez más abundante» (ib. 10,10).
Y encarga a sus discípulos que «permanezcan en El» (ib. 15,4). Y para llevar a cabo esta unión, nada le arredra: ni las humillaciones de la cuna, ni las oscuridades y sinsabores de la vida pública, ni los dolores de la cruz, para completar esa unión, instituye los sacramentos, establece la Iglesia, nos da su Espíritu.- Por su parte, cuando contempla todas estas divinas prevenciones, el alma se apresta a corresponder para unirse al soberano bien.
Mas he aquí que el pecado constituye de suyo un obstáculo invencible para la unión. «Vuestras iniquidades se interponen entre vosotros y vuestro Dios» (Is 59,2). ¿Por qué? -Según la definición de Santo Tomás, el pecado consiste en «apartarse de Dios para volverse a la criatura» [aversio a Deo et conversio ad creaturam. I-II, q.87, a.4]. Es un acto conocido, querido, por el cual el hombre se aparta de Dios, su creador, su redentor, su padre, su amigo, su fin último, anteponiéndole a El una criatura cualquiera. Ese acto presupone siempre una elección, la mayor parte de las veces implícita, pero al fin elección, y en cuanto de nosotros depende, entre Dios y la criatura concedemos preferencia a la criatura, momentáneamente al menos, y puede sucedernos que la muerte nos fije para siempre en lo elegido.
He aquí, por tanto, lo que es el pecado mortal deliberado: una elección, llevada a cabo premeditadamente. Es algo así como si se dijera a Dios: «Dios mío, sé que prohibís tal cosa y que al hacerla he de perder vuestra amistad; pero a pesar de eso lo haré». Desde luego comprenderéis cuán opuesto es de suyo el pecado mortal a la unión con Dios; no se puede, por un mismo acto, unirse a alguien y separarse de él. «Nadie, dice Nuestro Señor, puede servir a dos señores (Lc 16,13); amará al uno y odiará al otro». El alma que da entrada al pecado grave, prefiere libremente la criatura y la propia satisfacción a Dios mismo y a la ley de Dios; la unión con Dios queda enteramente rota, y destruida la vida divina, semejante alma se hace esclava del pecado (Jn 18,34). El esclavo del pecado no puede ser servidor de Dios; entre Belial y Jesús, entre Cristo y Lucifer, hay absoluta incompatibilidad (2Cor 6, 14-16). Siendo Jesucristo fuente de santidad, comprenderéis también que el alma que se aparta de El por el pecado mortal, se aparta de la vida: el alma, que no tiene vida sobrenatural sino mediante la gracia de Crísto, llega a ser por el pecado rama muerta, que no recibe la savia divina; por eso el pecado, que rompe totalmente la unión establecida por la gracia, se llama mortal. Veis, pues, que es para nosotros un mal, el mal opuesto a nuestra verdadera felicidad: «Aquel que ama la iniquidad es verdadero enemigo de su alma» (Sal 10.6). El pecado, que destruye en nosotros la vida de la gracia. nos hace incapaces de todo mérito sobrenatural; tal alma no puede merecer cosa alguna de condigno en riguroso y estricto derecho, como aquel que posee la gracia, ni aun siquiera poder tornar a Dios; si Dios le da la contrición, es por misericordia, porque tiene a bien inclinarse hacia la criatura caída. Como sabéis, toda la actividad de un alma en estado de pecado mortal resulta estéril, aunque por otra parte, aparezca brillante a los ojos del mundo, en el orden natural; sarmiento seco, que no recibe por culpa suya la savia divina de la gracia, el mismo Jesucristo compara al alma que permanece en este estado «con el leño seco que sólo vale para echarlo al fuego a fin de que se consuma en él» (Jn 15,6).
3. Expone el alma a la privación eterna de Dios
Os he dicho que Cristo invoca siempre a su Padre en favor de sus discípulos a fin de que abunde en ellos la gracia: «Vive eternamente para rogar por nosotros» (Heb 7,25). Pero el alma que permanece en el pecado, no pertenece ya a Cristo, sino al demonio, pues Satanás ocupa el lugar de Cristo, y el demonio, muy al contrario de Cristo, se constituye ante Dios en acusador de esta alma: «Es mía», dice a Dios; la reclama noche y día porque efectivamente le pertenece: «Acusador de nuestros hermanos, los acusaba sin descanso, día y noche, ante el trono del Señor» (Ap 12,10).
Suponed ahora que la muerte sorprende a dicha alma sin que tenga tiempo de reconciliarse. Tal suposición no es infundada, puesto que Nuestro Señor mismo nos advierte que vendrá «como un ladrón, cuando menos lo pensemos» (ib. 3,3). El estado de aversión de Dios se hace entonces inmutable: la depravada disposición de la voluntad, fija ya en su objeto, no puede cambiarse; el alma no puede ya tornar al bien último del cual se ha separado para siempre [+Santo Tomás, IV Sentent. 50,9, q.2, a.1; q.1], la eternidad no hace más que ratificar y confirmar el estado de muerte sobrenatural, libremente elegido por el alma que se aparta de Dios. No es ya tiempo de prueba y misericordia; es la hora del juicio y de la justicia. Dios entonces «es el Dios de las venganzas» (Sal 93,1). Y esa justicia es terrible, porque Dios, que reivindica entonces sus derechos hasta aquel momento desconocidos y obstinadamente despreciados, a pesar de tantas treguas y divinos llamamientos, tiene la mano poderosa. «Porque Dios es vengador poderoso» (Jer 51,56).
Jesucristo, para bien de nuestras almas, ha querido revelarnos esta verdad: Dios conoce todas las cosas en su intimidad y esencia, y las juzga por lo mismo infaliblemente con infinita exactitud: «Hay peso y medida en los juicios de Dios» (Prov 16,11), porque lo juzga todo desapasionadamente (Sab 12,18). Dios es la sabiduría eterna, que lo regula todo con peso y medida; es la bondad suprema; aceptó las satisfacciones abundantes que ofreció Jesús sobre la cruz por los crímenes del mundo.
Con todo, al llegar la hora de la eternidad, Dios persigue con odio al pecado en los tormentos sin fin, en aquellas tinieblas, donde, según la afirmación de nuestro benditísimo Salvador, no hay más que llanto y crujir de dientes (Mt 22,13); en aquella gehena, donde no se extingue el fuego (Mc 9,43); donde Cristo nos mostraba al rico malvado y de corazón duro suplicando al pobre Lázaro que depositase sobre sus labios consumidos por el ardor de las llamas la extremidad del dedo humedecido en el agua, «porque padecía crudelísimamente» (Lc 16,24). Tal y tan grande es el horror que inspira a Dios, cuya santidad y poder son infinitos, el «¡No!» con que la criatura ha respondido con toda deliberación y obstinadamente a sus mandamientos; esta criatura, ha dicho el mismo Jesús, irá al suplicio eterno (Mt 25,46).
[Esa palabra odio no indica un sentimiento existente en Dios, sino el resultado moral producido por la presencia de Dios en la criatura fijada para siempre en el estado de pecado y de rebelión contra la ley divina; el odio de Dios es el ejercicio de su justicia. Es el ejercicio de las leyes eternas que siguen su libre curso].
Esta pena de fuego, que jamás se extingue, es por cierto terrible; pero, ¿qué comparación tiene con la de verse privado para siempre de Dios y de Cristo? ¿Qué comparación tiene con aquel sentirse arrastrado con toda la energía natural de su ser hacia el goce divino, y verse eternamente rechazado? La esencia del infierno es aquella sed inextinguible de Dios, que atormenta al alma creada por El y para El. Aquí abajo, el pecador puede apartarse de Dios, ocupándose en las criaturas; pero una vez en la eternidad se encuentra solamente frente a Dios, y esto para perderle para siempre. Sólo los que saben lo que es el amor de Dios pueden comprender lo que es perder el bien infinito: ¡tener hambre y sed de la bienaventuranza infinita y no poseerla jamás! «Apartaos de Mí, malditos (ib. 25,41), dice el Señor; no os conozco» (ib. 25,12); «os he llamado a participar de mi gloria y bienaventuranza; quería colmaros de toda bendición espiritual (Ef 1, 1-3), para ello os he dado a mi Hijo, le he ungido con la plenitud de la gracia para que se desbordase hasta vosotros; El era el camino que debía conduciros a la verdad y encaminaros a la vida; aceptó morir por vosotros, os dio sus méritos y satisfacciones os legó la Iglesia, os dejó su Espíritu; y, ¿qué cosa he dejado de daros con El, para que pudieseis un día participar del eterno banquete que he preparado para gloria de este mi Hijo muy amado? Tuvisteis años para disponeros y no habéis querido, habéis despreciado, insolentes, mis misericordiosas ofertas; habéis rechazado la luz y la vida. Pasó ya la hora, retiraos, sed malditos, porque no os asemejáis a mi Hijo; no os conozco, porque no lleváis en vosotros sus rasgos; no hay cabida en su reino sino para los hermanos que se le asemejan por la gracia; apartaos; id al fuego eterno preparado para el demonio y para sus ángeles, puesto que habéis elegido al demonio por el pecado y lleváis en vosotros la imagen de tal padre» (Jn 8,44,y 1Jn 3,8). «No os conozco. ¡Qué sentencia! ¡Qué tormento oír palabras semejantes de boca del Padre Eterno!: «¡No os conozco, malditos!».
Entonces, dice Jesús, los pecadores exclamarán desesperados: «Caed, collados sobre nosotros; montañas, cubridnos» (Lc 23,30); mas todos aquellos condenados, separados para siempre de Dios por el pecado, son entregados para ser presa viva del gusano roedor del remordimiento, que nunca muere, del fuego que no se extingue jamás; presa del poder de los demonios encarnizados con rabia y ahora ya con entera libertad, contra sus víctimas, torturadas por la más trágica y horrible desesperación. Bien a pesar suyo deberán repetir aquellas palabras de la Escritura, cuya evidencia, para ellos aterradora, comprenden a la luz de la eternidad: «Señor, tú eres justo, tus mandamientos son rectos» (Sal 118,137); hallan en sí mismos la justificación de tales juicios (+ib. 18,10). La condenación que pesa sobre nosotros y que no tendrá fin es obra nuestra, es resultado de un acto libre de nuestra voluntad; luego nos hemos equivocado» (Sab 5,6).
¡Oh, cuán gran mal es el pecado que destruye en el alma la vida divina y acumula en ella tantas ruinas y la amenaza con tan grandes castigos! Si una sola vez hemos cometido un pecado mortal deliberado, ya hemos merecido ser estabilizados para toda la eternidad en esa elección del mal, por nosotros preferido; puesto que no ha sido así, motivo tenemos para decir a Dios: «Tu misericordia, Señor, es la que me ha salvado» (Jer 3,22).
El pecado es el mal de Dios, quien, porque es santo, lo condena de esta suerte por toda la eternidad. Si de veras amásemos a Dios, compartiríamos la aversión que El siente contra el pecado: «Los que amáis a Dios, odiad al mal» (Sal 96,10). Escrito está de Nuestro Señor: «Has amado la justicia y aborrecido la iniquidad» (ib. 44,8). Pidámosle, sobre todo en la oración al pie del crucifijo, que nos comunique ese aborrecimiento del único verdadero mal de nuestras almas.
No es mi ánimo querer cimentar nuestra vida espiritual sobre el temor de los castigos eternos, pues, como dice San Pablo, no hemos recibido el espíritu de temor servil, el espíritu del esclavo que tiene miedo al castigo, sino el espíritu de adopción divina. Con todo, no olvidéis que Nuestro Señor, cuyas palabras, como El mismo dice, son todas principio de vida (Jn 6,64) para nuestras almas, nos recomienda el temor, no de los castigos, sino del Todopoderoso, que puede perder para siempre «en el infierno» nuestro cuerpo y nuestra alma. Y notad bien que cuando Nuestro Señor inculca a sus discípulos este temor de Dios, lo hace porque son «sus amigos» (Lc 12,4), les da una prueba de amor, haciendo nacer en ellos este saludable temor. La Sagrada Escritura llama «bienaventurados a aquellos que temen al Señor» (Sal 111,1), y hay muchas páginas sagradas llenas de semejantes elogios. Dios nos pide este homenaje de santo temor filial lleno de reverencia, y no faltan, a pesar de ello, malvados cuyo odio a Dios raya en locura y querrían desafiar al Todopoderoso. Hubo un ateo que decía: «Si hay Dios, me atrevo a soportar su infierno por toda la eternidad, antes que doblegarme ante El». ¡Insensato, no sería capaz de aproximar un dedo a la llama de una bujía sin tener al instante que retirarlo! Ved también cómo insistía San Pablo con los cristianos para que se guardasen de todo pecado. Conocía las incomparables riquezas de misericordia que Dios atesora para nosotros en Jesucristo. «Rico en misericordias» (Ef 2,4); nadie las ha cantado mejor que él; nadie como él ha sabido alentar nuestra flaqueza recordándonos el poder triunfante de la gracia de Jesús; nadie como él ha sabido, además, hacer nacer en las almas tanta confianza en la sobreabundancia de los méritos y satisfacciones de Cristo, y, con todo, habla del pavor que el alma experimenta después de haber resistido con obstinación a la ley divina, cuando el último día cae en manos del Dios vivo (Heb 10,31). ¡Oh Padre celestial, líbranos del mal!...
4. Peligro de las faltas veniales
¿Por qué hablaros, me diréis, de esta manera? ¿No tenemos por ventura horror al pecado? ¿No tenemos acaso la dulce confianza de no hallarnos en ese estado de apartamiento de Dios? Verdad es; y puesto que vuestra conciencia os da ese íntimo testimonio, dirigid abundantes acciones de gracias al Padre, que os ha trasladado del reino de las tinieblas al de su Hijo (Col 1,13); que os ha dado parte, por medio de su Hijo, en la herencia de los santos, en la luz eterna (ib. 12-13). Regocijaos también de que os haya librado Jesús de la ira venidera El, pues por la gracia, dice San Pablo estáis salvados en esperanza (1Tes 1,10) es más, tenéis prenda segura de la vida bienaventurada (Rm 8,24). Sin embargo de ello, hasta que no resuene la palabra de Jesús: «Venid, benditos de mi Padre», sentencia dichosa, que fijará nuestra permanencia en Dios para siempre, tened presente que lleváis en vasos frágiles este tesoro de la gracia. Nuestro Señor mismo nos invita a velar y orar, porque el espíritu está pronto, pero la carne es flaca (Mt 26,41). No sólo hay caídas mortales, existe también -y aquí tocamos un punto muy importante- el peligro de las faltas veniales.
Verdad es que las faltas veniales, aun repetidas, no impiden por sí mismas la unión fundamental y esencial con Dios, pero, con todo, entibian el fervor de esta unión, porque constituyen un principio de apartamiento de Dios, que nace de cierta complacencia en la criatura, de cierta debilidad en la voluntad, de una disminución de nuestro amor para con Dios. En esta materia es menester hacer una distinción; hay faltas veniales en las que nos deslizamos como por sorpresa, que son resultado las más de las veces de nuestro temperamento, que sentimos y procuramos evitar; son faltas o miserias que no impiden en modo alguno que el alma se halle en un grado elevado de unión divina; estas faltas se nos remiten por un acto de caridad, con una buena comunión; y, además, nos mantienen en la humildad. [«No se puede dudar que la Eucaristía remite y perdona los pecados leves que ordinariamente llamamos veniales. Todo cuanto ha perdido al alma, arrastrada por el ardor de la concupiscencia, en orden a la vida de la gracia, cometiendo faltas leves, devuélvelo el Sacramento borrando esas manchas... Así y todo, esto sólo se aplica a los pecados cuyo sentimiento y atractivo no conmueven al alma». Catecismo del Concilio de Trento, c. XX, 1].
Mas lo que verdaderamente hemos de temer son las faltas veniales habituales o plenamente deliberadas, ya que son un verdadero peligro para el alma, un paso por desgracia muchas veces bien efectivo, hacia la ruptura completa con Dios. Cuando un alma se habitúa a responder prácticamente, aunque no sea de boca, un no deliberado a la voluntad de Dios (en materia leve, puesto que se trata de pecados veniales), no puede pretender salvaguardar en ella por mucho tiempo su unión con Dios. ¿Que por qué? -Porque de esas faltas fríamente admitidas, tranquilamente cometidas y que, sin sentir el alma remordimiento alguno, pasan al estado de hábito no combatido, resulta necesariamente una disminución de la docilidad sobrenatural, un relajamiento de la vigilancia, un debilitamiento de nuestra capacidad de resistencia a la tentación. [No decimos una disminución de la gracia misma, pues en tal caso acabaría la gracia por desaparecer con el número siempre creciente de pecados veniales, sino una disminución del fervor de nuestra caridad; semejante disminución puede, ello no obstante, producir en el alma tal languidez sobrenatural, que el alma se encuentre desarmada ante una tentación grave y sucumba al mal]. La experiencia enseña que de una serie de negligencias voluntarias en cosas pequeñas nos deslizamos insensible pero casi fatalmente en las faltas graves. [+Santo Tomás, I-II, q.87, a. 3].
Supongamos un alma que en todas las cosas busca sinceramente a Dios, que le ama de verdad, y a la cual le ocurre consentir voluntariamente, por pura debilidad, en lma falta grave: el caso puede darse, pues en el mundo de las almas existen debilidades abisales, como existen cimas de santidad. Para aquella alma el pecado mortal constituye una inmensa desgracia, puesto que queda interrumpida su unión con Dios; pero esta falta grave, pasajera, es mucho menos peligrosa, y sobre todo mucho menos funesta para ella que para otras almas una serie de faltas veniales habituales o plenamente deliberadas. ¿De dónde proviene esto?- De que la primera se humilla, se levanta y procura encontrar, en el recuerdo de la falta misma que ha podido cometer, excelente motivo para conservarse y anclarse en la humildad, poderoso estímulo para un amor más generoso y una fidelidad más vigilante que nunca al paso que a la otra, las faltas veniales cometidas con frecuencia y sin remordimiento la sitúan en un estado de constante contradicción a la acción sobrenatural de Dios. Semejante alma no puede en manera alguna pretender un elevado grado de unión con Dios; antes, por el contrario, la acción divina va debilitándose en ella, el Espíritu Santo enmudece, y ella casi irremediablemente y sin mucho tardar caerá en faltas más graves. Procurará, sin duda, como la primera, recuperar cuanto antes la gracia, mas esto no tanto por amor de Dios, cuanto por el temor del castigo; además, el recuerdo de su falta no constituirá para ella, como para la primera, el punto de partida de un nuevo vuelo impetuoso hacia Dios; careciendo de todo fervor, continuará viviendo una vida sobrenatural mediocre, expuesta siempre a los más débiles asaltos del enemigo y a nuevas recaídas.
[Los Santos del Señor, escribe San Ambrosio, citando el ejemplo de David, ansían por llegar al término de una lucha piadosa y concluir la carrera de salvación. Si, arrastrados por la fragilidad de la naturaleza más que por el gusto del pecado, les acontece, como a todo hombre, que dan algún tropiezo, se levantan más ardientes para la lucha, y aguijoneados por la vergüenza, emprenden más rudos combates. Por tanto, en vez de ser para ellos un obstáculo la caída, puede considerársela como un estímulo que acrecienta su actividad. De apologia David, L. I, c.2].
Nada se puede garantizar respecto a la salvación, ni mucho menos a la perfección de un alma que anda poniendo constantemente obstáculos a la acción divina y que no hace esfuerzos serios para salir de su estado de tibieza. Puede acontecer que por debilidad, por arrebato, por sorpresa, caigamos en una falta grave, pero a lo menos no respondamos nunca con un no deliberado a la voluntad divina. No digamos jamás ni de palabra ni implícitamente por medio de un acto deliberado: «Señor, sé que tal cosa, aunque mínima en sí, te desagrada, pero quiero ponerla por obra». Desde que Dios nos pide una cosa, sea cual fuere, aun la sangre de nuestro corazón, es menester decir: «Sí, Señor, heme aquí»; de lo contrario, nos detenemos en el camino de la unión ¡y detenerse es muchas veces retroceder y casi siempre exponerse a graves caidas.
5. Vencer la tentación con la vigilancia, la oración y la confianza en Jesucristo
Estos hábitos del pecado deliberado, aun simplemente venial, no se crean de un solo golpe; se van adquiriendo, como ya lo sabéis, poco a poco: Velad, pues, y orad, como dice Nuestro Señor, para no dejaros sorprender por la tentación (Mt 26,41). La tentación es inevitable. Nos hallamos rodeados de enemigos; el demonio anda rondando en torno nuestro (1Pe 5,8); el mundo nos envuelve con sus corruptoras seducciones, o con su espiritu tan opuesto a la vida sobrenatural. Por eso no está en nuestra mano evitar toda tentación, que más de una vez es independiente de nuestra voluntad. Es, sin duda, una prueba, a veces muy penosa, sobre todo cuando va acompañada de tinieblas espirituales. Entonces nos inclinamos a calificar de felices únicamente aquellas almas que jamás se vieron tentadas. Dios, sin embargo, nos declara, por boca del escritor sagrado, que son bienaventurados aquellos que, sin haberse expuesto imprudentemente a ella, soportan la tentación (Sant 1,12). ¿Por qué? -Porque añade el Señor, después de haber sido probados, recibirán ia corona de vida. No nos desanimemos por la frecuencia, duración e intensidad de la tentación, vigilemos con el mayor cuidado para preservar el tesoro de la gracia, evitando las ocasiones peligrosas; pero conservemos a la vez plena confianza. La tentación, por violenta y prolongada que sea, no es un pecado; sus aguas pueden precipitarse sobre el alma como apestoso cenagal: «Las aguas han penetrado hasta mi alma» (Sal 68,2); pero podemos tranquilizarnos siempre que quede libre esa punta finísima del alma, que es la voluntad; el solo ápice -Apex mentis- que Dios considera. Por otra parte, el apóstol San Pablo nos dice: «Dios no permite que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes hará que saquéis provecho de la misma tentación dándoos por mediación de su gracia fuerzas para que podáis perseverar» (1Cor 10,13). El gran Apóstol es un ejemplo en su misma persona, pues nos dice que, a fin de que no fueran para él motivo de orgullo sus revelaciones, Dios puso lo que él llama una «espina» en su carne, figura de tentación; le «dio un ángel de Satanás que le azotase» (2Cor 12,17). «Tres veces, dice, rogué al Señor que me librase, y el Señor me respondió: Bástate mi gracia, porque en la debilidad del hombre, esto es, haciéndole triunfar, a pesar de su debilidad, con el auxilio de mi gracia, es donde se muestra mi poder». La gracia divina es, en efecto, el auxilio con que Dios nos ayuda a vencer la tentación; pero tenemos que pedirla: Et orate.- En la oración que nos enseñó el mismo Jesucristo, nos hace pedir al Padre celestial que «no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal». Repitamos con frecuencia esta oración, que Jesús, ha puesto en nuestros labios; repitámosla apoyándonos en los méritos de la Pasión del Salvador. Nada hay tan eficaz contra la tentación como el recuerdo de la cruz de Jesús.- ¿Qué vino a hacer Cristo en la tierra sino destruir la obra del demonio? (Jn 3,8). Y, ¿cómo la destruyó? ¿Cómo expulsó al demonio sino por su muerte sobre la cruz (ib. 12,31), según El mismo dijo? Durante su vida mortal arrojó nuestro Señor los demonios de los cuerpos de los posesos, los arrojó también de las almas cuando perdonó los pecados de la Magdalena, del paralítico y de tantos otros; pero fue sobre todo con su benditisima Pasión con lo que derrocó el imperio del demonio; precisamente en el momento mismo en que, haciendo morir a Cristo a manos de los judíos, contaba el demonio triunfar para siempre, es cuando recibía él mismo el golpe mortal. Porque la muerte de Cristo ha destruido el pecado y conquistado para todos los bautizados el derecho a recibir la gracia de morir al pecado.
Apoyémonos, pues, mediante la fe, en la cruz de Jesucristo: su virtud es inagotable y nuestra condición de hijos de Dios y nuestra calidad de cristianos nos dan derecho a ello. Por el Bautismo fuimos marcados con el sello de la cruz, hechos miembros de Cristo iluminados con su luz participantes de su vida y de la salud que con ella nos consiguió. Por tanto, unidos como estamos con El, «¿qué podemos temer?» (Sal 26,1). Digamos, pues: «Dios ha ordenado a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos para impedirte caer; mil enemigos caen a tu mano siniestra y diez mil a tu diestra, sin que puedan llegarse a ti. Por haberse adherido a Mí, dice el Señor, le libraré, le protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y será atendida su demanda; estaré a su lado en el momento de la tribulación para librarle y glorificarle; le colmaré de días felices y le mostraré mi salvación» (Sal 90, 11-12; 14-16). Roguemos, pues, a Cristo que nos sostenga en la lucha contra el demonio, contra el mundo su cómplice y contra la concupiscencia que reside en nosotros. Prorrumpamos como los Apóstoles zarandeados por la tempestad: «Sálvanos, Señor, que perecemos», y extendiendo Cristo su mano, nos salvará (Mt 8,25). Como Cristo, que para darnos ejemplo y para merecernos la gracia de resistir quiso ser tentado, aunque, debido a su divinidad, la tentación fuese puramente exterior, obliguemos a Satanás a que se retire, diciéndole en el momento en que se presente: «No hay más que un solo Señor a quien yo quiero adorar y servir; elegí a Cristo en el día del Bautismo, y a El solo quiero escuchar». [He aquí en qué términos, llenos de sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú, precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí». San Gregorio Nacianceno, Orat. 40 in sanct. baptism., c. 10].
Con Cristo Jesús, que es nuestro Jefe, saldremos vencedores del poder de las tinieblas. Cristo reside en nosotros desde que recibimos el Bautismo, y, como dice San Juan, «es, sin comparación, muchísimo mayor que el que domina en el Mundo, esto es, Satanás» (1Jn 4,4). El demonio no ha vencido a Cristo; pues, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo no tiene en Mí nada que le pertenezca» (ib. 14,30), por lo mismo, no podrá vencernos, ni hacernos caer jamás en el pecado, si, vigilantes sobre nosotros mismos, permanecemos unidos a Jesús, si nos apoyamos en sus palabras y en sus méritos. «Confiad: yo he vencido al mundo» (ib. 14,33).
Un alma que procura permanecer unida con Cristo por la fe, está muy por encima de sus pasiones, por encima del mundo y de los demonios; aunque todo se soliviante dentro de ella y alrededor de ella, Cristo la sostendrá con su fuerza divina contra todas esas acometidas. Llámase a Cristo en el Apocalipsis «León vencedor, nuevamente victorioso» (Ap 5,5) porque con su victoria adquirió para los suyos la fuerza necesaria para salir ellos también a su vez vencedores. Por eso San Pablo, después de haber recordado que la muerte, fruto del pecado, quedó destruida por Jesucristo, que nos comunica su inmortalidad, exclama: «Gracias, Dios mío, te sean dadas por habernos concedido la victoria sobre el demonio, padre del pecado; victoria sobre el pecado, fuente de muerte; victoria, en fin, sobre la misma muerte por Jesucristo Nuestro Señor» (1Cor 15, 56-57).
JMRS