Trascendental
Cargando cruces propias y ajenas
Por | Salvador I. Reding Vidaña
La disponibilidad a ser solidario con los pobres, a comprometerse por la justicia y la paz.
Jesús nos ha pedido que carguemos nuestra cruz y le sigamos para alcanzar la vida eterna. Todos tenemos una cruz que cargar en la vida. A veces la cruz que nos toca cargar en terriblemente pesada, otras, es ligera, con toda una gama intermedia. Nuestra cruz puede cambiar de peso según las circunstancias. Luego resulta que la vida diaria con los nuestros parece ir tranquila sin problemas, más de pronto, alguna tragedia, un problema inesperado vuelve la cruz muy, muy pesada. Y entonces ¿qué hacemos?
Pero, antes que nada, ¿qué es cargar nuestra cruz? El Papa Francisco lo explicó con gran claridad de esta manera: “No se trata de una cruz ornamental, o ideológica, sino es la cruz de la vida, es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor, por los padres, por los hijos, por la familia, por los amigos, también por los enemigos; la cruz de la disponibilidad a ser solidario con los pobres, a comprometerse por la justicia y la paz”.
Cuando pensamos que nuestra cruz es demasiado pesada, que nos aplasta y nos impide avanzar, puede ser tan cierto como simplemente psicológico. Pero debemos tomar en cuenta que siempre el Señor pondrá a nuestro alcance los medios de caminar con la cruz a cuestas, por pesada que sea. ¿Y cómo podemos disponer de esos medios para cargar la cruz? Orando, pidiéndole a Dios que nos ilumine para verlos y aprovecharlos. Y esos medios no siempre están en nuestra persona, para eso somos comunidad, Iglesia. Veamos.
Cuando en camino al Calvario, un hombre terriblemente martirizado, golpeado, azotado, lleva al hombro una cruz en la que será sacrificado, ya no tiene la fuerza para cargarla, Jesús, aparece una ayuda ajena. Los soldados piensan de pronto que ese hombre probablemente no podrá llegar vivo al Gólgota, e indican a un individuo que solo miraba, que ayude al condenado a cargar la cruz. Ese hombre, llamado Simón y originario de Cirenea, por temor o por compasión, y frente a sus hijos, carga la cruz, y eso transforma tanto su vida como la de sus hijos.
Si se vio presionado por los romanos, enseguida debe haberse dado cuenta del valor humano de su ayuda, viendo al hombre con una corona de espinas, con marchas de sangre por todas partes y en evidente agotamiento. Aunque la iniciativa de ayudar a Jesús a cargar la cruz fuera impuesta, el cireneo Simón cambió su vida con su obra de misericordia, que de humana pasó a ser divina, al ayudar al Hijo de Dios.
Y nosotros, ¿podemos ser también cireneos que ayudan a cargar la cruz ajena? ¡Por supuesto! No sólo podemos hacerlo, es un deber cristiano. Por más pesada que pueda ser nuestra cruz personal, siempre podemos poner nuestro hombro bajo la cruz ajena. La verdad es que, salvo casos muy graves, como la de los cristianos perseguidos por enemigos, o en plena guerra, la cruz es llevadera, a tal grado que cuando nuestra vida transcurre sin mayor problema, ni siquiera sentimos su peso. Eso aunque de pronto algún evento, como muertes en la familia vuelvan difícil cargar la cruz.
Pero si volvemos los ojos a nuestro alrededor, con plena intención cristiana de ver la carga de cruces de otras personas, en principio cercanas a nosotros, por familia o amistad, o hasta relación profesional o de trabajo, veremos a quienes tienen problemas para cargar muy pesadas, que parecen no poder llevarlas. Entonces, ¿Cómo pueden ellos obedecer al Señor, cargar su cruz y seguirlo? Con nuestra ayuda.
Al cireneo Simón, los romanos le ordenaron que ayudara al Nazareno con la cruz, pero a nosotros, es el propio Jesús quien nos pide que ayudemos a otros con sus cruces. Y nos los pide de diversas maneras, no tiene que ser una voz que sale del cielo diciendo que lo hagamos, simplemente el Señor nos sitúa frente al necesitado y pone en nuestro corazón la oportunidad de practicar esa forma de caridad y ayudar al otro.
Cuando alguien siente que ya no puede con su cruz, aunque use otro lenguaje y no esa palabra, la respuesta de Dios le viene en manos de otra persona. Y allí está la ayuda; no siempre Dios responde a las oraciones de “Diosito, ¡ya no puedo! Haz que se arreglen las cosas…”, sino trayendo a su vida a las personas que le ayudarán con su cruz.
Llevando a cuestas, al hombro, nuestra cruz, esa que nos explicó Francisco tan claramente, siempre podremos ver a otros que necesitan de nosotros para llevar la suya. Ello va desde el simple apoyo emocional, de solidaridad, de amor, hasta la solución de problemas a nuestro alcance, que puede ser material o económica. Dar consejo a quien flaquea en su fe, o a hijos-problema para los padres, orientar a quien piensa abortar, ayudar a conseguir un trabajo y mucho más, es como podemos ayudar con cruces ajenas.
Cuando una familia, o una comunidad sufre una tragedia, como la de un huracán o terremoto, o un ataque militar o terrorista, la solidaridad se manifiesta desde simplemente humana hasta muy cristiana, para apoyarse mutuamente, y las cruces personales se vuelven una cruz colectiva, que se carga entre todos con amor.
Es muy importante, por obligación cristiana, estar atentos a los problemas de otros (sus cruces), independientemente del peso de la propia cruz. Al ayudar a otros, el Señor nos dará la fuerza para cargar la nuestra, que parecerá más ligera (y puede serlo). Seamos los cireneos que el Señor llama con amor para ayudar a otros con sus cruces. Seamos la respuesta Suya ante la oración de quienes piden la ayuda divina, o hasta de quienes no saben pedirla, pero que tenemos a la vista.
Finalmente, nuestra cruz es la que nos enseña Francisco: nuestra vida diaria, es el propio deber ante el prójimo, es sacrificarse por los demás con amor, es la disponibilidad a ser solidario con los pobres, a comprometerse por la justicia y la paz.
aranza