Valores Morales
Dios el anti-mal
Por | Carlos García Andrade cmf
Probablemente no existe en la teología tema que se aborde con mayores expectativas que el tema del mal, ni tampoco que se concluya con mayor sensación de frustración. Quizá porque toca uno de esos puntos neurálgicos, decisivos. Quizá porque depende mucho del enfoque que se use. Y hay enfoques decididamente decepcionantes. Cuando se escuchan los sinuosos argumentos metafísicos que buscan defender a Dios según los cuales:
* El mal es un «no-ser», es decir una «ausencia del bien debido» (como un agujero en la pared es una «no-pared») y por ello no se le puede acusar a Dios de crear el mal, porque Dios crea seres, no un «no-ser» (teodicea clásica).
* «Dios quiere evitar el mal pero no puede» porque el mal es fruto de la finitud y «lo finito no puede ser perfecto» es decir, no puede existir un mundo finito sin desajustes, fallos o anomalías hasta concluir que un mundo finito y perfecto es una «imposibilidad lógica y metafísica, un círculo cuadrado» y, por tanto, no tiene sentido protestarle a Dios (alguna teodicea moderna).
En todos estos intentos se tiene la sensación de que se está escamoteando el núcleo del problema, enmascarando el carácter terrible, destructivo, inmensamente frustrante del mal y reduciéndolo a un problema técnico de metafísica, con lo cual los defensores de Dios al «desmalignizar» el mal, se convierten en cómplices del mismo mal. Y, en todo caso, no pueden evitar que -como hace decir Dostoievski a Ivan Karamazov- el coste de la armonía metafísica sea tan alto que «mi bolsillo no me permite pagar una entrada tan elevada. Así que me apresuro a devolver mi billete. No es que yo no conceda valor a Dios, Alioscha, pero le devuelvo respetuosísimamente la entrada» (en este mundo cruel).
El problema del enfoque metafísico es que, al situarse en un marco global, desatiende el caso concreto y así se escapa el núcleo esencial del escándalo ante el mal. «¿Dónde queda el respeto y el sobrecogimiento ante el sufrimiento del individuo que nunca es un caso cualquiera de lo general?». La rotunda descalificación de D. Solle al respecto es muy expresiva: «El afán de los teólogos por interpretar y hablar donde sería más conveniente callarse es insoportable».
Así las cosas, parece que la teología no debería aplicarse tanto a explicar el mysterium iniquitatis, cuanto de dar razón de cómo es posible seguir creyendo en Dios desde el seno de la experiencia del mal. Después de Hiroshima y Auschwitz, el problema no parece ya consistir en cómo es posible el mal o qué sentido tiene en sí, sino cómo afrontarlo y luchar contra él e intentar darle un sentido.
La respuesta, tanto para justificar a Dios como para que el hombre pueda dar una sentido a esa experiencia, ha de ir en la línea de una conducta efectiva contra el mal. Consideramos dos aspectos: lo que se refiere a Dios y su providencia y lo que se refiere al hombre y a su afrontar el mal.
LO QUE SE REFIERE A DIOS Y SU PROVIDENCIA
El cuestionamiento existencial que se dirige a Dios sería ¿Qué es lo que hace Dios y su providencia para luchar contra el mal? Pues, dado el mal, parece que Dios sólo puede ser justificado como el que redime y salva del mal. Pero quizá debamos corregir la respuesta desde una profundización en la misma pregunta: ¿Qué es lo que espera el hombre que Dios haga?
¿Quizá una intervención tipo hada madrina? ¿Debería Dios intervenir con su varita mágica donde el mal está a punto de producirse, impidiendo su aparición? Es una expectativa rechazable. Por lo que tiene de indigna para Dios, que queda reducido al Dios «tapaagujeros», con funciones de retén de bomberos para apagar los problemas que los límites del mundo y del hombre generarían. También es indigna para el hombre, en cuanto promotora de una humanidad infantil incapaz de asumir sus responsabilidades, de cargar con sus errores y fallos. Cualquier hombre consciente acabaría por detestar un Dios así, «superprotector».
¿Quizá una intervención al final, de «happy end», como garante del sentido del mundo y de la historia, que salve «in extremis» la realidad y la historia de lo irracional que supone todo el mal físico y moral que se ha producido, que revoque ¡o irrevocable del mal acontecido y que dé sentido a nuestra lucha por eliminarlo? No cabe duda que tal expectativa es lógica y, en último término irrenunciable. Porque si el mundo es un caos irreparable, la única postura lógica es dimitir de esta comedia alienante y renunciar a la vida. Pero eso también supone renunciar a toda resistencia al mal. La lucidez escéptica del desencantado que no cree en nada ni lucha por nada es, con frecuencia, una complicidad culpable para con los que generan el mal. Porque la aspiración humana exige que se de un sentido al mal que ya se ha producido, a los millones de inocentes masacrados en la historia. Una respuesta que no abarque esta dimensión no es válida.
Sin embargo, esta expectativa no basta desde el punto de vista cristiano. Porque arroja a Dios a la periferia de la vida, dejándolo reducido a garante de un humanismo en el que a la vez, no debe inmiscuirse. Si Dios existe, el único lugar que le corresponde es el centro de la vida del hombre. Si Dios ha de dar una respuesta total al mal, debe ser capaz de responder también ante el problema del mal inmediato, de las «derrotas intermedias», no sólo de la victoria final.
¿Qué es lo que ha hecho Dios en concreto? Hablemos de donde sabemos con certeza que Dios ha actuado: Jesús de Nazareth.
Jesús no ha explicado el mal, ha hecho algo mejor: lo ha compartido. Tanto la limitación creatural, los sufrimientos ajenos, el sufrimiento a causa del mal ajeno, incluso ha hecho la experiencia del sufrimiento que el propio pecado produce (aún sin pecar). Ha combatido el mal sin trivializarlo (curaciones, oposición al pecado) pero sin absolutorio, es decir, lo ha vivido en el marco global de una capacidad para la paz y el gozo. No ha hecho del mal un ídolo que le bloquease. Lo ha vencido desde dentro con un método peculiar: Asumiéndolo, buceando hasta el fondo del océano del mal y del sufrimiento para hacerlo propio. Suprimiéndolo en definitividad (resurrección), manteniéndolo en el tiempo pero ofreciendo la clave para superar su herida.
Ha sido capaz de seguir creyendo desde dentro de la experiencia del mal. Al «Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?» le ha seguido el «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Además, se ha identificado misteriosamente con toda forma de sufrimiento (Mt 25). Por tanto, ante el mal se ha puesto del lado de las expectativas humanas, combatiéndolo y redimiendo, pero, ofreciendo una luz nueva sobre este misterio.
Creemos que sí justifica a Dios. Al menos no podemos acusarle ni de estar al margen de nuestro sufrimiento ni de no hacer nada contra él. El abandono de Cristo en la cruz se presenta como la respuesta de Dios al escándalo del sufrimiento del hombre, también del inocente. En su «¿por qué?» hallan respuesta nuestros «¿por qué?» lanzados al vacío.
EL HOMBRE Y SU AFRONTAR EL MAL
Pero aún podemos preguntarnos: ¿Cómo ayuda el sufrimiento de Cristo a nuestro sufrimiento? porque... «mal de muchos... consuelo de tontos». Está bien que Dios sepa lo que es sufrir, mas ¿de qué nos sirve? Como modelo de acción eficaz contra el sufrimiento.
Porque el sufrimiento solidario, con lo que tiene de acogida, de hacerse cargo del dolor para superarlo es la mejor forma de responder tanto al sufrimiento ajeno (evitando así los paternalismos, los eficacísimos, los asistencialismos) como respecto del propio (para ir más allá del propio dolor es preciso abrazarlo, aprender a convivir con él como el minusválido: sólo cuando acepta su limitación puede superarla). El sufrimiento solidario conjura así los bloqueos o las actitudes erradas que suelen nacer de una actitud exterior.
Porque el sufrimiento redentor parece la única forma eficaz de vencer el mal moral obstinado, recalcitrante. Para entender esto es preciso hacerse cargo de la dinámica del mal moral. El pecado se multiplica alimentándose del rechazo al sufrimiento que el mismo genera, por parte de los que se ven afectados por él. Es como una «patata ardiente» que va pasando de mano en mano, hiriendo a todos los que toca, como en una reacción en cadena...hasta que llega a alguno que, en vez de pasársela a otro, la acoge, la guarda, interrumpiendo la cadena y.... devolviendo bien. La razón es simple. A este mal moral no se le puede vencer con sus propias armas. Asi sólo se le ayuda a crecer. El mal sólo puede ser derrotado sufriéndolo en paz, sólo así se disipa su poder. Quizá por lo que tiene de negatividad pervertida (apariencia de bien), sólo el acogerlo y sufrirlo en paz, permite desvelar su mentira, mientras que enfrentándose a él, sólo se consigue multiplicarlo.
Nos desvela la herida secreta del mal. En realidad, el problema existencial del mal y del sufrimiento que genera no es difícil de solucionar. Para no sufrir basta con no desear, hacerse estoico y escéptico. Pero se ha de pagar un alto precio: renunciar a amar, a esperar, a creer. Aquello que hace hermosa la vida es lo que nos vuelve vulnerables. Entonces el dilema existencia! ante el mal o el sufrimiento es: o renunciar a amar, esperar, creer, para no sufrir cuando llegue el mal o ir más allá del sufrimiento sin dejar sin renunciar a amar, esperar.... Es decir, el problema existencia! del sufrimiento es: ¿Cómo seguir amando, esperando,...pese al dolor, al desengaño, sin evadirse, sin dejar de combatirlo? Ciertamente, la cruz de Cristo es la realización en acto de ese deseo, porque en ella aparece un amor capaz de asumir la limitación y el pecado sin dejar de amar. Desde esta perspectiva se nos revela que:
Respecto del sufrimiento personal el mayor problema que produce el mal es que, por el instinto de conservación, el hombre, cuando experimenta el dolor, tiende a curvarse sobre sí, en autocom-pasión, lamiéndose las propias heridas. Este movimiento de defensa autocéntri-co es el que nos hace esclavos del sufrimiento, que nos domina, deforma nuestra humanidad y nos incapacita para amar.
Respecto del sufrimiento ajeno, el mayor problema que puede generar es una respuesta de odio, de revancha, escándalo paralizante que, al incapacitarnos para amar o bien multiplica el mal por generar una respuesta violenta o bien nos endurece, hasta el punto de ver en el mal del otro un problema técnico. En ambos casos quedamos incapacitados para el sufrimiento solidario y redentor.
Por su identificación con el sufrimiento nos ayuda a no dejar de amar.
Respecto del sufrimiento personal: al haberse identificado con mi sufrimiento, a aquel que sabe reconocer su presencia oculta, callada y compañera en el dolor, le ayuda a salir de la curvatura autocéntrica de la autocompasión, dando la posibilidad de empezar a amar: olvidarse de sí, del propio sufrimiento para mirar fuera y acoger el sufrimiento de Dios en Cristo. En ese momento, el Crucificado nos ayuda a superar la peor herida del mal capacitándonos para amar pese a nuestro dolor y liberándonos de la esclavitud a que nos somete el dolor. Una estupenda frase de Hellen Keller lo expresa con plasticidad: «Yo lloraba porque no tenía zapatos, hasta que vi a un hombre que no tenía pies». Quien vive el sufrimiento personal así, puede ofrecer, puede seguir amando y solidarizándose, porque ya no está sometido al dolor.
Respecto del sufrimiento ajeno: al identificarse con el sufrimiento de los otros permite, a quien sabe reconocerlo, eludir los condicionamientos que bloquean tanto el sufrimiento solidario como el redentor. Me refiero tanto a los mecanismos del odio o de la venganza como a los prejuicios, repugnancias, endurecimientos. Ya que el sufrimiento solidario no ha de ser contra nadie, sino en favor de alguien (amando); ya que el sufrimiento redentor ha de saber reconocer en el que te hace el mal alguien digno de ser amado, y esa es su fuerza.
UN SENTIDO PARA EL MAL
De lo dicho se deduce esa misteriosa conexión de sentido entre amor (entendido como negarse a sí mismo para darse a Dios y a los otros) y sufrimiento desde la que podremos postular un cierto sentido existencial para el mal.
Desde la cruz, toda negación que te venga impuesta por la realidad o los otros, puede ser vivida como aquella renuncia a uno mismo, básica para la caridad. De la cruz nacen (deberían nacer) personas inmunizadas contra el sin sentido del propio sufrimiento porque saben reconocer (deberían saber) en cada dolor la presencia del Crucificado, superado la herida del sufrimiento; porque están (deberían estar) acostumbradas al sufrimiento solidario y redentor, a olvidarse de sí para acoger el dolor ajeno, a amar y porque participan de la alquimia divina por la que toda pequeña o gran muerte es semilla de resurrección para el que ama. Así todo el mal que sufren, les hace crecer, porque saben transformarlo en amor. Las negaciones impuestas, aunque les hagan daño, no les destruyen, saben asumirlas como crecimiento en la perspectiva del reino. Sólo así se comprende la profundidad de la frase paulina: «Todo sirve para el bien de los que aman a Dios».
Sin pretender agotar el misterio, quisiera apuntar una raíz divina para el sufrimiento. Es evidente que la conexión entre amor entendido como autorrenuncia y la experiencia del mal, del sufrimiento, estriba en que en ambos se experimenta una negación. Negación positiva la primera (negarse a sí mismo para darse y amar a los demás), negación negativa (pecado) en el segundo caso. La clave que Jesús nos ofrece es la capacidad de transformar, por el amor que acoge, toda negación en negación positiva. Como si el amor fuera la cara oculta del dolor. Esto, de alguna forma, nos remite a un Dios que es amor.
Para el mal físico: En esencia, nuestros límites estructurales que generan la posibilidad del mal físico son la contingencia y la finitud. Es decir, el no ser dueños de nuestra propia existencia (hemos recibido la vida) y el tener que morir. Ahora bien, si somos hijos de Dios en el Hijo, y estamos llamados a consumarnos en El; si la peculiaridad trinitaria de la personalidad del Hijo es la de recibirlo todo del Padre y la de darse completa-mente al Padre sin residuos. ¿No serían estos dos rasgos creaturales de la contingencia y la finitud nuestra gran posibilidad de vivir la vida como recibida y como entregada? ¿No serían nuestra gran posibilidad de, análogamente al Hijo, dejar que nos den la vida (la vida se nos impone, pero podemos vivir esto como acogida) y de entregar nuestra vi-da sin residuos (la vida nos es quitada, pero podemos vivir la muerte como entrega)? Aparece así un sentido divino para estos dos condicionantes estructurales. Si, para realizarnos, hemos de ser hijos en el Hijo y hacer su misma experiencia, Dios no ha querido dejar a nuestra libertad el entrar en esa dinámica, nos ha sido impuesta. A nosotros nos toca transformar lo que tiene de doloroso esta negación, en positivo, dándole ese sentido de amor que acepta depender de Otro y de amor que se entrega hasta el fondo. La cara oculta del sufrimiento nos revela una matriz divina.
La fuente del mal moral es nuestra libertad y su peculiar vocación a la autorrenuncia para realizar esa negación positiva del amor (que también hace posible el pecado como «negarse a negarse»). Si hemos de afirmar una raíz divina, consiste en que, para participar en la dinámica trinitaria hemos de llegar a ser «nada», aquella «nada» que han afirmado los místicos (S. Juan de la Cruz). Ahora bien, si todo lo que nos niega lo vivimos como ayuda para esa construcción, como aprendizaje para ese autodespojamiento y vacío de nosotros mismos que estamos llamados a vivir, podemos dar un sentido al mal moral. Cobran así un sentido afirmaciones bíblicas como «al que te robe el manto dale también la túnica», o el «poner la otra mejilla» no sólo para vencer al pecado, sino para «crecer» como hijos de Dios.
Esa es la dinámica trinitaria, la comunión que nace de un proceso de autoanulacíón y entrega sin residuos por amor. La diferencia es que en Dios esta renuncia es gozosa, plenitud. En nosotros es costosa por la resistencia de la naturaleza y del pecado que obra en nosotros. Cuando seamos transformados y liberados del pecado, ya no será una muerte amar hasta dar la vida. Creo que éste es el sentido de la exigencia del sermón de la montaña de amar al enemigo para actuar como el Padre del cielo.
CONCLUSIÓN
Vivir el mal y el sufrimiento desde Cristo supone alinearse contra toda forma de mal, pero no de cualquier manera, sino la más eficaz, sabiendo que, por otra parte, el sufrimiento puede ser -para quien sabe vivirlo bien- un instrumento de crecimiento para su definitiva vocación. Así la providencia , mediante Cristo, ha introducido una dinámica que permite afrontar el mal creatural sin dejarse esclavizar por él y el mal proveniente del pecado superando los dinamismos negativos que genera y permitiendo derrotarle desde dentro. Y en ambos casos ofreciendo una posibilidad de sentido para aquel que ama. Me parece que es una camino especial, que confirma el modo de actuar de la providencia que ya definimos (más hacer que suplir) y que si bien no da «el sentido oficial» de todos los sufrimientos, permite vivir todos los sufrimientos con un sentido.
QUE NOS APORTA JESUS ANTE EL MAL
Una nueva imagen de Dios: frente al Dios apático que suele suponer la Teodicea y que es el que necesita justificarse ante el sufrimiento humano, porque se supone que está en su cielo disfrutando de su eterna felicidad, Jesús manifiesta al Dios simpático, cosufriente; frente al Dios inactivo aparece el Dios que se compromete contra el mal hasta dar la vida. Si vamos a decir que es posible seguir creyendo en Dios desde dentro del mal es porque Jesús ofrece una imagen totalmente distinta de Dios. No ya porque podamos sentenciar que Dios es inocente del mal del mundo, quedando eximido de las objeciones clásicas, sino porque Dios se nos ha revelado en el seno de la lucha contra el mal, dejándose afectar por él. En palabras de Bonhoeffer, «Dios ha aparecido impotente y débil en el mundo y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda».
Una garantía de fondo: con la resurrección se nos ofrece la garantía decisiva de que el mal físico y moral ha sido sentenciado y que será echado del mundo, venciendo su peor fruto: la muerte (por lo que tiene de irrevocable).
Un camino particular de afrontar el sufrimiento: En la vida de Jesús aparecen dos modos de sufrimiento que poseen pleno sentido: el sufrimiento solidario y el sufrimiento redentor. El sufrimiento solidario es el que nace de acoger y hacer propio el mal y el sufrimiento de los otros, dejándose afectar por él (encarnación, su actitud ante los pobres y últimos); el sufrimiento redentor es el que sufre inmerecidamente el inocente en favor de otros, incluso en favor de aquellos que le infringen el mal (Jesús como el Siervo de Yahvé). En ambos sufrimientos no hay mística dolorista. No se elige el sufrimiento de por sí, sino en favor de los otros. Sólo pueden vivirse desde la actitud del amor, desde el descentramiento y la autorrenuncia que hace hueco en el corazón para acoger el mal ajeno o que prescinde de los propios derechos para entregarse por los otros. Es evidente que son expresión de la cualidad divina del amor.
aranza