Muy Oportuno
El silencio de los sentidos
Por | P. Juan Carlos Ortega, L.C.
La virtud del silencio abarca los diversos niveles del ser humano. Reflexionemos, primeramente, sobre el silencio exterior, el silencio de los sentidos. ¿Cómo vivir este silencio que es la puerta para todos los demás?
Hoy todo es brillo, propaganda que excita la imaginación y los sentidos. Actualmente se habla mucho y de todo. El desorden y el derroche externo reclaman y hablan a los sentidos, pero no se piensa, no se reflexiona, no se pesan las cosas, todo pasa.
Pablo VI había advertido que "El silencio es una condición admirable e indispensable del espíritu cuando nos encontramos envueltos en tantos clamores y gritos provenientes de esta ruidosa e hipersensibilizada vida moderna". (Nazareth, 5 de enero de 1964).
El segundo capítulo del Génesis nos presenta un pasaje que nos puede hacer entender la necesidad del silencio: "Entonces el señor Dios modeló al hombre de arcilla de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo". El hombre está hecho de arcilla, es decir, tiene un cuerpo, y recibe un soplo, que es su espíritu. Así, nuestra arcilla está hecha para llenarla de vida, para llenarla de Dios.
Había una vez...
Nuestro cuerpo es nuestro hogar. En él podemos acoger a Dios o podemos invitar las diversas cosas del mundo.
Cuentan de un rey muy rico que, cosa extraña para un personaje de su categoría, tenía fama de ser indiferente ante las riquezas materiales y, a la vez, ser un hombre de profunda espiritualidad. Movido por la curiosidad un súbdito quiso averiguar el secreto del soberano para no dejarse deslumbrar por el oro, las joyas y los lujos excesivos que caracterizaban a la nobleza de su tiempo.
- Majestad, ¿cuál es su secreto para cultivar su vida espiritual en medio de tanta riqueza?
- Te lo revelaré respondio el rey, pero antes tendrás que superar una prueba. Recorrerás mi palacio para que conozcas la magnitud de mi riqueza. Durante el recorrido, llevarás en tu mano una vela encendida. Si durante el trayecto se te apaga, te decapitaré.
El vasallo no tenía más remedio que aceptar la prueba después de su osadía. Recorrió todo el palacio y logró llegar nuevamente ante el rey con la llama encendida. Le preguntó el rey:
- ¿Que te han parecido mis riquezas?
- No ví nada respondió el osado curioso, he estado todo el tiempo preocupado de que la llama no se apagara.
- Ese es mi secreto afirmó satisfecho el rey. Estoy tan ocupado tratando de avivar mi llama interior, que no me interesan las riquezas de fuera.
En efecto, muchas veces deseamos vivir como buenos cristianos y tener una más rica vida espiritual, pero sin decidirnos a apartar la mirada de las cosas, que nos rodean y deslumbran con su aparente belleza, y de las trivialidades y preocupaciones de la vida, que nos roban la paz y la serenidad interior. Si queremos esa paz y serenidad interior, necesitamos concentrarnos en la llama. Y cuanto más concentrados en la llama, menos nos preocuparemos o distraeremos de las cosas de fuera.
Callarse, abstenerse del ruido, no es el silencio; es únicamente un aspecto externo del silencio. El silencio es un hábito de interiorización, mediante el cual podemos recogernos en nosotros mismos. Se trata, como dueños de nuestro cuerpo, de invitar a nuestro hogar solamente aquellas realidades que nosotros queremos, que nosotros necesitamos.
Qué es el silencio exterior
Silencio exterior, silencio en relación al ambiente que nos rodea, es la capacidad de ser libres frente a las cosas que quieren seducirnos. Estar distraídos es estar separados de nosotros mismos y dejarse llevar por lo que se ve y se oye. Cuando nos dejamos atraer por lo exterior, perdemos nuestra libertad y nuestra identidad de ser dueños de nuestro cuerpo.
Seremos libres si, poco a poco, nos destacamos de las criaturas. Es éste el primer paso para un silencio fecundo, repleto de vitalidad espiritual. Es preciso anteponer el silencio al ruido, a las noticias, a las preocupaciones del mundo. En este silencio nos distanciamos de la publicidad y nos aproximamos a nuestro fundamento. No tenemos que verlo todo Lo superficial adquiere su perfil y fisonomía sólo si es capaz de manifestar esas profundidades.
Silencio de la vista
Los ojos son las ventanas del alma. El control de la vista es de una importancia y trascendencia extraordinarias. Cerrar los ojos ayuda en muchas ocasiones a cortar la atención de cosas que, a través de la vista, pueden influenciarnos, es decir, hacernos ruido. No tenemos que verlo todo, no lo necesitamos. Tampoco debemos ser unos ciegos. Dios nos dio la vista para ver. Necesitamos ver el bien. Hay mucho bien en el mundo. Veámoslo con ojos abiertos y alabemos a Dios. Y evitemos ver el mal. Así el silencio de la vista nos será provechoso.
Silencio del oído
El sentido del oído debe estar regido por la virtud del silencio. La curiosidad nos incita a oír cosas, muchas veces sin ninguna trascendencia. No tenemos qué oírlo todo, no lo necesitamos. Tampoco podemos ser sordos. Lo inconveniente, lo nocivo, lo destructivo no nos sirve. Debemos desecharlo, dejarlo. Sólo así podremos escuchar en la actividad apostólica todo lo bueno que hay en cada persona y comprender, a la vez, sus errores.
Silencio de la lengua
El apostolado exige el silencio de la lengua. Las almas sólo abren sus problemas a quienes saben callar para escuchar. Los hombres y mujeres de hoy necesitan confiar sus preocupaciones, sus dichas… y es preciso que el apóstol sea digno de confianza. Debe callar no solamente como cristiano, sino también como persona. El mucho hablar cuadra tan mal al ciudadano sensato, como el hablar de modo jactancioso. Callar y usar la lengua siempre para el bien es el deber de toda persona.
Silencio exterior que propicia el silencio interior
Silenciar las cosas no significa que uno se aleje de ellas o que evada la realidad; al contrario, el silencio nos hace más sensibles a las cosas y personas. San Juan de la Cruz decía que uno debe mantenerse en paz, pero con advertencia amorosa. Y santa Teresa: "se cierran los ojos del cuerpo para que despierten los ojos del alma".
Los cantineros ordinariamente son personas silenciosas porque saben tratar a los borrachos y de allí el dicho: "a palabras de borracho, oídos de cantinero". Silenciar algo interiormente no equivale a rechazar lo que vemos o sentimos. Simplemente hay que dejar estar todas las cosas: oyendo todo, pero sin escuchar algo particular; ver todo, pero sin mirar algo en especial.
Los ruidos físicos y psicológicos exteriores a nosotros, no nos afectarían si nuestro interior no vibrara con ellos. Por eso el ruido más nocivo es el que ellos producen en nuestro interior, porque este es ruidoso. Muchos de los ruidos que no dejan dormir no están en la casa del vecino, sino en la propia, en nuestro propio ser. Tanto es así que hay quienes pueden dormir con ruidos hirientes, porque su ser no reacciona sensiblemente a los ruidos; un ejemplo es el sueño apacible y distendido de muchos niños que duermen en medio de grandes ruidos.
Seamos como niños, viviendo el silencio en medio de los ruidos.
aranza