Trascendental
Por nuestra redención
Por | Juan del Carmelo
¡Desgraciados de nosotros!, si Jesucristo no hubiera sido crucificado y muerto para salvarnos! Todos hubiéramos tenido que parar en el infierno. Pero para ser salvados o rescatados de esta situación, en la que nos encontrábamos toda la humanidad, por razón del pecado de nuestros primeros padres, sometidos al dominio de satanás; era cronológicamente necesario ser previamente redimidos. Nuestro Catecismo católico, en los parágrafos 1707 y 1708, nos dicen: "El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia" (GIS 13,1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error. De ahí, que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GIS 13.2). "Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado"
Por la caída de nuestros primeros padres, la humanidad, perdió su unión con Dios; se abrió un abismo entre Dios y el hombre, que antes estaban unidos, ahora existía una separación- Y hasta que llegó la reparación por esa falta, las puertas del Cielo estaban cerradas para los miembros de la raza humana. San Agustín nos dice: "De Adán sólo nace otro Adán, y todo hijo de Adán nace con un montón de pecado. Yo soy hijo de Adán; soy, por tanto, un condenado, hijo de condenado, que con mi mala vida he acumulado pecados propios sobre el de Adán".
Dios podía haber borrado del mapa a la humanidad, dándola por perdida; podía también haber perdonado el pecado sin más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas, decidió que el pecado que la naturaleza humana había cometido, en la misma naturaleza humana había de ser expiado. La realidad del pecado original no es accesible a la investigación histórica o a la especulación filosófica. Es una verdad revelada que como tal se sustrae a la experiencia, aunque con su luz se esclarezcan y comprendan mejor muchas experiencias humanas. La ruptura ocasionada por el pecado no destruyó el plan de Dios sino que únicamente modificó los caminos para su realización. Lo que el pecado rompe y dispersa hay que congregarlo de nuevo por medio de las alianzas de Dios con los hombres.
Y es así, como cuando dentro de nuestro ser, comenzó la interminable rebelión de la carne contra el espíritu llamada concupiscencia. Escribe San Juan Pablo II diciéndonos: "Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado". Y también nos dice San Juan Pablo II que: "La Redención de Cristo, sobre los descendientes de Adán y Eva es lo que nos abrió las puertas de nuestra salvación y subsiguiente también a nuestra eterna felicidad, para nosotros. Pero más importante que nuestra eterna felicidad, es nuestra deificación como hijos de Dios y todo esto tiene su razón de ser, en amor de Dios al género humano".
La salvación traída por Cristo colma, superándolas, las aspiraciones profundas del hombre. "Dios, nos dice San Agustín, se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios". Es el amor divino a nosotros el que inicia nuestra redención y posterior salvación de las garras de satanás. Gracias al amor, porque Dios es amor y solo amor, tal como dice San Juan: "Dios es amor y solo amor" (1Jn 4,16) y en prueba de la existencia de ese amor divino a la humanidad el mismo San Juan nos dice: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna". (Jn 3,16).
Pero no pensemos que el Redentor la aceptó solamente en obediencia al Padre y como a la fuerza, puesto que se ofreció a la muerte espontáneamente llevado del gran amor que al hombre profesaba. "Una simple plegaria de Cristo, nos dice San Alfonso María de Ligorio, era más que suficiente para redimirnos, pero no lo era para declararnos el amor que nos tenía". Como realidad histórica vemos que el único modo como Dios se ha hecho humano, para que nosotros podamos ser divinizados, es por medio de una kénosis, es decir por medio de un vaciamiento, El Hijo se vació, se anonadó, tomando para sí la naturaleza humana, de tal manera que su humanidad fue poco a poco transformada por su divinidad. Esta transformación alcanzó su umbral último en la muerte de Jesús de la cual Él resurgió totalmente Dios y totalmente humano.
Para Fulton Sheen: "La vida debe de venir siempre de la vida; no puede emerger de lo inanimado. La vida humana debe de venir de padres humanos, y la vida divina debe de ser engendrada por lo divino. La posibilidad de la vida sobrenatural fue dada a la humanidad caída a través de la Encarnación, cuando fuimos redimidos. Para que se hiciera justicia, el Redentor de la humanidad debería de ser a la vez Dios y hombre". Debía de ser hombre pues de otra manera no podía haber actuado en nuestro nombre, representándonos; debía de ser, también Dios, ya que de otra manera no hubiese podido pagar la infinita deuda debida a Dios por la humanidad a causa del pecado. Dios no tomó obligatoriamente esta naturaleza humana de la humanidad; la aceptó como el libre don de una mujer, María, cuya libre respuesta al ángel mensajero fue: "Hágase en mí según tu palabra".
Por su parte François Xavier Durrwell escribe diciéndonos: "Comprendí esta cosa tan sencilla: que la redención no es sino el misterio personal de Jesús, su paso de la carne al espíritu, de la servidumbre a la existencia filial, y que los hombres se salvan no por la distribución de los méritos de Cristo, sino por su comunión con Él. La salvación realizada en Cristo se extiende a los hombres, no por una aplicación de sus méritos, sino en su fidelidad al hijo que en su obediencia fue hecho principio de salvación".
Éramos unos miserables desgraciados y abominables a los ojos de Dios; más por los méritos de Jesucristo fuimos redimidos y hemos sido hallados dignos de alcanzar la divina presencia de Dios. Pero, la Redención nos consiguió la gracia que habíamos perdido, pero no modificó nuestra naturaleza, de predisposición al pecado,, que es nuestra concupiscencia. Dice San León magno, que es más grande la ganancia que hemos conseguido por la Redención de Jesucristo, que el daño que nos que nos fue causado, por la envidia del diablo y el pecado de Adán. Evidentemente esto fue así, porque la salvación significa algo mucho más grande para nosotros que la mera liberación del pecado y de sus consecuencias en este mundo y en el otro. Significa incluso mucho más que la admisión a una vida libre de miserias y que contiene toda la felicidad. La salvación consiste más bien en ponernos en una condición en virtud de la cual la vida eterna de Dios llega a ser nuestra de acuerdo con el derecho normal de sucesión a una herencia".
Y así la Iglesia se atreve a decir en la liturgia pascual el Sábado Santo: "¡Oh ciertamente necesario pecado de Adán, que por la muerte de Cristo fue borrado! ¡Oh feliz culpa que mereció tener tan grande Redentor!". Tal como ya se nos ha dicho; en respuesta a la pregunta de ¿cómo nos salvó Cristo?, la respuesta es, haciéndonos parte de Él mismo. Y cuando preguntamos ¿cómo haremos para salvarnos nosotros mismos?, la respuesta es, haciéndonos parte de Cristo. Por lo tanto, si el Señor redimió al mundo aceptando silenciosamente el dolor, todo cristiano que se asocie a ese dolor con su propio sufrimiento participa del carácter redentor de Jesús. Redime junto a Jesús. Pero mientras el sufrimiento siga siendo nuestro sufrimiento y no el de Cristo reflejado en nosotros, nuestro sufrimiento no será redentor. ¡Quiera Dios que sea al menos purificador!".
A menudo la gente piensa que el sufrimiento de Jesús de alguna manera descargaba la ira de una deidad vengativa como si Dios fuera un juez incapaz de perdonar, que necesita exigir su libra de carne de una víctima inocente. Estas imágenes quedan muy lejos de la verdad del evangelio. Porque el amor de Dios es justo, y su justicia es amor, tal dijo San Pablo: "El amor es la plenitud de la ley". (Rom 13,10). Las teorías un tanto anacrónicas que representan los sufrimientos y la muerte de Jesús como un precio pagado a Dios, como una reparación ofrecida a su justicia, a fin de reconciliarlo con la humanidad. Estas teorías han marcado demasiado profundamente las mentalidades como para no dejar huella en nuestros días.
La extrema gratuidad del amor redentor es más difícil de comprender, que la idea del perdón merecido a costa del sufrimiento de Cristo. El conocido teólogo dominico Garrigou-Lagrange, nos dice que: "Si su justicia divina, exigió esa reparación, su Misericordia nos ha dado al Salvador, el único capaz de reparar plenamente la ofensa o el desorden del pecado mortal".
aranza