Trascendental
Educar para la Veracidad
Por | Dietrich y Alice Von Hildebrand
* La persona veraz pone las exigencias de los valores por encima de cualquier deseo subjetivo de su egoísmo o su comodidad.
La veracidad es otro de los presupuestos básicos de la vida moral. La persona falaz o mentirosa no solo encarna un gran disvalor moral, como la avariciosa o intemperante, sino que está mutilada en toda su personalidad, en toda su vida moral: todo cuanto hay en ella de moralmente positivo está amenazado por su falsedad y resulta incluso sospechoso; su postura hacia el mundo de los valores está afectada en su mismo centro.
La persona falsa carece de la actitud de reverencia a los valores: asume una posición de dominio sobre los seres, los trata a su antojo, como si fueran una simple ilusión, un juguete de su capricho arbitrario; no percibe el valor inherente al simple hecho de ser ni la dignidad que el ser posee en cuanto opuesto a la nada; no respeta la obligación fundamental de reconocer todo lo que existe en su realidad, de no interpretar lo negro como blanco, de no contradecir los hechos; se comporta como si no existiera la realidad. Obviamente, esta actitud implica un elemento de arrogancia, de irreverencia, de impertinencia. Tratar a otra persona «como si fuera aire», actuar como si no existieran otras personas, es quizá la mayor evidencia de desdén y desprecio. La persona falsa adopta esta actitud con respecto a toda la realidad. El loco desprecia el ser en cuanto ser porque no lo capta. La persona falsa sí lo capta, pero rechaza dar la respuesta debida al valor y a la dignidad del ser simplemente porque le resulta inconveniente o desagradable. Su desprecio del ser es consciente y culpable.
El mentiroso considera que todo el mundo es, hasta cierto punto, un instrumento para sus propios fines; todo lo que existe es solo un instrumento a su servicio: cuando no puede usar algo, entonces lo trata como si no existiera y lo coloca en esa categoría.
Debemos distinguir tres tipos de falsedad. En primer lugar, la del mentiroso experimentado que no ve nada malo en afirmar lo contrario de lo que es verdad cuando le conviene. Se trata de una persona que, claramente y conscientemente, engaña y traiciona a otras para conseguir sus objetivos, como Yago en el Otelo de Shakespeare, o Franz Moor en el Robbers de Schiller, aunque en estos dos encontramos una específica perversidad de intención que no necesariamente tiene todo mentiroso: hay algunos cuyos objetivos son menos malvados.
El segundo tipo es la de quien se miente a sí mismo y, en consecuencia, a los demás: con la mayor tranquilidad borra de su mente todo lo que le resulta difícil o desagradable, y no solo esconde su cabeza como un avestruz, sino que se convence a sí mismo de que va a hacer algo, cuando sabe perfectamente que no va a hacer nada; no quiere reconocer sus propias faltas y, ante cualquier situación que le resulta humillante o embarazosa, tergiversa enseguida su significado para disimularla. La diferencia entre este tipo de persona falsa y el hipócrita o mentiroso experimentado es evidente: aquella defrauda, sobre todo, a sí misma y solo indirectamente a las demás; se engaña primero a sí misma y, luego, a las demás, parcialmente de buena fe; no posee ni la intencionalidad del mentiroso ni su claridad de mente y, en general, le falta su malicia y su astuta mezquindad. En la mayoría de los casos, suscita nuestra compasión. Pero no deja de ser culpable porque rehúsa dar la respuesta debida a los valores y a la dignidad del ser, y tácitamente se arroga una soberanía injustificada sobre el mismo ser. Por supuesto, no tiene la impertinencia respecto a la verdad propia del otro tipo de mentiroso: un cierto respeto le impide caer en la negligencia consciente y en la distorsión neta de la verdad. No se atreve a asumir su responsabilidad, y carece de la valentía del hipócrita. Se autoengaña para eludir el conflicto entre sus inclinaciones y el respeto por la verdad. Hay algo específicamente cobarde e inconsistente en su naturaleza: un ingenio más instintivo sustituye a la astucia y a la sofisticación del mentiroso.
El verdadero mentiroso tiene plena advertencia del hecho de que miente; sabe que está ocultando la realidad. El segundo tipo de persona falsa, como vive constantemente en el autoengaño, no es consciente del hecho de que no percibe la verdad en juego. Precisamente porque distorsiona y malinterpreta los hechos, no percibe ningún conflicto con la verdad cuando miente.
A pesar de que este tipo de mentiroso es, generalmente, menos malvado (excepto en el caso del fariseo, que no ve la viga en su propio ojo, y es malvado en el más profundo sentido de la palabra) y habitualmente menos responsable, sin embargo, las consecuencias de su actitud insincera sobre toda su vida moral son inmensas: nunca podremos tomar en serio a este tipo de persona. Su acción moral puede ser correcta en casos concretos, cuando la respuesta al valor no implica ningún conflicto con su orgullo o su concupiscencia. Pero en cuanto se le pide algo que le resulta desagradable, tratará de eludirlo, aunque no sea consciente de hacer oídos sordos a la llamada de los valores; se refugiará en la ilusión de que, por una razón u otra, tal exigencia no va con él o es solo aparente o ya la ha satisfecho. El interior de tales personas es semejante a las arenas movedizas: no se puede hacer presa en ellas; siempre evitan encontrarse en un compromiso. Aunque el verdadero mentiroso, el que miente a sabiendas, es, desde el punto de vista moral, aún más reprensible que el otro, el que se engaña a sí mismo, es más fácil la conversión del primero que del segundo. El interior de este último está afectado por una gran enfermedad: el mal ha tomado posesión del nivel psicológico más profundo; vive en un mundo de ilusión. Sin embargo, su falsedad lleva su parte de culpa, ya que podría ser corregida por una conversión de la voluntad, por la aceptación del sacrificio, por la entrega incondicional al mundo de los valores.
En el tercer tipo de falsedad, la ruptura con la verdad es aún menos reprensible, pero más profunda, y se refleja todavía más en el mismo ser de los mentirosos de este tipo: su personalidad es decepcionante; son incapaces de experimentar una alegría verdadera, un entusiamo genuino, un amor auténtico; todas sus actitudes son fingidas y llevan el sello de la pura apariencia. Este tipo de personas no pretenden engañarse a sí mismas ni defraudar o embaucar a los demás, pero son incapaces de establecer un contacto verdadero y genuino con el mundo, porque están encerradas en sí mismas, siempre mirándose a sí mismas, con lo que destruyen la substancia interior de sus actitudes. La falta no reside en su distorsión del ser, en su falta de respuesta a la dignidad de este, sino en el hecho de estar centradas en sí mismas, con lo que sus respuestas resultan vacías y su personalidad fingida.
Son como seres fantasmales, ficticios: aunque su intención es recta, sus alegrías y sus penas son artificiales. Su falta de autenticidad proviene de que todas sus actitudes no están realmente motivadas por el objeto y no surgen por el contacto con él, sino que son simuladas artificiosamente; aparentan conformarse con el objeto, pero en realidad son solo fantasmas sin substancia.
Esta falta de autenticidad se puede manifestar de distintas maneras y, sobre todo, puede asumir diferentes dimensiones: en primer lugar, la encontramos en la persona amanerada, cuya conducta exterior, aunque no esté simulada a propósito, es artificial, ficticia, sin naturalidad; en segundo lugar, la encontramos en las personas fácilmente sugestionables, cuyas opiniones y convicciones les son impuestas por otros, y que solo repiten lo que han dicho los demás sin dejarse influenciar verdaderamente por el objeto en cuestión; en tercer lugar, la encontramos en la persona exagerada, que lo magnifica todo: las penas, las alegrías, el amor, el odio, el entusiasmo; fomenta artificialmente todas estas actitudes porque se complace en ellas.
Semejante falta de autenticidad, tal como la acabamos de describir en sus tres tipos, es incluso menos mala que la del que se engaña a sí mismo, pero la vida moral no puede basarse en ella, porque tanto el bien como el mal resultan invalidados por esa actitud artificial, que todo lo convierte en irreal, ficticio, inexistente. Esta falsedad substancial se considera también culpable porque proviene del rechazo definitivo a entregarse a los valores, de una actitud fundamental de orgullo.
La persona realmente veraz es lo opuesto a los tres tipos de falsedad que acabamos de exponer: es genuina, no se engaña ni a sí misma ni a nadie. A causa de su profunda reverencia por la majestuosidad del ser, comprende la exigencia básica del valor que inhiere en toda realidad, es decir, la obligación de pagar tributo a todo objeto que existe, de conformarnos a la verdad en todas nuestras afirmaciones, de abstenernos de construir un mundo de ficción y vaciedad. Toma en consideración la situación metafísica del hombre: no es omnipotente, por lo que el ser no tiene que rendirse ante él como si fuese una simple quimera; se toma en serio la verdad no solo con respecto a cada una de las cosas y circunstancias que se le presentan a su mente, sino también con respecto a su existencia en el mundo. Comprende el valor de la verdad y los valores negativos de la mentira, de la falsedad y de la rebelión interior contra el mundo de los valores, en última instancia, contra Dios, el Ser Absoluto, el Señor del ser. Comprende la responsabilidad que el hombre, por su dimensión espiritual, tiene respecto a la verdad, y que debe estar presente en su capacidad para poner de manifiesto el ser en toda afirmación que hace. Comprende la solemnidad inherente a toda afirmación, porque estamos siempre llamados a dar testimonio de la verdad.
La persona veraz pone las exigencias de los valores por encima de cualquier deseo subjetivo de su egoísmo o su comodidad. En consecuencia, aborrece todo autoengaño; percibe todo el sentido negativo que hay en la huida cobarde de las exigencias objetivas de los valores; preferiría conocer la verdad más amarga que disfrutar de una felicidad imaginaria; ve con absoluta claridad todo el sinsentido de cualquier escapada a lo irreal, la completa inutilidad y futilidad de este tipo de conducta, la vaciedad y superficialidad de toda falacia.Además, la persona veraz tiene una relación «clásica» con el ser, es genuina y auténtica en todas sus actitudes y acciones: no está dispuesta a aparentar, no embellece ni adorna las experiencias que verdaderamente ha tenido, no se retuerce para mirarse a sí misma en lugar de mirar al objeto que le pide una respuesta. Es genuina y honesta, objetiva en el más alto sentido de la palabra; posee la actitud básica de verdadera entrega a los valores; se mantiene libre de orgullo, de manera que no se ve empujado a arrogarse otra posición en el mundo distinta de la que le corresponde. Así, no falsifica el alcance de ninguna experiencia, sino que reconoce el carácter de cada una tal como es en realidad.
La persona veraz no busca compensación a sus complejos de inferioridad. La relación expresada con las palabras: ala humildad es la verdad», se puede formular también al revés: «solo la persona humilde es realmente verdadera». La fuente de toda inautenticidad y de toda falsedad reside en el deseo orgulloso de ser algo diferente de lo que uno es. Por el contrario, la profunda aceptación del ser, de la verdad, es el fundamento de todo lo genuino y verdadero. Esto no se entiende bien cuando se considera como personas especialmentes veraces al pesimista, al escéptico, al que no quiere reconocer cualquier realidad por encima de lo palpable, al fatalista que renuncia a toda intervención en el mundo y que desconfía de todo progreso y todo desarrollo. Nos enfrentamos a un gran equívoco: tales personas no acogen toda la realidad, sino solo una parte; no perciben las exigencias de los valores ni las promesas de cambio, desarrollo y elevación del propio ser contenidas en ellos; menosprecian su sentido, que pertenece al mundo del ser tanto como la piedra que vemos en el suelo o el aire que respiramos. Por consiguiente, no son del todo verdaderos, porque dan su asentimiento solo a los estratos superficiales del ser y no a los más profundos e importantes. Ahora bien, el desarrollo y la transformación de un hombre deben tener lugar dentro del marco de su personalidad y sus capacidades, es decir, deben ser ontológicamente verdaderos y no consistir en una ilusión o en un escape a la fantasía. (Aquí, por supuesto, no me refiero a la transformación moral, que es siempre asequible para cualquier persona.)
Hay varios elementos en el carácter específicamente negativo de la mentira, ejemplo clásico de falsedad. En primer lugar, constituye una rebelión contra la dignidad del ser en cuanto tal, una arrogancia irreverente, un desprecio de la obligación fundamental de conformarnos al ser. Mentir representa un mal uso de la cualidad confiada a nosotros como testigos del ser en la palabra hablada o escrita. En segundo lugar, debemos tener en cuenta el engaño a otra persona que supone toda mentira. Engañar a una persona implica una falta absoluta de respeto; no tomarla en serio; no reconocer el valor inherente a toda persona por su dimensión espiritual; despreciar su dignidad, su derecho fundamental a conocer la verdad; pero, sobre todo, pone al descubierto una profunda falta de caridad y un abuso de la confianza que la otra persona ha puesto en nosotros. Estos elementos están presentes en todo engaño deliberado a otra persona, especialmente en el caso de una falsa afirmación, de una mentira. La comunicación por medio de palabras, en sentido propio, implica una relación explícita «Yo Tú»; hace referencia de manera tan explícita a la confianza de una persona en otra, que la falta de caridad y la traición a otra persona resulta, en este caso, más sorprendente y más significativa que en el caso del engaño por medio de la ambigüedad o de una conducta equivocada.
Ahora bien, hay casos en los que el engaño en cuanto tal está permitido, o incluso mandado. Por ejemplo, si un criminal nos persigue, es lícito engañarlo, de una manera u otra, acerca de nuestro domicilio. Es obligatorio cuando podemos causar un grave daño, físico o moral, a otra persona si decimos la verdad. En este caso, no es falta de caridad engañar; por el contrario, es una cariñosa amabilidad. Así pues, en algunos casos está permitido engañar a otras personas, y en otros estamos obligados. Pero esto lo podemos hacer solo por medio de nuestra interpretación de una determinada situación, pero no por medio de una mentira.
La veracidad es, como la reverencia, la fidelidad o la constancia, básica para toda nuestra vida moral. Como las otras virtudes, es portadora de un alto valor y es presupuesto indispensable de toda personalidad para que los genuinos valores morales puedan florecer en su plenitud. Esto es así en todos los ámbitos de la vida: la veracidad es fundamental para una auténtica vida en comunidad, para toda relación interpersonal, para todo amor verdadero, para todo trabajo, para el verdadero conocimiento, para la autoeducación y parala relación con Dios.
En efecto, es un elemento esencial de la veracidad, en sentido propio, su relación con la Fuente absoluta de todo ser, Dios. En última instancia, toda falsedad singifica una negación de Dios, una huida de Él. La educación que no pone énfasis en la autenticidad y en la veracidad está condenada al fracaso.
aranza