Testimonios
La Tierra de Jesús, en aquellos tiempos
Por | Angel Gutiérrez Sanz
Tierra Santa, lugar para la esperanza
Tierra Santa, no tiene que estar constreñida por ningún Estado, ni entidad política alguna, puesto que es el escenario donde tuvieron lugar los acontecimientos religiosos más importantes de toda la Historia de la Humanidad.
La historia del hombre transcurre entre el recuerdo y la esperanza, pues el presente antes de ser pensado se desvanece y deja de ser presente. Así es el tiempo. Según se dice los recuerdos pertenecen al pasado en tanto que las esperanzas son cosa del futuro. Lo normal es que los recuerdos vayan quedando sepultados con el paso del tiempo; pero a veces se alimentan de esperanzas, al menos ese es mi caso por lo que se refiere a Tierra Santa.
Son muchos los motivos e intereses que pueden impulsar al viajero a visitar esta franja de terreno del Oriente Medio situada entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, fronteriza con Egipto, Líbano, Siria y Jordania, pequeña porción de terreno ésta, que no rebasa los 27,000 Km. cuadrados de extensión, aproximadamente lo que correspondería a una de nuestras provincias como Badajoz. Aún así su importancia estratégica es grande, toda vez que se constituye en bisagra de tres continentes como son África, Europa y Asia.
En esta pequeña porción de terreno aparecen superpuestas tres entidades territoriales bastante diferentes entre sí. El Estado de Israel, el Estado Palestino, y un emplazamiento territorial conocido con el nombre de Tierra Santa, que no es Estado, ni entidad política alguna, sino el escenario donde tuvieron lugar los acontecimientos religiosos más importantes de toda la Historia de la Humanidad. Cada una de estas entidades territoriales superpuestas, puede constituirse por sí misma en objetivo atractivo para el viajero. Naturalmente para el cristiano, el interés se centra en la tierra elegida por Dios, donde nos encontramos con lugares emblemáticos, en los que acontecieron hechos portentosos. Tierra de Abraham, tierra de los patriarcas y profetas y sobre todo Tierra de Jesús y de María, donde se hunden las raíces de nuestra fe y esperanzas cristianas.
Según el punto de vista que se tome, la imagen que se ofrece de esta tierra puede ser diferente, sin que se agote nunca su rico potencial. La versión que yo ofrezco es en clave de esperanza. Algo así como una proclamación de la esperanza cristiana a través de la experiencia personal en mi paso por Tierra Santa. Me pregunto si no resulta un poco inoportuno y paradójico hablar de esperanza en estos momentos en los que las cosas no andan nada bien por estas tierras; pero ante los ojos humanos ¿no son acaso paradójicas nuestra fe y esperanza cristiana?
La impresión personal, la que a mi me ha quedado, es la de que los caminos de Tierra Santa conducen al reencuentro con nuestro Dios, que nos llevan a confiar más en El, que nos introducen inexorablemente en el secreto de la esperanza. Y esto es algo que en estos momento no nos viene nada mal a los cristianos que a veces nos mostramos tristes, cansados y nos vemos en peligro de sucumbir ante la tentación de la desilusión.
Al poner los pies en esta Sagrada Tierra uno siente la necesidad de remontarse hasta sus orígenes, que se desvanecen en los capítulos del Génesis, escritos bajo el signo de la promesa y de la esperanza. Uno no puede por menos de pensar que se encuentra en la Tierra de Promisión, polo magnético, centro de una religiosidad universal, lugar donde Yahvé en tono cercano y familiar dejó oír su voz, para conversar y sellar su pacto con los hombres.
Estamos hablando de Canaán tierra prometida por Yahvé, la elegida como morada de su pueblo, para que en ella brillara la luz del cielo que habría de iluminar a un mundo en tinieblas. Esta fue la tierra de Abraham que supo ser fiel a su Dios, esperando contra toda esperanza en sus promesas, al que hoy veneramos como padre de los creyentes y modelo de la esperanza en Dios. Con él se inicia el régimen de la Promesa Divina que habrá de alentar a su puebla en su larga historia de esperas y esperanzas. La figura de Abraham ascendiendo hacia el monte Moira le producía admiración y temblor al filósofo danés Kierkegaard. La situación trágica en la que se encuentra el patriarca hebreo, cuando ya no hay lugar para ninguna conjetura humana, resulta francamente aterradora; a pesar de todo él supo mantenerse firme en la esperanza y seguir creyendo en la promesa que provenía de lo Alto. Cuando el peregrino contempla el monte Moira, siente que un nervioso escalofrío le sacude el cuerpo imaginando la escena de una padre dispuesto a sacrificar a su propio hijo, por mandato divino y no puede por menos que decir "spero, quia abasurdum est."
A lo largo de los años las situaciones en que Dios va poniendo a prueba la confianza de su pueblo va a ser una constante de su historia. Durante cuarenta años estaría Moisés vagando con sus gentes por el desierto, en espera de que se cumpliera la promesa divina de tener un lugar propio para vivir, de un refugio que les pusiera a salvo de sus enemigos. Una buena tierra para poder morar a la sombra del Altísimo, el mismo que con fortaleza y mano fuerte les había sacado de Egipto. Cuarenta años errando por el desierto, muchos años de ilusiones y desengaños de esperanzas y desesperanzas. Tiempos duros en los que Yahvé como guardián celoso va guiando a su pueblo y cuidándole como la niña de sus ojos cual águila que revolotea y extiende sus alas obre su nidada. Días difíciles en los que lentamente transcurren las horas. Largas noches silenciosas en el desierto en las que Moisés rumiaba la promesa divina capaz de alimentar sus sueños de esperanza, cuando todo se le ponía en contra. Hermosa visión idílica la de esa tierra prometida bajo la bendición de Dios, que hacia imaginar a Moisés un segundo Edén, que él nunca habría de conocer y lo sabía. A las puertas se habría de quedar, de una tierra de tantas ansias y deseos, siempre lejana siempre remota, la misma a la que llegan, viajeros de todo el mundo después de un corto y cómodo viaje en avión.
Lo que primero aparece a la vista del peregrino es algo bien distinto de la visón idílica de Moisés. Lo que aquí se ve es una tierra pedregosa y calcinada, cuyos rastrojos hacían suponer los escasos frutos de la última cosecha; pero como aquí todo hay que interpretarlo bajo el signo de la esperanza, se puede vislumbrar en lontananza prometedores vergeles, en forma de plantaciones frondosas, hurtados al desierto. Tal es el milagro que frecuentemente se produce, cuando las lanzas y las espadas se transforman en arados y podaderas.
David Bengurión hace tiempo que había dejado sentenciado que en Israel para ser realista se debe creer en los milagros. A mi me gustaría decir algo que viene a ser muy parecido. Para poder entender la historia milenaria de esta tierra, hay que saber lo que ha supuesto para el pueblo de Israel un tipo de esperanza al borde de lo imposible. La esperanza que permite seguir creyendo en lo que humanamente es absurdo. Esta esperanza ha sido la actitud fundamental del hombre bíblico. A diferencia de otros pueblos, la historia de Israel es una historia abierta a la esperanza es una historia abierta al futuro. El secreto para poder entender al hombre bíblico hay que buscarle en el Dios de la esperanza. Una esperanza fundada en la fe que permite seguir soñando en unos tiempos nuevos en los que "el lobo cohabite pacíficamente con el cordero, el leopardo se acueste con el cabrito, el león coma con el becerro y que un niño les pastoree".
Esta Tierra de Promisión que aparece ante los ojos del peregrino lejana y remota se torna cercana y entrañable cuando piensa que es también la tierra de Jesús. Ante la imposibilidad de ir rastreando las huellas de su presencia física por todos los santos lugares en los que él estuvo, hemos de optar por hacer una selección, centrándonos en aquellos que tienen una especial significación para nuestro propósito.
El primero de ellos no podía ser otro que Nazaret (La flor de Galilea) donde tuvo su ubicación el portentoso misterio del Verbo Encarnado. Dado que el hombre no podía convertirse en Dios, fue Dios quien se convirtió en hombre, para hacerse uno con él. Algo que sobrepasa toda expectativa humana. Una estrella de mármol con la inscripción "Verbum caro hic factum est" rememora el lugar donde se produjo el más grande acontecimiento de los siglos, ante el cual todo lo sucedido o que esté por suceder en la historia de los hombres tiene sólo un relativo interés. Recuerdo que cuando entré en este sagrado lugar me quedé durante unos minutos desconcertado repitiendo interiormente fue aquí, fue aquí, en este mismo lugar que yo ahora puedo abarcar extendiendo mis brazos. Aquí fue donde el Dios inconmensurable a quien tierra y cielos no puede contener, tomó forma humana haciéndose uno con nosotros. Un lugar y una fecha para delimitar al Dios infinito. Era un hecho. Dios entraba en nuestra historia y se convertía en la esperanza de todos los hombres. Lo infinito se entremezclaba con lo finito, el cielo se unía a la tierra, el tiempo se juntaba con la eternidad. Imposible de comprender. Imposible de pensar. La emoción que aquí se siente queda sellada para siempre con un respetuoso y elocuente silencio, porque ante lo inefable el más expresivo lenguaje es el del corazón. La mejor actitud ante el misterio es caer de rodillas y dejarse inundar por él.
El Mesías largamente deseado y esperado era concebido aquí en el seno de una Virgen con lo que se ponía fin al largo cautiverio de una humanidad caída. Había llegado la plenitud de los tiempos y se iniciaba la etapa de salvación. "Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su hijo nacido de mujer" y esta mujer resultó ser una sencilla doncella, que vivía en una humilde aldea de la baja Galilea, lugar insignificante, en ningún momento nombrado por la Biblia: pues bien en este lugar menospreciado y olvidado se encarnó el Verbo de Dios, en este lugar oscuro se manifestó la gloria de divina. Aquí fue donde surgió la luz que habría de iluminar a un mundo sumido en las tinieblas. Aquí se hizo realidad la gran promesa de Dios.
Los evangelios no nos lo dicen todo sobre Nazaret, el peregrino en este lugar percibe mensajes inéditos que hablan al corazón. Si es verdad como se dice, que Tierra Santa es el quinto evangelio, la Gruta de la Anunciación, representa uno de sus capítulos más emotivos y hermosos. En esta humilde gruta ubicada en el interior de la basílica que lleva su nombre, uno ha de sentirse forzosamente cerca de Dios porque nunca Dios estuvo tan cerca de los hombres.
- Alégrate María porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo.
- Y ¿cómo será si no conozco varón?
- El Espíritu santo vendrá sobre ti y la fuerza del altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.
- Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
Era la realización de la promesa mesiánica, que daba satisfacción cumplida a todas las esperas y esperanzas de la Humanidad. Se había consumado el portentoso misterio del desposorio de Dios con el hombre, algo que nos abruma, que nos rebasa. La esperanza cristiana es así; en su seno anida el rebasamiento que deja siempre cortas las expectativas humanas. La esperanza fuerte, como diría el filósofo Theodor Adorno, no respeta el culto a los límites. Vive fuera de las presiones de la inmanencia. Está habituada a saltar barreras y a empeñarse una y otra vez frente al Absoluto. Palabras como Redención, Encarnación, Resurrección, nos remiten a este carácter de rebasamiento de la esperanza. Siempre que hemos contemplado atónitos la escena de la anunciación en la Gruta de Nazaret, nos sentimos desbordados por la generosidad de nuestro Dios.
Continuando nuestro viaje por tierra de Jesús y de María, nuestra ruta particular de la esperanza señala dirección al Monte de las Bienaventuranzas. Cerca de la Gruta de la Anunciación donde hace unos momentos nos encontrábamos; en el triángulo formado por Nazaret Cafarnaún y Tiberiades está ubicada Tabga. Atravesando este pequeño rincón siempre verde, según dicen los que bien le conocen, y al otro lado de la carretera de Cafarnaún se llega a un rellano, que se extiende por una explana balconada a la falda de una pequeña colina de unos 200 metros sobre el nivel del mar. Este lugar tiene para mí una especial predilección, a él me fui acercando conteniendo el aliento como quien se acerca a un lugar sagrado, para mí lo era. Siempre me han seducido las cunas donde han tenido su origen las grandes corrientes de pensamiento, ahora me encontraba en el lugar preciso en el que se había producido la más grande revolución ético- espiritual de todos los tiempos, una revolución que después de 2000 años sigue siéndolo. En este sitio, alguien se atrevió a decir que la felicidad hay que buscarla por los caminos de la desdicha, la pobreza y el dolor.
Jesús acababa de bajar de la cima del monte en el que había estado orando durante toda la noche y en el rellano se encuentra con una gran muchedumbre. No es difícil imaginarse el escenario y el auditorio. Sobre la hierba de un prado permanentemente verde, se han ido agrupando multitud de gentes venidas de Tiro, Sidón, de Galilea, de Jerusalén de Transjordania. Niños, Mujeres cubiertas sus cabezas con pañuelos multicolores, hombres que habían abandonado momentaneamente sus faenas, para poder oír al Maestro o tal vez para acompañar a algún familiar paralítico, tarado, endemoniado, aquejado en fin de cualquier tipo de dolencia, en busca de que la ocasión fuera propicia y apareciera el milagro o al menos algún tipo de alivio para sus males, algo que les permitiera poder volver a sonreír. Jesús se interesa por sus vidas, les escucha, les mira fijamente a los ojos; pero no hay muestras de compasión en su rostro. Después de un breve silencio comienzan a salir de su boca palabras sublimes, que según cuenta Mateo dejaban asombradas a estas gentes y no era para menos. Jesús les está hablando de una nueva forma de vida que no se acomodaba en nada a las formas de pensar de entonces, ni de ningún tiempo. Les va descubriendo a estas gentes el nuevo estilo de vida que corresponde al Reino en confrontación abierta con la vigente situación social establecida. Era el mensaje propio de un inconformista de un rebelde que rompe con las falsas expectativas de del mundo para sustituirlas por un tipo de esperanza liberadora. Jamás se había oído cosa semejante. Es el momento que en el Monte de las Bienaventuranzas se está proclamando una radical transformación interior del hombre, paradójica, descarada, atrevida, sublime.
Desde aquel día en el que Jesús llamó dichosos a los desgraciados y desventurados a los ricos y poderosos las cosas cambiaron tan radicalmente en el mundo, que bien pudiera hablarse de un antes y un después. Estas gentes que esperaban oír de boca de Jesús unas palabras de compasión, se encontraron con alguien que les decía que los afortunados no son los que triunfan y los que lo tienen todo, sino los desheredados de la fortuna, los humildes, los que tienen un corazón limpio donde no cabe la violencia, el odio o la venganza. Cuando acabó de hablar se hizo un gran silencio y hubo gente que pensó que el Rebelde estaba loco ; pero en muchos corazones de los allí presentes comenzaba a renacer la esperanza, pensando que aún sin ser todavía dichosos podían llegar a serlo. Habían adivinado que las bienaventuranzas en boca de quien les hablaba no eran unas mentiras piadosas para animar y mantener en pie a los miserables y desdichados. Ni siquiera eran un bálsamo destinado a cicatrizar las heridas abiertas y sangrantes. Tampoco eran las virtudes de los débiles y derrotados, como en su momento llegó a pensar Nietszche. No, las bienaventuranzas del Reino representan la liberación del hombre a la que solamente pueden llegar los esforzados y valerosos seguidores de Jesús, son la Carta Magna del cristiano, la gran proclama programática del reino de Dios ; pero no sólo esto, para mi el Monte de las Bienaventuranzas es el lugar donde pueden ir a buscar esperanza los que carecen de ella. En este lugar es fácil comprender que la causa del oprimido es la causa de Dios.
El eco de la voz de Jesús de Nazaret resuena todavía en este lugar, ella es la voz de los que no tienen voz, la esperanza de los que no tienen esperanza. Hacer realidad esta esperanza va a ser una gozosa revelación de su evangelio. En este Monte de las Bienaventuranzas como en el monte Moira, como en el Monte Calvario, se vuelve a hacer presente el rostro del Dios de la Esperanza, capaz de convertir el fracaso en triunfo. La esperanza que nos ha sido dada por los que carecen de ella, no tiene su fundamento en las certezas y seguridades intramundanas, sino en la confianza divina.
Las bieneventuranzas no son flores que adornan el carro de los vencedores, sus promesas van más allá del realismo pragmático al que estamos acostumbrado. Siempre que el hombre ha aceptado la oferta que le hacía el realismo desengañado, ha caído en un tedio y un aburrimiento insoportables. Ahora bien no es cuestión sólo de entender el mensaje que Jesús quiso trasmitirnos en el Monte de las Bieneventuranzas, se trata de hacerle operativo, de llevarle a nuestra vida de cristianos, lo cual seguramente no va ser posible sin bajar a la palestra, sin mojarnos. La llamada que se nos hace, a vivir la esperanza en nuestro mundo, puede que nos exija abandonar nuestros refugios seguros y exponernos a dificultades y riesgos.
El peregrino antes de abandonar este sagrado lugar tapizado por el brillante verdor de la esperanza se siente impulsado a esparcir a bolea sus secretos deseos que sólo Dios y él conocen para que fructifiquen en este prado de eterna primavera.
Como fin y meta de nuestra ruta de la esperanza por Tierras de Jesús, nos espera Jerusalén, foco magnético donde se concentran las miradas religiosas de todo el mundo. La ciudad tres veces santa se levanta sobre unas colinas que ascienden de Sur a Norte y de Este a Oeste, tantas veces destruida y otras tantas edificadas, marco de acontecimientos de tanta magnitud que quien la visita, se siente transportado en el tiempo. No bien iniciada su ascensión el peregrino siente que se hacen realidad las palabras del salmista.
"Que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén"
La ciudad de la paz, llena de contrates y paradojas puede ser vista desde muchas perspectivas, pero para el cristiano es fundamentalmente el escenario de la pasión muerte y resurrección de Jesucristo.
El peregrino que desde muy pequeño aprendió a besar los pies del crucificado sabe bien la emoción que se experimenta al sentirnos en el lugar donde El murió y resucitó. Al traspasar las puertas de la basílica del Santo Sepulcro, el peregrino percibe que la atmósfera se espesa y se va haciendo grávida, al tiempo que se siente invadido por un fervor religioso raras veces experimentado. En este lugar, el más santo del mundo, la compasión y gozo se superponen tan rápidamente como corta es la distancia que separa el lugar de la crucifixión del sepulcro vacío. En un reducido espacio, se puede revivir el drama de los siglos en el que se dan cita lealtades y traiciones, amores y desamores, esperanzas y desesperanzas muerte y resurrección. ¿ Que les puedo yo decir ahora que no se haya dicho ya?
Para nuestro propósito este lugar representa el punto de apoyo definitivo de nuestra esperanza cristiana. Sin duda que Jesús en toda su existencia es portador de esta esperanza; pero es en el misterio pascual donde se revela plenamente. El fracaso aparente que supone la muerte y crucifixión de Cristo vuelve a poner a sus seguidores en situación de tener que esperar contra toda esperanza; pero por paradójico y escandaloso que pueda parecer, la cruz es el signo de la esperanza cristiana.
La teología de la esperanza siempre ha ido unida a la teología de la cruz entendida a la luz de una resurrección gloriosa. Decir que en el misterio pascual es donde aflora el sentido último de la de la esperanza cristiana resulta ser una obviedad. La resurrección no significa sólo el triunfo de Cristo también significa el triunfo del hombre. La tumba vacía, que el peregrino puede visitar con gran emoción, habla de muchas cosas, pero fundamentalmente nos lanza el mensaje de que la muerte no es el final del hombre, que no estamos suspendidos en la nada, sino que en Jesucristo resucitado encontramos el fundamento de un futuro de esperanza escatológica plena y universal. Lo mejor que podía suceder al hombre es que su suerte quedara unida a la de Cristo, porque de esta forma nuestra esperanza es la del Crucificado que apunta a vivir en plenitud una eternidad con Dios. Cristo nuestra esperanza, justifica también nuestro optimismo cristiano.
Llegados a este punto es oportuno hacer notar el naufragio de la cultura occidental por falta de esperanza escatológica fundada en Cristo muerto y resucitado. El olvido de toda trascendencia está llevando al hombre de hoy a instalarse en la mera provisionalidad del "carpe diem", sobreviviendo como puede, en un presente existencial, en el que no se contempla ningún atisbo de esperanza duradera y todo en nombre de una objetividad pragmática y desengañada. Se equivoca no obstante, porque lo que está haciendo es escamotear el verdadero sentido a su propia existencia. Esto es algo que en ocasiones se hace patente de forma inapelable. Este hombre tan autosuficiente, tan realista, tan desengañado, cuando ve que todo lo humano se derrumba a su alrededor se queda sin palabras. Ninguna de las utopías humanas ha hecho desaparecer la esperanza cristiana, ésta sigue siendo fuente de alegría, mientras que aquellas acaban frecuentemente engendrando un sentimiento de fracaso. Cierto es que la condición limitada del hombre no le permite llegar por sí mismo a esta plenitud supranatural; pero sí tenemos la certeza de poderla recibir como un don y si alguien nos pregunta cual es el fundamento de nuestra certeza, nosotros, los cristianos podemos responder con una sola palabra: Jesucristo.
aranza