Reflexiones
Juicio moral sobre el terrorismo
Por | Conferencia Episcopal Española
El terrorismo es un rostro cruel de la "cultura de la muerte" que desprecia la vida humana por pretender el poder "a cualquier precio"
¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? (Gn 4, 9)
Con esta frase Caín se niega a aceptar la responsabilidad de la suerte de Abel y esconde la tragedia de un asesinato que quiere ocultar. Si Adán buscó esconderse de Dios después de haber pecado, Caín busca escapar de la responsabilidad ante su crimen. Un elemento fundamental de la actividad terrorista es tratar de eludir el juicio moral de sus acciones justificándolas ideológicamente. Esto se hace, en particular, mediante el método que se denomina de la transferencia de la culpa, que consiste en culpabilizar a quienes se oponen al terrorismo de ser los causantes de la violencia que los terroristas mismos ejercen.
La Doctrina de la Iglesia nos da luz en este punto y nos permite calificar netamente al terrorismo como una realidad perversa en sí misma, que no admite justificación alguna apelando a otros males sociales, reales o supuestos. Es más, hace posible que apreciemos hasta qué punto el terrorismo es una estructura de pecado generadora ella misma de nuevos y graves males.
a) El terrorismo es intrínsecamente perverso, nunca justificable
El Magisterio de la Iglesia es unánime al declarar que el terrorismo, tal como lo hemos definido anteriormente, es intrínsecamente malo, y que, por tanto, no puede ser nunca justificado por ninguna circunstancia ni por ningún resultado [1]. En este sentido, volvemos a repetir la condena que hicimos en 1986, en la Instrucción Pastoral Constructores de la paz:
"El terrorismo es intrínsecamente perverso, porque dispone arbitrariamente de la vida de las personas, atropella los derechos de la población y tiende a imponer violentamente el amedrentamiento, el sometimiento del adversario y, en definitiva, la privación de la libertad social"[2].
El terrorismo merece la misma calificación moral absolutamente negativa que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente, prohibida por la ley natural y por el quinto mandamiento del Decálogo: no matarás (Ex 20, 13). Los católicos saben que no pueden negar, o pasar por alto, este juicio sin contradecir su conciencia cristiana y, en consecuencia, sin ir contra la lógica de la comunión de la Iglesia [3].
Denunciar la inmoralidad del terrorismo forma parte de la misión de la Iglesia como un modo de defender la dignidad de la persona en un asunto de la máxima repercusión social. No se puede aceptar en el caso del terrorismo la posibilidad reconocida por la Doctrina social de la Iglesia de la legitimidad de una revolución violenta cuando se la considera el único medio de defensa ante una injusta opresión sistemática y prolongada [4].
La calificación moral del terrorismo, absolutamente negativa, se extiende, en la debida proporción, a las acciones u omisiones de todos aquellos que, sin intervenir directamente en la comisión de atentados, los hacen posibles, como a quienes forman parte de los comandos informativos o de su organización, encubren a los terroristas o colaboran con ellos; a quienes justifican teóricamente sus acciones o verbalmente las aprueban. Debe quedar muy claro que todas estas acciones son objetivamente un pecado gravísimo que clama al cielo (Gn 4, 10)[5].
El llamado "terrorismo de baja intensidad" o "kale borroka" merece igualmente este juicio moral negativo. En primer lugar, porque sus agentes actúan movidos por las mismas intenciones totalitarias del terrorismo propiamente dicho. En segundo lugar, porque las actuaciones de este terrorismo de baja intensidad están frecuentemente coordinadas con las del terrorismo de ETA, ya que en la lucha callejera se preparan sus futuros agentes, como demuestra la experiencia, y con ella se destruye abusivamente el patrimonio común, se perturba la paz de los ciudadanos y se amenaza su seguridad y libertad. Ninguna consideración puede justificar esta forma de violencia, mantenida artificialmente, con el fin de sostener la influencia del terrorismo y extender socialmente sus ideas.
La presencia de razones políticas en las raíces y en la argumentación del terrorismo no puede hacer olvidar a nadie la dimensión moral del problema. Es ésta la que debe guiar e iluminar a la razón política al afrontar el problema del terrorismo. El olvido de la dimensión moral es causa de un grave desorden que tiene consecuencias devastadoras para la vida social. Siempre existirán pretendidas o reales razones políticas que resulten capaces de seducir el juicio de algunos presentando como comprensible e incluso plausible el recurso al terrorismo. Pero lo que es necesario aclarar es que nunca puede existir razón moral alguna para el terrorismo. Quien, rechazando la actuación terrorista, quisiera servirse del fenómeno del terrorismo para sus intereses políticos cometería una gravísima inmoralidad. Esto supondría aceptar una vez más el principio inmoral: "El fin justifica cualquier medio" (cf. Rm 3, 8) [6].
Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser "neutral" ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público. La necesidad moral de las condenas no se mide por su efectividad a corto ni largo plazo, sino por la obligación moral de conservar la propia dignidad personal y la de una sociedad agredida y humillada.
b) El terrorismo es una "estructura de pecado"
Al emitir el juicio de moralidad sobre el terrorismo, es necesario precisar  como hemos hecho - que se trata de un acto intrínsecamente perverso. Pero con esta afirmación no está aún suficientemente explicitada la maldad moral del terrorismo.
La multiplicación y continuidad de acciones criminales, el intento de justificarlas mediante la propaganda política y la transferencia de la culpa, que pretende presentar tales acciones como respuesta a una violencia originaria, dan lugar a una estructura de violencia moralmente perversa. Esta conjunción entre el terror y la ideología va más allá de las acciones criminales concretas que los terroristas perpetran. Además, persigue y, desgraciadamente, consigue con frecuencia, una perversión sistemática de las conciencias. Por tanto, al hablar del terrorismo debemos entenderlo como una estructura de pecado. "Las "estructuras de pecado" son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un pecado social" [7]. Siguiendo la doctrina de Juan Pablo II, una estructura de pecado es el resultado de una efectiva intención de alcance social que se dirige no sólo a la comisión de actos intrínsecamente malos, sino que busca la deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su maldad de modo estable. O, en palabras del propio Papa, estructura de pecado es:
"La suma de factores negativos, que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, y parece crear, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar" [8].
Más en concreto, se pueden aplicar al terrorismo las siguientes afirmaciones de Juan Pablo II, referidas a la "cultura de la muerte", reiteradamente denunciada por él. La maldad del terrorismo no se circunscribe sólo a los actos que realiza,
"También se cuestiona, en cierto sentido, la 'conciencia moral' de la sociedad. Ésta es de algún modo responsable, no sólo porque tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también porque alimenta la "cultura de la muerte", llegando a crear y consolidar verdaderas y auténticas "estructuras de pecado" contra la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental a la vida" [9].
La presencia del terrorismo difunde en su entorno una verdadera "cultura de la muerte" en la medida en que desprecia la vida humana, rompe el respeto sagrado a la vida de las personas, cuenta con la muerte injusta y violenta de personas inocentes como un medio provechoso para conseguir unos fines determinados e impulsar de este modo un falso desarrollo de la sociedad. La vida humana queda así degradada a un mero objeto, cuyo valor se calcula en relación con otros bienes supuestamente superiores [10].
En definitiva, el terrorismo es un rostro cruel de la "cultura de la muerte" que desprecia la vida humana por pretender el poder "a cualquier precio" [11], y que coloniza las conciencias instalándose en ellas como si se tratara de un modo normal y humano de ver las cosas.
c) La extensión del mal: odio y miedo sistemáticos
El terrorismo busca dos efectos directos y negativos en la sociedad: el miedo y el odio. El miedo debilita a las personas. Obliga a muchos a abdicar de sus responsabilidades, al convertirse en objeto de posibles acciones violentas. No nos referimos sólo a los asesinatos, sino también a las amenazas, insultos y actos violentos que hacen imposible en la vida cotidiana la convivencia en paz y libertad, hasta el extremo de comprometer la propia legitimidad de los procedimientos democráticos. No pocos son víctimas de una espiral de terror o de extorsión económica, soportadas dolorosamente. Ceder al chantaje de la violencia, por temor, lleva a la sociedad (individuos, grupos, instituciones, partidos políticos) a no enfrentarse con suficiente claridad al terrorismo y a su entorno, de forma que los terroristas monopolizan, con frecuencia, el dinamismo de la vida social y el significado político de algunos acontecimientos. Además, se llega a aceptar como inevitables violencias menores que extienden el clima de crispación y confrontación.
El miedo favorece el silencio. En una sociedad en la que la violencia y su presencia cercana acumulan la tensión, determinados asuntos no pueden abordarse en público por miedo a graves consecuencias. Esto se nota sobre todo en el uso tergiversado del lenguaje. El peor de los silencios es el que se guarda ante la mentira [12], pues tiene un enorme poder de disolver la estructura social. Un cristiano no puede callar ante manipulaciones manifiestas. La cesión permanente ante la mentira comporta la deformación progresiva de las conciencias.
Junto con el miedo, el terrorismo busca intencionadamente provocar y hacer crecer el odio para alimentar una espiral de violencia que facilite sus propósitos [13]. En primer lugar, atiza el odio en su propio entorno, presentando a los oponentes como enemigos peligrosos. Fomenta con insistencia el recuerdo de los agravios sufridos y exagera las posibles injusticias padecidas. Ya se sabe que presentar un enemigo a quien odiar es un medio eficaz para unir fuerzas, por un sentido grupal de defensa en común.
En este contexto, la legítima represión de los actos de terrorismo por parte del Estado es interpretada como una opresión insufrible de un poder violento o de una potencia extranjera. Por el contrario, la verdad que debemos recordar es que la autoridad legítima debe emplear todos los medios justos y adecuados para la defensa de la convivencia pacífica frente al terrorismo.
Más allá de su propio entorno, los terroristas tratan también de provocar el odio de quienes consideran sus enemigos, con el fin de desencadenar en ellos una reacción inmoderada que les sirva de autojustificación y les permita continuar con su estrategia de extensión del terror y de transferencia de la culpa.
La espiral del odio y del terror se manifiesta, en particular, en sensibilidades exacerbadas a las que les es difícil hacer un análisis de la realidad. Genera así un clima de crispación en el que cualquier detalle hace surgir una respuesta violenta, también la violencia verbal. La implantación del odio y de la tensión en la vida social es, evidentemente, un triunfo notable del terrorismo. Reaccionar con odio indiscriminado frente a los crímenes de ETA, en la medida en que divide a la sociedad en bandos enfrentados e irreconciliables, es favorecer los fines de los terroristas, aceptar sus tesis del conflicto irremediable, preparar y facilitar la aceptación y el reconocimiento de las pretensiones rupturistas.
Otra consecuencia perniciosa de la espiral del odio y del miedo que el terrorismo genera es la "politización" perversa de la vida social, es decir, la consideración de la vida social únicamente en función de intereses de poder. De este modo la tensión se extiende a los hechos más nimios de la vida cotidiana: todo resulta relevante para la descalificación de aquellos cuya opción política no coincida con los planteamientos auspiciados por los terroristas. Esta presión del día a día juega un papel decisivo en la deformación de las conciencias que conduce a relativizar el juicio moral que el terrorismo merece.
Un aspecto especialmente importante en el que se evidencia esta perversa "politización" es el olvido que, con frecuencia, sufren las víctimas del terrorismo y su drama humano. Atender a las personas golpeadas por la violencia es un ejercicio de justicia y caridad social y un camino necesario para la paz. Tampoco los presos por terrorismo dejan de ser objeto de una "politización" ideológica que oscurece su problema humano. La Iglesia reconoce sin ambages la legitimidad de las penas justas que se les imponen por sus crímenes, a la vez que defiende, con no menos fuerza, el respeto debido a su dignidad personal inamisible.
El terrorismo se muestra como una "estructura de pecado", y es una cultura, un modo de pensar, de sentir y de actuar, aun en los aspectos más corrientes del vivir diario, incapaz de valorar al hombre como imagen de Dios (cf. Gn 1, 27; 2, 7). Y cuando esa cultura arraiga en un pueblo, todo parece posible, aun lo más abyecto, porque nada será sagrado para la conciencia.
Al pronunciar nuestro juicio moral queremos mostrar que es posible una valoración neta y definitiva del terrorismo, por encima de las circunstancias coyunturales de un momento histórico.
Notas:
[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2297; cf. Juan Pablo II, Mensaje en el Aniversario del 11-S, (14.9,2002).
[2] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Constructores de la paz, 96, Edice, Madrid 1986, 55; cf. Juan Pablo II, Homilía en Drogheda (Irlanda) (29.9.1979).
[3] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica, Evangelium vitae, 57, afirmación que goza de la calificación de doctrina de fe divina y católica; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal aclaratoria de la fórmula conclusiva de la profesión de fe (29.VI.1998), 5 y 11: Ecclesia 2.902 (18. VII. 1998) 1086-1089.
[4] Cf. Pablo VI, Carta Encíclica Populorum progressio 31; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientiae, 79.
[5] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1867.
[6] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor, 80.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 1869.
[8] Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 36; Id., Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia, 16.
[9] Juan Pablo II, Carta Encíclica Evangelium vitae, 24.
[10] El Papa Juan Pablo II ha recordado cómo del olvido de Dios se sigue el desprecio de la vida humana; Carta Encíclica Evangelium vitae, 22: "... cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano II: «La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» [Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 36]. El hombre no puede ya entenderse como «misteriosamente otro» respecto a las demás criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes, como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a «una cosa», y ya no percibe el carácter trascendente de su «existir como hombre». No considera ya la vida como un don espléndido de Dios, una realidad «sagrada» confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «veneración». La vida llega a ser simplemente «una cosa», que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable".
[11] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 37.
[12] Cf. Juan Pablo II, Carta Encíclica Veritatis splendor, 1.
[13] Juan Pablo II, Discurso al Cuerpo Diplomático (12.1.1979): "vencer el virus de la violencia manifestado en formas de terrorismo y represalias invita a desterrar el odio".
aranza