Mensajería
Los derechos de lo invisible
Por | Ignacio Sánchez-Cámara
Las cuestiones más acuciantes para el valor de la vida se debaten entre la ciencia y la política
Los debates morales contemporáneos parecen entablarse con la, acaso impremeditada, intención de alfombrar el paso al error. En ocasiones, parece que sólo están invitados a participar en ellos quienes previamente renuncien a la posibilidad de tener razón. Sólo son admitidos quienes renuncian a tenerla (al menos, hasta que se decida por mayoría). Se trataría así de decidir cuál es el error dominante o mayoritario. Las reglas de juego generalmente aceptadas representan el triunfo de uno de los participantes en los debates: una mezcla de consecuencialismo, emotivismo y relativismo. La pretensión de verdad es estigmatizada como signo perverso de dogmatismo e intolerancia.
Por este camino, quienes se opusieron a la esclavitud deberían haber tolerado la moral particular de los negreros. Un médico que prescribe un tratamiento correcto no es intolerante; sólo lo es si obliga al paciente a tratarse por la fuerza. La tolerancia no se nutre del error, sino del respeto a quien se equivoca.
El caso de los debates bioéticos resulta especialmente penoso. Las cuestiones más acuciantes para la dignidad de la persona y el valor de la vida se debaten entre la ciencia y la política. Pero la ciencia no puede proporcionar ninguna solución moral, sino sólo los términos del problema. La ciencia y la técnica suministran el problema; nunca la solución. La política, si se trata de una democracia, puede consagrar la solución preferida por la mayoría, pero no la preferible en sí misma. El sufragio universal no dirime cuestiones de verdad, bondad o belleza. La filosofía moral queda convertida en silente convidada de piedra al festín de la ¿bioética? Sólo el científico, el político o el votante tienen la palabra. La verdad moral no existe. No es extraño que vayamos un tanto a la deriva (por no hablar de absoluto y letal naufragio). La reciente Ley Española de Investigación Biomédica consagra la indignidad del embrión, de la vida humana en su primera etapa; es decir, de aquello que fuimos todos un día. Al final, clonar seres humanos no estará mal en sí mismo; todo dependerá del fin. El fin de la curación justifica el medio de la eliminación de embriones. El fin de la fecundación «in vitro» justifica el medio de la destrucción de los embriones sobrantes o su utilización como mercancía. Ya se anuncia la venta de un "nuevo" anticonceptivo que impide la menstruación. Toda una revolución hormonal. La naturaleza es vuelta del revés, a la vez que se le rinde un tributo reverencial. Pero si damos la espalda a la naturaleza, ella terminará por volvernos la espalda.
No estamos ante un enfrentamiento entre creyentes y ateos, o entre cristianos y quienes no lo son. Hay, sin duda, un ideal cristiano de vida, cuyo modelo es Jesús de Nazaret, pero no hay algo así como una bioética (o una ética) cristiana, sino un orden moral universal que debe ser debatido y descubierto (pero no arbitrariamente creado) a través de la razón. El diálogo es entonces un método (no el único) para el descubrimiento y discernimiento de la verdad moral, del que nadie de buena fe debe ser excluido, pero no para su arbitraria determinación por mayoría o por unanimidad.
Omitiremos los nombres para excluir el ensañamiento intelectual. Hay «eminentes» científicos y moralistas, con cátedra en universidades de caducado prestigio, que sostienen, al parecer en serio, que un gran simio tiene más derechos «humanos» que un niño de dos años. O que la vida, esta vez sólo la humana, posee dignidad y merece protección sólo cuando es autoconsciente y puede sufrir en su autoestima. La consecuencia es que los niños de menos de dos años, los enfermos terminales, o incluso quienes duermen, carecen de la protección del derecho a la vida. Incluso hay quien piensa que el durmiente deja de ser la persona que era y al despertar pasa a ser otra distinta. Paradojas del seudoempirismo radical. La protección del embrión resultará entonces para ellos pura irrisión. Tampoco faltan argumentos falaces, como el que pretende que si el mal ya está hecho en el propio país o en otro vecino, no queda más remedio que perseverar en la senda del mal y del error. La verdad es que la cosa ya empezó con la aceptación de la fecundación «in vitro» y continuó con la legalización del aborto. Como no cabe, por lo visto, dar marcha atrás, hay que continuar con la huida mortal hacia delante. En este sentido, se argumenta que no cabe oponerse a la clonación terapéutica por la razón de que ya se eliminan embriones en la fecundación «in vitro» o en los abortos provocados. Por lo demás, lo usual o lo mayoritario no es sinónimo de lo bueno. Vivimos todavía moralmente de los restos de un universalismo que no nos pertenece sino del que somos herederos y depositarios y al que renunciamos. Pero al defenderlo, no nos justificaríamos a nosotros mimos, sino a una presencia y realidad superiores y anteriores. Esclavos de lo visible, ignoramos que, como ha afirmado Robert Spaemann, «entregarse a la realidad, es entregarse a lo invisible». No hacemos aquí sino reivindicar los derechos de lo invisible.
aranza