De Fábula

El dios que no tenía paz ni tranquilidad

2010-08-09

Esto lo entendió perfectamente un amigo mío que anduvo por todos los caminos del...

P. Alberto Ramírez Mozqueda

¿Podemos imaginarnos un Dios sin paz y sin tranquilidad, algo que nosotros los humanos vamos buscando en Él? Pues precisamente eso es nuestro Dios, un Dios defectuoso, con dos defectos cada vez más notorios: vive sin paz hasta que no haga regresar a los hijos que se han ido y vive sin tranquilidad hasta poder acercarse a cada uno de ellos.

Nunca más podremos concebir a un Dios impasible, sosegado, sereno, pero inmóvil, frío, insensible, que no nos serviría para nada.

Ese Dios sin paz y sin tranquilidad es el que nos descubre Jesucristo, que nunca se vale de discursos para convencer al hombre, sino que toma el camino de la acción para hacer sentir su presencia, su amor y su cariño hasta dejar al descubierto al rojo vivo lo más precioso de Dios, lo más distintivo suyo, su amor llevado hasta el extremo de llamarse misericordioso.

Como no tenemos costumbre de tomar las Escrituras en las manos, en esta ocasión recomendaré tomar entre las manos la Palabra de Dios, buscando el capitulo 15 de San Lucas, y ahí nos encontraremos con tres de las llamadas "parábolas", que son cuentos o historietitas candentes, más candentes que las que algún marido impotente obliga a ver a la señora por las noches en la recámara para sentirse motivado y poder tener una relación conyugal completa.

Hagan la prueba. Ahí se encontrarán, aunque nosotros no seamos pastores nunca más, con un pastor que viendo perdida a una de sus ovejas, deja el resto de las suyas, para correr por entre los montes, aunque sea al borde del precipicio, para regresarla lleno de alegría, en su propio regazo, a reunirla con el resto de las ovejas.

Nosotros no haríamos otro tanto, las matemáticas para nosotros funcionan de otra manera. Con Dios, no. Para él una sola es tan importante que no puede darse el lujo de ver que una sola de ellas se pierde.

La segunda historieta es la de la mujer que en su casa pierde una moneda muy valiosa, quizás una de sus preciadas arras, y revuelve toda la casa hasta que la encuentra, lo que le da ocasión de dar fiesta a sus amigas, para alegrarse con ellas.

Pero la gran historia, la magistral historia, que nos habla del Dios lleno de amor, de ternura, de perdón, de acogida, de gozo, de alegría, el Dios más maternal que nosotros nos pudiéramos imaginar, y muy lejos del Dios enojado, frío, insensible, con deseos de venganza, siempre con dolor de estómago y de cabeza que nosotros nos hemos inventado, es la parábola que impropiamente hemos llamado del "hijo pródigo" porque mas bien deberíamos llamarla la del "padre misericordioso" y lleno de amor.

No me detengo, en contar detalles, y tiene muchos, de la historia, invitando a mis lectores a que lo hagan por sí mismos, pero en resumidas cuentas se trata del hijo que quiere irse de casa, que quiere probar sensaciones nuevas y que pide que se le dé de una vez por todas, la herencia que le tocaría a la muerte del padre.

Éste le ama mucho, pero lo respeta, respeta su libertad, esa libertad en la que él mismo lo educó, y mira contra toda su voluntad, que el hijo se aleja, aunque él presiente que no será para siempre.

El muchacho, que no tiene nombre en la Escritura, quizá para que podamos poner el nuestro, se marcha, se da la gran vida, consume hasta lo último la morralla que le quedaba en su bolsa y regresa consumido por el hambre y el arrepentimiento.

El padre espera, espera con ansia y con ilusión, y al regreso del hijo, corre a su encuentro, lo cubre de besos, lo apapacha, lo mira, vuelve a besarlo, no hay ningún reproche, ninguna palabra de reconvención, ninguna advertencia, sino todo lo contrario: una fiesta, una rumbosa fiesta para festejar al que se había alejado y que todos los demás daban por muerto.

La historia se alarga todavía un poquito describiendo la actitud del hermano mayor que se sorprende porque su padre haga fiesta por su hermano pecador, y se resiste a tomar parte en ella.

Este hermano mayor se parece mucho a los cristianos que estamos a regañadientes, incómodos y malhumorados en la Eucaristía dominical, y que no encontramos ningún motivo para alegrarnos, hasta convertir nuestra Eucaristía, en un banquete en el que nadie come y del que se desea estar lo más pronto posible de regreso a casa.

Con esto, podremos entender mejor las circunstancias que motivaron las tres escenas descritas por Cristo: los fariseos que observaban acuciosamente a Cristo y lo criticaban acremente porque no rehuía acercarse a los pecadores y comer con ellos.

Esto lo entendió perfectamente un amigo mío que anduvo por todos los caminos del pecado, que por sus vicios y sus francachelas perdió cuanto tenía, pero que sobre todo había perdido la confianza en Dios.

Él me platicó que algún día, sirviendo de guía a unos amigos que pasaban por casa, se sentaron frente al altar de la iglesia de su pueblo, y cuando levantó la vista, se fijó que bajo el altar estaban inscritas esas palabras: "Éste recibe a los pecadores y come con ellos".

Esto bastó para que mi amigo cayera de rodillas, y comenzara lleno de arrepentimiento pero presa de una gran alegría, el camino de su propia conversión.

Es el momento de emprender el camino nuestro, para encontrarnos con el Dios que no tiene paz ni tranquilidad, mientras cada uno de nosotros no emprendamos el camino de regreso a su propio corazón. 



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