Cuentos
Carmela
SERCAMBEL
Cuando los relámpagos parecían ojos parpadeantes de espectros luminosos espiando detrás de las delgadas cortinas, ella se encogía como si sus hombros pudiesen ahuyentar de manera definitiva el miedo a esos entes desconocidos que se dibujaban en su mente las noches de tormenta. En el piso de abajo, sin embargo, parecía vivirse una realidad diversa, plena de alegrías y encantos. Sus hermanos y su madre jugaban un juego inventado por ellos al que llamaban “Encrucijada”. A Carmela el solo nombre le causaba una extraña sensación. El juego consistía simplemente en adivinar con base en las respuestas dadas ante preguntas específicas cuál sería el mejor camino a seguir a un sitio inventado por el jugador en turno. Para Carmela la evocación de una encrucijada la hacía deprimirse como si hubiese perdido algo valioso o a alguien quizá, entonces su mirada se fijaba en algún punto del techo, la pared o alguna cortina y ahí entre las humedades, grietas y estampados descubría soledades de su pasado, de otras vidas o de otras personas.
Carmela era una joven solitaria, gustaba de caminar por el parque siguiendo las diferentes veredas, como cazando un espacio o un paisaje que jamás había visto pero que la estaba esperando. Más allá de las personas con quienes se cruzaba en su camino no tenía mayor cercanía con nadie. Intercambiaba una sonrisa, tal vez algún saludo breve y nada más. Eran aquellos seres del mundo una especie de autómatas evocados por la imaginería de alguien que deseaba perturbar la paz interna de Carmela. Juegos mágicos de un ente que no tenía mejor cosa que hacer más allá de molestar a las criaturas del mundo…a ella especialmente.
Sin embargo, tenía un amigo, Dreo, lo veía con relativa frecuencia por las noches y los fines de semana por las mañanas. Era un joven serio, que parecía llevar un esbozo de sonrisa a todas partes pero con una capacidad para el silencio asombrosa. Su mirada antigua parecía provenir de alguna profunda gruta labrada por recuerdos. Sin edad ni ocupación precisas, surgía de repente para hablar con Carmela por horas, quien, con él de la mano, solía dar con aquellos parajes que intuía en sus andares por el parque.
La relación cuasi platónica del parque y algunas callejas antiguas y oscuras, era transformada ocasionalmente en pasión durante febriles noches húmedas en las que sus cuerpos se encontraban desnudos, copulando entre los árboles, a la luz de miles de estrellas, lunas y soles rojizos, como si la pasión encendiese los astros y el mullido follaje del bosque excitara los cuerpos. Ahí Carmela y Dreo gemían mientras los lobos aullaban y los zorros caían en las trampas de los comerciantes de pieles…
Una mañana Carmela caminaba rumbo al colegio, el aleteo desesperado de un ave la distrajo. El desafortunado pájaro estaba atrapado entre las espinas de un rosal que crecía salvajemente adosado a una vieja cerca de madera que paciente parecía soportar la espinosa carga, como si no hubiera otro remedio. El ave silbó un lamento y Carmela sintió una punzada en el pecho, miró al ave en su trampa y se acercó; una gota de sangre escurría lentamente del pecho de la pequeña ave. Cuidando de no espinarse, Carmela separó los tallos del rosal y con algún rasguño menor logró rescatar al pájaro que palpitaba como un corazón antes de detenerse. Carmela limpió con su dedo medio la gota de sangre y acto seguido se lo llevó a la boca a fin de enjuagarlo. El plasma rojo y salado se abrazo a la lengua de Carmela y por un momento sintió que caía al suelo…
Carretas con algunos soldados recorrían las callejuelas empedradas de aquella villa, hasta entonces olvidada de los reyes pero no de dios y sus representantes. Nadie sabía por dónde llegarían los agresores ni si en efecto llegarían. Ciertamente había quienes deseaban que los saqueadores de allende el mar se apoderaran de una vez por todas de ese pueblo selectivamente olvidado por las autoridades reales. Las campanadas de la iglesia eran más maldición que llamado y las palabras de los curas pederastas, lujuriosos u homosexuales reprimidos sonaban a blasfemia más que los propios cánticos de los aquelarres paganos de los celtas de la montaña.
Carmela fue encontrada desvanecida entre unos matorrales espinosos, unos cazadores de zorros la encontraron mientras revisaban sus trampas. Los gemidos lastimeros y agudos de Carmela los había atraído como un encantamiento. Estaba semiconsciente, pálida como lápida encalada y un fino hilo de sangre escurría de su boca que se había congelado en lo que a unos les pareció sonrisa y a otros una mueca de desdén. La subieron a un carruaje y la condujeron al centro del pueblo para preguntar si alguien la conocía. Nadie la reconoció.
Después de compartir teorías y conjeturas sobre el origen de la forastera nadie estaba muy seguro de qué hacer con ella, finalmente la comadrona del pueblo se ofreció a cuidar y atender a la fuereña de ropajes extraños y palidez espectral que de la nada había aparecido en el bosque.
Fue una mañana cuando Carmela abrió por vez primera los ojos en aquel tiempo extraño, viejo y frio. Recordaba al ave atrapada en el rosal, la sangre en su dedo, pero nada más. Un olor a leña y cierta humedad en el ambiente la hicieron reaccionar y enderezarse. Miró fríos muros de roca gris, una techumbre de madera negruzca y burdas vigas a poco más de medio metro sobre su cabeza. Era una imagen imposible fuera de un sueño, sin embargo, tan real como su desconcierto. Se incorporó, la madera bajo su lecho crujió resintiendo la carga. Se escuchó una voz proveniente de la parte baja de la vivienda y enseguida el crujir de la madera de la escalinata que conducía al ático. Una mujer de edad media, rostro delicado muy blanco enmarcado por cabellos rojizos y de fuerte presencia apareció a través del hueco que daba acceso de la planta baja de la vivienda al ático. Carmela se espantó y se arrastró un poco hacia atrás, el húmedo y helado muro de piedra la detuvo.
-No temas. Dijo la comadrona con un tono entre condescendiente y autoritario pero convincente.
-¿Cómo te llamas?
Carmela no alcanzó a articular su nombre y tosió un sonido que a la pálida mujer le sonó a Mela. -Hola Mela, yo soy Artemisa y también tu amiga. -Carmela, me llamo Carmela, señora.
La mirada de Carmela recorría la habitación cuyo piso estaba cubierto de paja, buscaba algún indicio de dónde se encontraba, su mente volaba entre explicaciones, miedo y confusión. La blanquísima mujer no la atemorizaba pero tampoco la confortaba. Se encontraba en una especie de trance onírico del que deseaba despertar pero no podía.
-Levántate y baja. Pondré agua para que te laves y te daré algo de comer. Necesitas reponerte, luces muy débil y pálida.
Después de enjuagarse el rostro Carmela daba sorbos a un aromático café, con un ánimo que se acercaba cada vez más al miedo recorría la habitación con la mirada. El mobiliario lo constituía un fogón sobre el que descansaban algunos trastos negruzcos, una mesa de madera con algunos platos y vasos apilados, algunas sillas y la escalera que conducía al ático; crucifijos de diseños diversos e imágenes de sitios oscuros y boscosos colgaban de un rectángulo de madera recargado sobre uno de los muros. Al fondo, tras una cortina gruesa color mostaza, se podía distinguir el pie de un camastro cubierto por gruesas colchas de lo que a Carmela pareció lana. El piso de madera estaba cubierto por pieles de animales distribuidos aparentemente al azar a fin de cubrir la mayor parte de la superficie. El espacio, que no parecía tener una forma precisa, era iluminado por varias velas pacientemente colocadas y encendidas en diversos puntos.
-¿Qué te trajo a Crossroads? Preguntó Artemisa con curiosidad mientras servía potaje en una escudilla. -¿Crossroads? Hasta ese momento Carmela cayó en la cuenta de que había estado hablando en inglés desde que volvió de su estado de semiinconsciencia. –No lo sé, desperté aquí, debo estar soñando. Respondió Carmela. La comadrona entregó la escudilla humeante a Carmela quien la recibió mecánicamente. Su mente divagaba y hacía esfuerzos por despertar. Empezaba a sentirse francamente incómoda y un ligero temblor la recorría. Artemisa percibió el desconcierto de su huésped, le tocó la frente y la miró detenidamente a los ojos. -Platícame, ¿cómo fue que llegaste hasta acá? Carmela sólo recordaba la anécdota con el ave en el rosal y esa fue su respuesta. -¿Dices que bebiste de la sangre del ave? Casi nadie lo hace, les resulta repugnante. -No la bebí, sólo era una pequeña gota en mi dedo… y se trataba de un ave herida, me gustan las aves, pueden volar. Respondió Carmela. -¡Eso fue suficiente para transportarte hasta aquí! Termina de comer, iremos a caminar por el pueblo cuando termines y entonces platicaremos más.
Crossroads era un pueblo ubicado entre un bosque, que se extendía por varias hectáreas hasta llegar a unas playas lisas bañadas por las frías aguas de un estrecho brazo de mar; y una alta montaña rocosa que los lugareños denominaban Agiam. Tres ríos, dos pequeñas lagunas y algunos pozos constituían el aporte de agua; pescados, mariscos, venado y jabalí integraban su dieta junto con los frutos, vegetales y legumbres cultivados por la propia comunidad. El inagotable aporte de leña que el bosque les ofrecía junto con las pieles de zorros, y la lana de numerosos borregos y cabras los protegían del frio.
Artemisa y Carmela salieron a una fría calle de tierra humedecida por la helada nocturna, las casas de piedra con madera parecían haber sido levantadas al mismo tiempo y diseñadas por el mismo aprendiz de constructor. El humo de las chimeneas hacía pensar que las calles estaban vacías más no el pueblo. Carmela se estremeció un poco al sentir el aire frio. Artemisa volvió a la casa por una capa de lana con la que rodeo el cuerpo de Carmela, ésta la aceptó con un gesto de agradecimiento.
-Aquí se vive muy a gusto, o debiera decir se vivía. Desde hace tiempo han estado al acecho unos bárbaros que viven del otro lado del mar. Ya han estado por aquí en tres ocasiones, pero no lograron derrotar a los soldados del rey, quien por cierto sólo se acuerda de nosotros para cobrar los impuestos y cuando su territorio se ve comprometido. Algunos aldeanos han propuesto que pactemos con los bárbaros pero, bueno hija, esa es otra historia. Artemisa por un momento se quedó mirando hacia algún punto que Carmela no logró precisar, parecía que la evocación de los llamados bárbaros la había hecho cambiar su estado de ánimo; y así era, los ancestros de Artemisa habían llegado “del mar” y sus conocimientos provenían precisamente de aquellas tierras de encantamientos, magia y numerosos dioses. Algo en su interior le decía que aquellos bárbaros podrían venir de la misma tierra de sus ancestros. Había distinguido en sus cuerpos tatuajes similares a los de su padre, recordó entonces una frase que le decía con frecuencia: “La naturaleza tiene muchos dioses, cada cual en su sitio y con su misión, no entiendo cómo los nuevos religiosos dicen ahora que sólo hay uno, esa sí que es una blasfemia.”
Carmela escuchaba distante la conversación de la comadrona, no tenía la disposición para atender historias de una tierra que no ubicaba en ninguno de sus recuerdos, que sentía lejana; además, seguía pensando que soñaba.
-Dígame señora, de qué me quiere platicar. Antes de salir de casa me dijo que me diría algo. -¡Sí, algo debo decirte en efecto! Mira, sentémonos en aquellos troncos. Dijo Artemisa señalando dos árboles caídos en los linderos del bosque.
-No estás soñando Carmela, esto es real. El ave que rescataste del rosal es un ave mágica, nosotros la llamamos dreamcatcher. Cuando una persona dejó asuntos pendientes en épocas distantes y en algún momento está lista para concluirlos, esas aves las visitan, les “hablan” de algún modo, les ofrecen beber su sangre y quien opta por hacerlo regresa entonces a concluir lo inconcluso.
Carmela, inmóvil, escuchaba aquellas palabras, se sentía víctima de una mala pasada, su corazón palpitaba a un ritmo acelerado y en sus oídos podía sentir, ¿o escuchar?, cada unos de sus latidos. Parecía como si hubiese corrido sin parar un largo trecho. Pensó en sus escapadas nocturnas para irse a ver con aquel joven de ojos risueños de quien se enamoró siendo una adolescente. Él había partido de la noche a la mañana sin despedirse, tal como se van los sueños, sólo conservaba de él un pequeño verso que escribió apurada una mañana en cuanto despertó: “Carmela, eres el amor de mi vida, una llama que no se apagará en mi corazón y siempre arderá en mi pensamiento”.
Buscó el verso en una pequeña bolsa cosida en el interior de su falda, ¡ahí estaba! Un incipiente dolor abrazó su cabeza. Artemisa aparentemente ajena al malestar y pensamiento de Carmela continuó su explicación.
-Así es hija, este sitio fue tu hogar y lo es aún. Sin embargo, ahora te es ajeno pero lo cierto es que vienes de un tiempo en el que seguramente te sientes incómoda, desadaptada. No cerraste aquí las puertas que debías, te fuiste dejando labores inconclusas y aquí estás de nuevo para reparar los daños o corregir lo mal hecho. Tuviste que moverte en el tiempo para recoger experiencias, para aprender. El ave te ha traído de vuelta, de aquí podrás salir en cuanto concluyas tu misión.
-¿Misión? Lo hace sonar como algo especial o difícil. Estoy soñando, esto debe ser un sueño. Dijo Carmela tajante y se levantó, entonces se dio cuenta que de no despertarse no tenía ni sabía a dónde ir. Tomó su cabeza por las sienes con ambas manos y la sacudió de un lado a otro. No despertó.
-Siéntate Carmela, tranquilízate, lo que te digo es verdad y tu misión no es algo difícil, todos tenemos una misión personal que no tiene por qué ser relevante para otros, sólo para ti misma. No hay misión más relevante que la que te conduce a sitios más bellos, con más luz, más paz y más amor; y no hablo de la muerte ciertamente.
-¿Quiere decir que no podré regresar? ¿No estoy soñando?
-Sí, eso quiero decir. Lo mejor es que aceptes esto y te aboques a tratar de recordar por qué estás aquí. Qué dejaste inconcluso.
Dreo estaba cortando leña de manera automática, de tan frecuente esa tarea era como respirar. A cada golpe diminutas partículas de madera brincaban como queriendo huir de una muerte segura, siempre mejor reintegrarse a la tierra que irse a quemar entre salamandras en algún fogón del pueblo. Una ventisca tan helada como repentina sacó a Dreo de su ensimismamiento. Clavó el hacha en un tronco caído y aguzó sus sentidos. Una especie de rugido parecía provenir del pueblo pero no reconoció el de algún animal de la región, a pesar de su esfuerzo no logró escuchar nada más. La distracción que el sonido generó lo hizo tomar consciencia de su hambre. Levantó sus cosas y se encaminó de regreso al pueblo con su carga incompleta de leña.
En el centro del pueblo reinaba una gran algarabía, habían llegado unos saltimbanquis que hacían piruetas y acrobacias sobre la explanada de la plaza central. El rugido que escuchó no era más que la combinación de las exclamaciones simultáneas de la multitud y el sonido del viento.
Dreo era hijo único de una pareja de campesinos de Crossroads, creció entre los cultivos y el monte, siempre inquieto y descontento. Una cierta nostalgia parecía madurarle el semblante y siempre pareció mayor a su edad real. Se había convertido en leñador porque de ese modo podía alejarse y mantener contacto con su mundo interior, un mundo siempre lleno de inconformidades, de cuestionamientos y de búsquedas.
-¡Dreo! Gritó su padre desde el otro lado de la plaza. Dreo respondió con un manoteo y se encaminó hacia él. -¿Qué haces de vuelta tan pronto? -Escuché algo parecido a un rugido y quise venir a ver qué sucedía. Respondió Dreo mientras se descolgaba el atado de leña de la espalda y lo colocaba sobre el suelo. -Son los saltimbanquis del circo. Hacía años que no venían a Crossroads, desde aquel año de la inundación. Le aclaró su padre. Dreo lo escuchó con poco interés y sólo ofreció una sonrisa como respuesta.
Un evento así era muy raro y definitivamente marcaba la fecha. Los habitantes de Crossroads tendían a utilizar como referencias temporales eventos poco comunes como la inundación, la llegada de los hombres del mar o la vuelta de los saltimbanquis…
Del otro lado de la explanada Carmela y Artemisa veían también las acrobacias. La primera no miraba realmente, sus pensamientos estaban desencajados como su semblante, se sentía presa e impotente. El pensar que no podría salir de ahí la había sumergido en una cierta depresión que no llegaba a tomarla por completo gracias a cierta curiosidad y un vago recuerdo que los colores, olores y ambiente de Crossroads empezaban a evocar en ella.
Artemisa tomó la mano de Carmela, la jaló con firmeza y la hizo subir en una tarima que los vendedores de carne habían colocado para ofrecer sus mercancías.
-Desde aquí veremos mejor a los acróbatas. Afirmó Artemisa.
Carmela subió sin ofrecer resistencia. Miraba con poco interés a los cirqueros cuando un rostro familiar del otro lado de la explanada atrajo su atención. ¡Es Dreo! Pensó. Sintió un escalofrío y el corazón parecía darle vuelcos en el pecho. Estaba muy excitada, sus manos se humedecieron como si hubiesen atrapado la humedad de su boca seca. Artemisa al percibir el cambio repentino en el semblante de su acompañante la tomó de la mano y siguiendo su mirada buscó entre la multitud aquello que había generado tal cambio en su nueva inquilina. Miró a Dreo, lo reconoció de inmediato y enseguida volvió su mirada hacia Carmela, pudo darse cuenta que justo ahí, del otro lado de la plaza se encontraba el motivo que el dreamcatcher tuvo para transportar a Carmela a Crossroads.
Carmela se levantó temprano y con los sueños a flor de piel recorrió la vereda al bosque de los leñadores. El dreamcatcher la seguía de cerca y buscaba el preciso momento para encantarla y moverla en el tiempo, debía despedirse y unir sus vidas en un trance especial que le permitiría trascender a la dimensión de las existencias resueltas. Donde el dolor y sufrimiento ya no tenían lugar. Carmela sorprendió al ave mágica sobre una rama baja que casi le rosaba la frente. El pájaro pareció sonreír y le mostró la gota de sangre en su pecho. Carmela la tomó con su dedo.
-Carmela despertó de un largo sueño, los doctores dijeron que no estuvo en coma sino inconsciente. Muy raro su caso, según me dijeron. Lo bueno es que está mejor ahora. Le explicaba la madre de Carmela a una vecina.
En su habitación Carmela trataba de ordenar sus pensamientos mientras bebía a pequeños sorbos una taza de té. Miraba su recámara con extrañeza, se preguntaba si, finalmente, todo habría sido un sueño. Sus hermanos le habían comentado que durante tres días había estado inconsciente y tenía a la familia muy preocupada. Carmela les preguntó confusa si alguien la había buscado en esos tres días, pensando que quizás Dreo lo habría hecho, no fue así.
Los pensamientos seguían aglomerándose en su cabeza, su último recuerdo era el rostro de Dreo entre la multitud y la mano cálida de Artemisa sujetando la suya. Esos recuerdos nebulosos tocaban sus vísceras y escapaban a través de sus poros humedeciendo su pecho y manos. La ansiedad que había sentido en aquella especie de sueño era tan real como sus deseos de volver a Crossroads y un sorpresivo desagrado por haber vuelto a una casa que por alguna misteriosa razón ya no sentía suya. Haber vuelto a aquella vida en la que vio nacer a su espíritu y abrirse ante sus pasos un nuevo sendero luminoso por el cual caminar de la mano de Dreo oprimía su pecho con tal fuerza que respirar se le dificultaba y sentía que de un momento a otro su corazón dejaría de latir… recordó al ave atrapada entre la espinas. No sabía que sólo había vuelto para despedirse…
Dreo caminaba pensativo bajo una lluvia pertinaz que en Crossroads no era más que parte del día a día. Artemisa le había dicho que Carmela estaba de regreso y que aquella mañana había ido al bosque a buscar leña pero que no volvió a la hora acordada y que, de hecho, pensó que estaba con él.
Las idas y vueltas entre tiempos y planos parece ser algo peculiar y único de acuerdo al espíritu que ejercita su libertad de escoger sus vidas. Dreo decidió en algún momento permanecer en aquel húmedo lugar, retomando sólo en sueños su contacto con el alma gemela que milenios atrás su Dios le había prometido. En las evocaciones de sus sueños vívidos encontraba a Carmela, cada vez más despierta, cada vez más lista para salir de la rueda de las vidas terrenales…
-Carmela, baja a desayunar. Le gritó su madre desde la cocina.
-No tengo hambre mamá, más tarde bajo y caliento lo que me hayas preparado. Gracias. Respondió Carmela desde su cama, con la mirada fija en la lámpara de tres focos que colgaba del techo de esa habitación presente y ausente a la vez. -Como quieras pero por favor come algo hija. Tengo que salir, vuelvo más tarde. Indicó la señora antes de cerrar la puerta tras ella.
Carmela escuchó la puerta cerrarse, se puso en pie y miró a través de la ventana como su madre subía a su auto y se marchaba. En Crossroads no hay autos, pensó. Recorrió la calle con la mirada, vio los autos en las cocheras, los jardines sin bardas, las casas de ladrillos rojos y tejados color ocre. Se sintió extraviada, triste, sola.
La noche de aquel día Carmela cenó con sus hermanos y su madre. Un ambiente frágil e inusual reinaba en el comedor. Al final de la cena, Carmela se levantó repentinamente de su asiento, y ante el desconcierto de su familia se dirigió a cada uno de ellos, los abrazo y les murmuro al oído: “te amo, gracias por estar”.
La mañana siguiente Carmela salió de casa temprano, por un momento el sol y el calor la incomodaron, parecía que había olvidado el clima templado de su ciudad natal, al menos de ese tiempo. Caminó decidida a encontrarse con el dreamcatcher, después de andar unos minutos a la distancia miró la desvencijada barda con el rosal recargado en ella. El pájaro no estaba, espero unos momentos, el ave no apareció. Mirando fijamente el rosal, evocó en sus pensamientos la gota de sangre que la había transportado al tiempo de su reencarnación definitiva, supo entonces que el supuesto viaje al pasado no era más que una simple vivencia esclarecedora, se había movido en el tiempo para confirmar su amor, su camino y encontrar la luz. Ya no requería la gota de sangre material, una simple evocación de la misma era suficiente, cerró los ojos, respiró profundo y con la sensación de la sangre en su boca volvió de inmediato a donde siempre había pertenecido…
Su madre y sus hermanos nunca recordaron que habían tenido una hija y una hermana. La supuesta habitación de Carmela era un estudio-biblioteca con muros cubiertos por libreros de madera repletos de libros heredados. El amplio ventanal daba a un jardín trasero circundado por rosales. Un sillón de piel y un escritorio a juego constituían el resto del mobiliario. Entre dos libreros, en la única parte visible del muro, colgaba una acuarela sin edad y de origen impreciso mostrando un poblado medieval al pie de una húmeda y fría montaña.
Finalmente, Carmela y Dreo caminaban sobre un sendero lechoso, suave y aromático. Sus ojos alcanzaban a distinguir colores inimaginables y sus voces no eran más. Dialogaban telepáticamente con multitud de sonidos, imágenes, colores y signos. Sus cuerpos etéricos emitían una luz azulada muy pálida que rayaba en lo blanco.
En Crossroads, Artemisa miraba las estrellas brillando sobre los árboles de la montaña, el humo de su chimenea sugería calor, unión y trascendencia. En este poblado sin sitio preciso, humilde y sencillo, se ubicaba la puerta dimensional resguardada por Artemisa en la que confluían los espíritus ya gestados para eslabonar su última vida terrestre con la de sus almas gemelas, con esas otredades que dejan de serlo para convertirse en Uno. Unidos se incorporan a ese ente nave-galáctica que parte a los confines del universo, allá donde los seres que habitan este planeta confluirán para continuar su viaje cósmico. Es esa pequeña casa, en aquel húmedo poblado, al que se llega a través de una gota de sangre el punto de partida, el inicio del retorno al luminoso lugar que millones de años atrás nos vio partir para cumplir una misión de rescate que por una causa oscura se prolongó mucho más de lo esperado pero que hoy con miles de vidas a cuestas hemos concluido.
Carmela y Dreo sólo existen de nombre, sobre el papel lucen temerarios y certeros pero lo cierto es que sus esencias se cobijan, confunden y esconden en las profundidades intangibles del cerebro humano.
El día que las Carmelas y Dreos asuman en equilibrio el control de nuestras vidas, despertaremos del sueño hipnótico en el que los demonios de la historia cósmica nos han sumergido obnubilándonos con la sensualidad de este plano de ilusiones, dualidad e inconsciencia.
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