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¿Qué esperar de la política exterior de Putin?
ANNA ARUTUNYAN | Política Exterior
Una solemnidad especial abrigó la ceremonia de apertura del cuarto período presidencial de Vladímir Putin el 7 de mayo, cuando el centro de Moscú fue acordonado para la marcha de su comitiva hacia el Kremlin. El silencio envolvió no solo las calles de la capital de Rusia, sino también las frecuencias de radio de todo el país. De hecho, los funcionarios fueron advertidos de abstenerse de apariciones en radio y televisión el día de la inauguración para garantizar que “un solo hombre” dominase la agenda informativa.
En un principio, el grado de control sobre los procedimientos puede parecer extraño, sobre todo después de lo que parece haber sido una victoria electoral decisiva. Putin obtuvo el 76% de los votos en marzo, con una participación general del 67%. Las cifras parecen haber sido más altas de lo que incluso los altos funcionarios de Putin anticiparon.
Pero si bien estos datos reflejan un apoyo genuino al presidente, también son el resultado de la implacable propaganda de su gobierno, la clausura de un espacio de oposición, la eliminación de cualquier alternativa y la centralización de los activos y la toma de decisiones en manos de unos pocos. Las élites, pero también los rusos de a pie, desconfían del Estado de Derecho, incluso en lo que respecta a las elecciones. Muchos creen que el proceso electoral se enturbia para generar un respaldo claro al gobierno. A pesar del convincente desempeño de Putin en las urnas, la ansiedad persiste, incluso en el Kremlin, sobre la legitimidad de su liderazgo.
Esta ansiedad se manifiesta en las políticas del gobierno tanto en Rusia como en el extranjero. En casa, se usa continuamente la fuerza para reprimir la disidencia, incluso cuando los manifestantes no representan una amenaza real para el Estado. Lo vemos en las duras medidas represivas contra las manifestaciones del 5 de mayo, puestas en marcha por el líder de la oposición Alexei Navalny, descritas por las autoriades rusas como parte de un plan occidental para derrocar al gobierno. Otro ejemplo sería la profunda aversión de Putin a las revoluciones de colores en el espacio postsoviético.
De cara al exterior, el Putin necesita proyectar tanta fuerza como lo hace de puertas para adentro. De hecho, su política exterior se ha entrelazado durante mucho tiempo con la política interna. El apoyo al presidente está enraizado en parte en las percepciones de los rusos sobre la influencia del país en el escenario mundial. Se basa en su capacidad para restablecer el estatus de gran potencia de Rusia y para demostrar que Rusia importa, en especial en un momento en que la desconfianza entre Moscú y Occidente es la más profunda desde el final de la guerra fría.
Como resultado, se puede decir que no hay muchas razones para esperar un gran cambio en la política exterior rusa durante el próximo mandato de Putin.
Demostrando que Rusia importa
Que la política interior y exterior de Rusia esté estrechamente vinculada es el estribillo habitual de los expertos en los asuntos del Kremlin y los diplomáticos extranjeros que están en Moscú. Otro asunto, aún más llamativo, es la sensación de profundo temor sobre el hecho de que el mundo acecha cada vez más a Rusia. “El problema no es que Rusia y Occidente tengan diferentes narrativas acerca de los acontecimientos”, remarca un experto que participa en el diálogo sobre Ucrania. “El problema es que Occidente ha perdido todo sentido moral y está empeñado en hacernos daño”.
La preocupación sobre el empeño occidental en “perjudicar” a Rusia no se limita a los halcones del Kremlin. Incluso los miembros de la élite pro-occidental “están consumidos y deprimidos”, como señala un experto. Habiéndose opuesto a la confrontación con Occidente desde el final de la era soviética, ahora sienten que Occidente les ha defraudado. Algunos se están empezando a unir a la narrativa de la “fortaleza sitiada”. Además, visto desde Moscú, las amenazas parecen reales, ya que las potencias occidentales invaden áreas que Rusia percibe dentro de su esfera de influencia.
En este sentido, destacan dos objetivos principales en las acciones exteriores de Putin. En primer lugar, pretende impedir que las antiguas repúblicas soviéticas y los Estados del oeste y sur de Rusia se unan a la OTAN y a la Unión Europea, cuya expansión en los países bálticos ya se considera un auténtico desafío para la seguridad de Moscú. En segundo lugar, en un sentido más amplio, busca reforzar el estatus de Rusia como una gran potencia y garantizar su importancia a nivel internacional. En la práctica, si esa importancia global rusa se demuestra negativamente –sembrando la discordia o alimentando el conflicto– o positivamente –adquiriendo un papel de pacificación– no parece importar demasiado a Moscú. Lo que cuenta es ganarse la atención internacional y que el mundo perciba que Rusia es una potencia a tener en cuenta.
Ambos objetivos –la esfera de influencia y un mayor estatus– resuenan en el interior del país. Y ambos son críticos para la legitimidad de Putin, según muchos ojos rusos. El análisis de cómo se exhibieron los dos puntos durante el período presidencial de 2012-2018 da una idea de cómo es probable que se forje su política exterior en medio del actual enfrentamiento con Occidente.
Una política exterior con la audiencia rusa en mente
Cuando Putin regresó a la presidencia en 2012, su elección fue recibida con protestas callejeras que eclipsaron a las que tienen lugar hoy. La sombra que esas demostraciones arrojaron sobre su legitimidad sostuvo su deriva hacia el nacionalismo y la retórica agresiva antioccidental. También influyó en sus políticas en el extranjero.
En 2014, la caída del gobierno de Víktor Yanukóvich en Ucrania y el alejamiento de Kiev de la esfera de influencia de Rusia representaron una amenaza pero también una oportunidad para el Kremlin. Moscú justificó su posterior anexión de Crimea haciendo apelaciones a su derecho de autodeterminación. Pero en realidad, la anexión sirvió a los intereses estratégicos y a la política interna rusa, y en gran parte estuvo impulsada por los temores de que Rusia perdiera a otro vecino postsoviético y a su propia Flota del Mar Negro, posicionando frente a Crimea a la OTAN. Así, al anexionarse Crimea, Rusia al menos la protegía de la Alianza Atlántica. La anexión también aplacó a los nacionalistas rusos, para quienes apoderarse de Crimea había sido un sueño desde hacía décadas, reforzándose así la legitimidad interna del Kremlin.
Impulsado por su éxito en Crimea, Moscú respaldó a las fuerzas separatistas en el este de Ucrania, en la región del Donbás, argumentando que estaba protegiendo la identidad de los rusos étnicos ante un Kiev cada vez más nacionalista y pro-occidental. Pero Moscú también se estaba aprovechando de un renacimiento del sentimiento prorruso en el Donbás para desestabilizar Ucrania y a su nuevo gobierno, y, una vez más, reforzar su propia legitimidad nacional jugando con el sentimiento nacionalista de una Rusia resurgente.
En el otoño de 2015, el despliegue de las fuerzas rusas para respaldar a Bachar el Asad en Siria fue en buena parte para fortalecer a un aliado e impedir que las potencias occidentales, que acababan de propiciar el derrocamiento del líder libio Muamar el Gadafi, destituyesen a otro gobernante. Moscú también tendría genuinos temores sobre la inestabilidad que podría proseguir la caída de El Asad y sobre la creciente prominencia de los yihadistas del Cáucaso. Pero su intervención en Siria sirvió también para reforzar el estatus de poder de Rusia en el mundo. La injerencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 –que niega– tuvo un propósito similar. No está claro si pretendía interrumpir el voto, socavar la legitimidad de lo que Moscú suponía sería el mandato de Hillary Clinton o realmente trastocar el resultado. Lo que está claro es que la intromisión llevó a Rusia a los titulares occidentales y a los debates sobre políticas.
Las consecuencias de hacer que Rusia “importe” de esta manera tan negativa han resultado corrosivas para las relaciones con Occidente. Pero el papel de Rusia en Ucrania, Siria y las elecciones estadounidenses ha fortalecido la posición del Kremlin en el interior del país, al crear la sensación de que Rusia es tomada en serio en el mundo. Los intentos de Moscú de expandir su influencia a nivel internacional se alimentan y nutren a su vez el sentimiento nacionalista. Además, cada respuesta negativa occidental al comportamiento virulento tan propio de Moscú fuera de sus fronteras –ya sea en las elecciones de EU u otras cuestiones de ciberseguridad e intromisión política, amén del apoyo a grupos nacionalistas en Europa–, ha sido visto en Rusia a través del prisma de la hostilidad hacia el país que ejerce Occidente. La televisión estatal, que interpreta la política occidental para millones de rusos, se deleita en exhibir historias de Rusia dominando los titulares occidentales. Frente al oprobio internacional, las sanciones y el aislamiento, el Kremlin ha explotado el creciente sentimiento antirruso en Occidente para propagar una visión de sí mismo que dice que Rusia, y el Kremlin en especial, son importantes.
Un proceso de toma de decisiones informal
La combinación de política exterior e interior se debe en parte a la forma en que el Kremlin desarrolla su acción exterior. Las principales decisiones de Rusia no se toman en el ministerio de Asuntos Exteriores. “En Exteriores hay interlocutores, pero no dirigentes políticos “, comenta un diplomático occidental. En cambio, las políticas se originan en la administración presidencial o en la variedad de servicios de seguridad dedicados al interior y al exterior. A veces también emanan de otros actores más oscuros: desde oligarcas hasta think tanks. Los orígenes de las actuaciones de Crimea y el Donbás, según algunos informes, parecen haber sido desarrolladas en documentos o discusiones de tales think tanks. En lugar de una estrategia establecida y una coordinación centralizada, una panoplia de “visiones” promoviendo holgadamente la grandeza de Rusia compite por los ojos y los oídos de Putin. Y luego, dicen los expertos del Kremlin, el presidente, como principal árbitro, toma, a menudo verbalmente, la decisión final.
Toda clase de ideas, principalmente las centradas en mantener al gobierno en el poder, se filtran en la toma de decisiones del Kremlin. Están alimentadas por el sentimiento nacionalista y la ira genuina ante lo que se percibe como un doble rasero occidental. Las contradicciones dentro del orden internacional, los desprecios reales o percibidos sobre los intereses de Rusia en el exterior, todo se transforma dejando de ser un simple desafío para convertirse en una amenaza existencial.
Para racionalizar su comportamiento, el Kremlin se proyecta dentro y fuera del país como un gran sabio, años por delante de un orden liberal decadente a punto de sucumbir a su propia ingenuidad acerca de cuán cínico y peligroso es en realidad el mundo. Un veterano asesor del Kremlin reflejó esta cosmovisión: “En el pasado, EU tomaba el control de un país y este florecía: Alemania, Japón. Mira ahora Irak, Ucrania. La situación ha cambiado, pero [las élites estadounidenses] ni siquiera lo saben. Rusia está reaccionando a la nueva realidad, no a la fantasía sobre la anterior”.
Hacia la contención y el compromiso
Es probable que el mayor deterioro de las relaciones entre Rusia y Occidente en los últimos meses refuerce las tendencias evidentes en la política exterior rusa durante el último mandato de Putin. Las consecuencias diplomáticas del incidente de Sergei Skripal –un exagente de inteligencia ruso envenenado con un agente neurotóxico, en un ataque del que las potencias occidentales acusan a Rusia–; la nueva ronda de sanciones adoptada por EU en respuesta; y los ataques occidentales contra Siria en reacción al ataque de armas químicas del régimen de El Asad han creado una espiral de tensiones.
“Soy menos optimista que hace un mes”, dijo un destacado experto vinculado al Kremlin a mediados de abril. “Putin estaba más relajado sobre la situación interna, ¿para qué molestarse [en una escalada]? Pero luego tuvo lugar lo de Skripal”. Otro experto lo expresó de esta manera: “Putin ve la campaña contra Rusia como un intento de minar el comienzo de su mandato para socavar su legitimidad”.
Dada la actual escalada, Rusia, aunque por ahora quizá carezca del apetito o los recursos para implicaciones militares adicionales en el exterior, parece responder con una retórica antioccidental, un apoyo continuo a los partidos nacionalistas o aliados del Kremlin y potenciales ciberataques en otros lugares. A nivel interno, el Kremlin explotará la presión occidental y las críticas a las acciones rusas para alimentar su narrativa de “fortaleza sitiada” y así reforzar su propia autoridad. Esto podría tener un efecto particularmente negativo en los esfuerzos nacionales de reforma y en cualquier posibilidad de diálogo constructivo con Occidente.
Las sanciones de EU del 6 abril, dirigidas a siete oligarcas, 12 empresas y 17 altos funcionarios rusos deben considerarse bajo esta perspectiva. Esas sanciones buscaban castigar, en palabras del departamento del Tesoro, la “actividad maligna de Rusia en todo el mundo, incluyendo su idea de continuar ocupando Crimea y de instigar la violencia en el este de Ucrania, suministrando al régimen de El Asad material [sic] y armamento mientras bombardean a sus propios civiles, e intentando subvertir las democracias occidentales y las actividades cibernéticas maliciosas”. Pero en lugar de cambiar la política rusa, las nuevas sanciones de Washington han llevado a las élites a posicionarse alrededor de Putin. Según funcionarios rusos, la respuesta occidental al envenenamiento de Skripal galvanizó a los votantes rusos, en parte explicando la alta participación en marzo. La mayoría de los rusos simplemente no creía que Moscú fuera responsable y veía la reacción occidental como una postura anti-Kremlin.
Que Occidente debe recurrir a acciones punitivas para contener el comportamiento agresivo de Moscú, sus amenazas a la seguridad de las naciones occidentales, y su anexión de Crimea y la intromisión en la región ucraniana del Donbás no está en cuestión. Pero la reciente ronda de sanciones, agrupando diferentes acciones rusas como “actividad maligna”, golpea el corazón de la inseguridad del Kremlin. En lugar de crear incentivos para cambios en la política o el comportamiento rusos, estas sanciones sirven para reforzar la narrativa del Kremlin de que Occidente sitiará a Rusia ante cualquier cosa que haga. Para trabajar de manera más efectiva, cualquier nueva sanción occidental debe centrarse en acciones específicas, si es necesario, pieza por pieza, en lugar de combinar todas las actividades agresivas del Kremlin en el exterior. Las potencias occidentales deberían establecer claramente lo que debería suceder para que esas sanciones se levanten.
Las sanciones también deben combinarse con vías de diálogo y cooperación. Incluso dentro del ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, que critica a los gobiernos occidentales por su hipocresía e insultos a la dignidad rusa, muchos diplomáticos quieren trabajar con Occidente en cuestiones que van desde la lucha contra el terrorismo y el tráfico de drogas hasta la política energética. Tal diálogo podría ayudar a canalizar el impulso de poder global de Rusia hacia objetivos menos agresivos y más productivos.
Jamileth
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