El Pez Muere por la Boca
López Obrador, el peligro del lenguaje
Javier Sicilia | Proceso
“La vida y la muerte están en poder de la lengua. Del uso que de ella hagas tal será el fruto.”
La sentencia pertenece al libro de los Proverbios y resume no sólo la importancia que la palabra tiene en el Antiguo y en el Nuevo Testamento; revela también el poder que posee en el mundo humano. Una buena palabra da vida, anima, hace florecer. Una mala, disminuye, fractura, destruye. Háblale amorosamente a un niño, enséñale el sentido de las cosas y tendrás un ser humano. Maldícelo, insúltalo, miéntele, y tendrás un ser derruido en su humanidad. La palabra no es sólo sentido, es, como dice el proverbio citado, la vida y la muerte mismas.
Los políticos tienen, junto con los sacerdotes, una mayor responsabilidad en su uso. En sus palabras descansa la vida y la muerte de una nación. Sus traiciones, las malversaciones que han hecho de ellas, han generado una profunda anomia que se mide en homicidios, feminicidios, desapariciones, torturas, decapitaciones, impunidad y corrupción.
Andrés Manuel López Obrador, quien en el imaginario de una buena parte de la nación parecía que le devolvería el peso a la palabra, no sólo ha caído en esta misma enfermedad de la política; está empujando la palabra, mediante descalificaciones y satanizaciones, hacia territorios más peligrosos. Son muchos los señalamientos que podría hacer al respecto. Haré sólo uno que me afecta particularmente porque vivo en Morelos, quise mucho a Samir Flores –luché a su lado y al lado de los pueblos contra el Proyecto Integral Morelos– y sé de las graves consecuencias que traerá la puesta en marcha de la termoeléctrica de Huesca.
En 2014, Andrés Manuel López Obrador la cuestionó con mucha claridad. “Es –dijo– como poner un basurero tóxico en Jerusalén […] México no es territorio de conquista”.
El 10 de febrero de 2019, ya como presidente de la República, no sólo tomó partido en favor de la termoeléctrica. Descalificó la protesta y los argumentos de los pueblos indígenas que cinco años atrás apoyó: “Escuchen, radicales de izquierda, que para mí no son más que conservadores. Si no se utiliza la termoeléctrica de la CFE, de una empresa de la nación, en vez de tener luz para alumbrar todo Morelos, tendríamos que seguir comprándole la luz a empresas extranjeras”.
Días después, el 20 de febrero, a unos días de que se realizara la consulta –anticonstitucional, ilegal, mal planteada, como todas las que hasta ahora ha efectuado–, Samir Flores fue asesinado.
Ciertamente AMLO no lo hizo ni lo mandó hacer –aún, por desgracia, no sabemos quién cometió el crimen. Pero la traición a su palabra, la descalificación a los argumentos de los pueblos, el hecho de satanizarlos como retardatarios que están contra el progreso, el gobierno y la dignidad de México, creó las condiciones y el clima para ello. Hizo algo peor: En lugar de detener la consulta, la llevó a cabo sobre el cadáver de Samir, la protesta de los pueblos y el sufrimiento de su familia y de todos los que lo amábamos. Prefirió esa palabra amorfa que llama pueblo, a su expresión concreta; prefirió despreciar, en nombre de ella, el asesinato de Samir, que condenarlo perentoriamente, tensar que dialogar, imponer que consensuar.
El presidente utiliza todos los días de manera irresponsable la palabra. En el caso de la termoeléctrica, no sólo la traicionó y abrió el camino a un crimen; desvirtuó también las palabras “radicalidad” –ir a las raíces, que es lo que hacen los pueblos al tratar de evitar el desastre que la termoeléctrica generará, cargándola con el contenido que se refiere a “extremismo”–, y la palabra conservador –el que preserva algo, como lo hacen los pueblos– cargándola del sentido de “retardatario” –el que se opone al progreso–, utilizado por los liberales del siglo XIX.
Esta irresponsabilidad en el lenguaje lo ha llevado también, como a muchos, a confundir el neoliberalismo con las empresas privadas y no con la idea de progreso. Para AMLO, si el progreso viene del gobierno es bueno; si viene de las empresas privadas es neoliberal y malo.
Olvida, en sus perversiones lingüísticas, que el progreso, llevado por el Estado o por la iniciativa privada, es la base del capitalismo y una de las peores formas del colonialismo que, en nombre del poder y el dinero –hay que recordar tanto a Estados Unidos como a la URSS–, destruye el medio ambiente y con ello grandes porciones de vidas y economías pueblerinas, en este caso de los pueblos de Morelos. Ellos no están contra el desarrollo, siempre y cuando esté en consonancia con su ser y sus economías. Están contra la irracionalidad del colonialismo, sea del Estado o de la iniciativa privada. Están contra la base del neoliberalismo que AMLO disfraza de populismo.
“En nuestro tiempo –escribió Georges Steiner– el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y de locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre la disculpa en la charlatanería del historicismo.”
A AMLO le hace falta volver a leer la Biblia. Pero esta vez atendiendo su parte medular, que es el peso concreto de la palabra que crea, que puede, si se pervierte, destruir, y que en su sentido más profundo se encarna para unir, preservar y honrar la vida. Le hace falta también aprender su reverso: el silencio, sin el cual la palabra es sólo ruido, contradicción, anomia y muerte.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Jamileth