Disparates y Desfiguros
Boris Johnson, la ambición rubia
Rafa de Miguel | El País
Londres.- “¡Ah, Boris…!”. La primera reacción ante la pregunta siempre es la misma. Una sonrisa paternalista, una mueca de ironía o un gesto de desprecio apenas disimulado. Y a continuación, una larga pausa con la que dar a entender que, a estas alturas, no han sido capaces de descifrar al personaje.
Alexander Boris de Pfeffel Johnson (Nueva York, 55 años) es el bufón que a todos hace reír, el Falstaff de Shakespeare que no se esfuerza en disimular sus imperfecciones y torpezas y las convierte en su principal virtud. O el Macbeth devorado por la ambición y la duda, introvertido y seductor, impulsado por una irresistible fuerza y paralizado por la indolencia, complejo e infantil.
"Es el hijo de un padre muy extrovertido y de una madre artista. Se cree un personaje homérico.La mayoría de los políticos siguen las normas de comportamiento convencionales. Pero Boris se ve a sí mismo como un héroe clásico. Una especie de Ulises. No se siente atado por las normas de inhibición que los dioses han impuesto a los simples mortales”, explica alguien que le trató durante sus años como corresponsal en Bruselas de The Daily Telegraph; que ha compartido bancada con él en el grupo parlamentario conservador; que conoce como nadie la psicología de ese partido, y que, sin embargo, como otros muchos en estos momentos, sabe que el viento sopla a favor del elegido por los dioses y que es mejor hablar desde el anonimato. “Es el niño que ve un helado en tu mano y piensa: ‘¡lo quiero!’, y te lo arrebata de un zarpazo”, concluye.
Nadie se fía de Boris Johnson. Y sin embargo, se ha convertido en la última esperanza de los conservadores para no verse arrastrados a la irrelevancia. El único político capaz de plantar cara al irresistible ascenso del Partido del Brexit del ultranacionalista Nigel Farage. La solución desesperada para frenar la marea, que ha llevado a muchos de sus correligionarios a darle su respaldo con la nariz tapada, porque es el momento de “saber en qué lado de tu tostada está la mantequilla”. Es decir, qué es lo más conveniente para salvar el escaño.
“Boris tiene un sentido de la historia muy desarrollado. No es una coincidencia que sea el autor de varios libros de historia. Parece ser una persona guiada por el destino y por su presencia central en él”, explica apasionadamente Steve Baker. El diputado es uno de los líderes del Grupo de Investigaciones Europeas, la poderosa corriente parlamentaria de conservadores euroescépticos que han escrito el guion de la política británica en los últimos años. Y uno de los que mueve los hilos para que, esta vez, la estrategia salga adelante y Johnson sea el primer ministro que saque definitivamente al Reino Unido de la Unión Europea. Da lo mismo la vena libertaria del candidato, casi socialdemócrata, ajena al neoconservadurismo del grupo. “En estos momentos, ya no existen soluciones de bajo riesgo”, concluye Baker.
Porque, con Johnson, el riesgo está garantizado. Aunque su mayor ventaja, y también su principal obstáculo, sea que nadie se lo toma en serio. El mismo político que se permitió, en sus habituales columnas en la prensa, referirse a la población africana como picaninnies (conguitos) y mofarse de sus “sonrisas de sandía” es el que defendió, como alcalde de Londres, una amnistía general para las decenas de miles de inmigrantes irregulares llegados al Reino Unido durante los años de Tony Blair. El mismo lenguaraz que describió a las mujeres musulmanas que visten burka como “buzones de correos” y “atracadoras de bancos” es el primero en exhibir con orgullo sus orígenes familiares turcos.
Su bisabuelo Ali Kemal, periodista y político al servicio de los últimos días del Imperio otomano, se convirtió en un enemigo de la revolución nacionalista de Mustafá Kemal Atatürk y acabó linchado y descuartizado por una turba. Ese pelo rubio, amarillo, casi blanco, que Johnson cuidadosamente desordena antes de salir a escena, tiene paradójicamente el origen circasiano de Anatolia y no el anglosajón de los invasores del sur de Inglaterra.
De su padre, Stanley Johnson (78 años), escritor, político y bon vivant, ha heredado un alto concepto de sí mismo, un hábil manejo del humor y la suerte gratuita del que tiene claro su lugar en el mundo: entre los de arriba. El empeño de Stanley en que atendiera el prestigioso colegio privado de Eton, trampolín de líderes con intrínseca conciencia de clase, y de que pasara luego por las aulas de Oxford, aseguró que Boris tuviera en el futuro los contactos y la red de apoyos necesarios para rebajar sus flaquezas y asegurar que sus errores nunca llegaran a ser definitivos.
De su madre, la pintora Charlotte Johnson Wahl (77 años), sumida durante años en la soledad y depresión provocadas por las continuas ausencias y aventuras amorosas de Stanley, Boris adquirió una sensibilidad, cultura y sentido de la ironía, patrimonio de una familia siempre vinculada a causas sociales y políticas como el sufragio femenino.
Como periodista en Bruselas, durante los años de impulso federalista del carismático Jacques Delors, Johnson fue el creador de un estilo irreverente y exagerado de euroescepticismo, plagado de medias verdades y humor, que volvía loco a los funcionarios comunitarios y británicos. Titulares retorcidos como aquel en el que acusaba a la Comisión Europea de imponer una talla única de condones para todos los ciudadanos —se trataba de armonizar unas reglas mínimas de seguridad ante la amenaza del sida—, o el que denunciaba los intentos de los burócratas comunitarios de prohibir las patatas fritas con sabor a gamba —un favorito entre los británicos— convirtieron a Johnson en el ídolo de aquellos conservadores euroescépticos que hasta entonces solo podían expresar en voz baja su repulsión hacia la UE y el modelo a imitar por todos los diarios competidores de The Daily Telegraph.
Exalcalde de Londres
Al convertirse en el primer conservador en hacerse con la alcaldía de Londres, en 2008, aprendió a delegar en un equipo de políticos y comunicadores eficaces, colgarse las medallas, descubrir las ventajas que produce en política la megalomanía —siempre será el alcalde de los gloriosos Juegos Olímpicos de 2012, pocos recuerdan su empeño por construir un puente que atravesara el Canal de la Mancha—, y experimentar de primera mano los réditos del populismo.
En el verano de 2011, la muerte por un disparo de la policía de Mark Duggan, un londinense negro de 29 años, fue la chispa de una ola de disturbios, protestas y vandalismo que se extendió por la capital. Johnson estaba al otro lado del mundo. De vacaciones en Canadá con su familia, una mezcla de su pereza innata y del miedo a irritar a su mujer, Marina Wheeler, al borde del hartazgo después de soportar durante años sus devaneos amorosos con otras mujeres, le postró en un estado de parálisis. Solo cuando fue consciente de la cascada de críticas que había provocado su ausencia —aprovechada por la entonces ministra del Interior, Theresa May, para hacerse con el control de la situación— reaccionó.
Para su espanto, vio al llegar como los habituales aplausos y palabras de ánimo a los que estaba acostumbrado se habían transformado en abucheos y reproches. El maestro del golpe de efecto, el hombre siempre capaz de extraer a su auditorio una sonrisa, no supo cómo consolar a una peluquera del barrio de Clapham, desolada por los destrozos en su local. Fue, sin embargo, un nuevo toque de genialidad, el toque Boris, el que le salvó del desastre. Agarró una escoba verde que alguien de su equipo, casualmente, tenía a mano y comenzó a barrer hasta que los improperios se convirtieron de nuevo en aplausos.
El mismo toque de genialidad que le llevó a recorrer a bordo de un autobús el país, durante la campaña del referéndum del Brexit de 2016 y propagar con éxito una nueva mentira: la infame cifra, pintada en el vehículo, de 350 millones de libras (390 millones de euros) diarias que los británicos se ahorrarían, y que podrían destinar al maltrecho Servicio Nacional de Salud, si se decidían a darle un portazo a la UE.
Cada insulto que los enemigos de Johnson le dedican en los medios de comunicación; cada vez que un político se echa las manos a la cabeza ante la idea de que el futuro del país esté en manos de un personaje tan estrambótico, aumenta su popularidad. Y el único que podría abortar su imparable trayectoria hacia las puertas del 10 de Downing Street, la residencia oficial del primer ministro del Reino Unido, sería él mismo con otra de sus imprevisibles torpezas. Porque, como ha escrito Sonia Purnell, compañera de redacción en los años de Bruselas y autora de la biografía más incisiva y completa del político (Simplemente Boris: Una historia de ambición rubia), “hasta que demuestre que tiene un proyecto que va más allá de la mera conquista del poder, siempre permanecerá la sospecha de que solo tiene una causa: la causa de Boris”.
Jamileth
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