Entre la Espada y la Pared
Bolivia, un país partido en dos
Fernando Molina, Francesco Manetto, Javier Lafuente; El País
El nombre de Evo Morales no es solo la llave de la confrontación política en Bolivia. Su figura de líder carismático trascendió lo estrictamente político y sigue presente en lo cotidiano, en las conversaciones, en miles de pintadas, en las esperanzas de sus seguidores y en los temores de sus adversarios. Y sus huellas son una muestra de la hegemonía cultural que ejerció durante casi 14 años de Gobierno, que hoy dejan una gran fractura. Todo lo que ha sucedido en los últimos años en el país gira de alguna manera en torno a él y al movimiento que representa. Esta semana, su renuncia, forzada por los militares, y su exilio en México, han agravado la conmoción social.
La aceleración de los acontecimientos desde el pasado domingo ha propiciado un clima de desconcierto y desconfianza que se puede palpar en las calles de La Paz y Santa Cruz de la Sierra. Muchos no entienden todavía por qué Morales se fue. No pocos entienden en qué momento el líder boliviano perdió el apoyo que le había encumbrado como el presidente de América Latina que más años seguidos llevaba en el poder.
Hay que remontarse a 2016. “Tal vez el apoyo no era el de antes”. En febrero de ese año Morales admitía en una entrevista con este periódico que su fuerza languidecía. Lo hacía horas antes del referéndum con el que Bolivia rechazó la posibilidad de modificar la Constitución para que pudiese volver a ser elegido. Apenas había pasado un año desde su último triunfo electoral, rotundo, pero la gente dio la espalda a Morales, a quien aún le quedaba un mandato. Tiempo en el que se aseguró que podría volver a optar a la reelección gracias al Tribunal Constitucional y al poder electoral.
Tanto en aquella entrevista como hace mes y medio en La Paz, Morales se mostraba tranquilo, ajeno a la derrota que le auguraban las encuestas y a la posibilidad de tener que ir a segunda vuelta tras las elecciones del pasado 20 de octubre. Como si aquello no fuese con él. Una seguridad, la que trasladaba, que saltó por los aires el pasado domingo después de semanas de denuncias de fraude y una auditoría final de la Organización de los Estados Americanos (OEA) que recomendaba repetir los comicios.
Un día antes de ser derrocado, Morales hace una declaración desde el hangar presidencial, situado en el aeropuerto militar de El Alto, la ciudad que siempre lo ha respaldado. Escoge este lugar porque no se siente seguro ni en la Casa Grande del Pueblo, el palacio que se mandó construir, ni en la residencia presidencial, en La Paz, una de las ciudades que protestan contra él. La Policía, en rebelión, acaba de suspender la custodia de los edificios públicos.
Morales, demacrado, habla brevemente para “pedir oxígeno”: por primera vez en la historia de su Gobierno llama a los partidos de la oposición a un pacto político. Estos, sin pensárselo dos veces, se cobran la revancha: rechazan el diálogo y dejan que los líderes cívicos Luis Fernando Camacho y Marco Pumari, y las decenas de miles de manifestantes que paralizan el país, acaben con el primer presidente indígena de Bolivia. Para ellos, simplemente, un “dictador”.
El Alto, la principal ciudad indígena de Bolivia, se ha convertido en los últimos días en el principal escenario del malestar magnificado por la dimisión y el relevo del expresidente. En ese municipio, que en los últimos comicios no fue una excepción al desgaste generalizado del partido de Gobierno, el Movimiento al Socialismo (MAS), el sentimiento de orfandad ha degenerado en violentos disturbios y barricadas que siguen paralizando las comunicaciones.
¿Qué diferencia a El Alto de La Paz, ciudades colindantes y que en principio deberían ser una sola? Su composición social. El Alto es una ciudad fuertemente aimara, incluso en sus clases medias, minoritarias en la urbe. En La Paz, en cambio, las clases medias son la mayoría de la población. Un estudio de este año del académico Rafael Loayza encontró que, en el barrio más “profundo” de El Alto, el 90% de los habitantes se identificaba como aimaras. Al mismo tiempo, en ciertos puntos de la zona sur de La Paz, el 90% consideraba que no tenían etnia alguna. La correspondencia entre estas identidades y el voto a favor o en contra de Morales era, según Loayza, casi completa.
En los barrios más acomodados de La Paz, la oposición a Morales durante esta crisis casi fue unánime. Las campanas de las iglesias llamaban a las concentraciones y marchas; cada noche, a las 21.00, hora elegida en alusión al 21 de febrero de 2016, el día en el que el expresidente perdió el referendo para poder ser reelegido, las calles se llenaban con el ruido de caceroladas. Abogados, médicos, empresarios, administrativos, familias con hijos y perro, personas que nunca antes habían estado en una acción social, bloqueaban las calles. El momento en que el alto mando militar “sugirió” la renuncia del presidente, cientos de personas en el sur de La Paz hicieron sonar las bocinas de sus vehículos en señal de júbilo. En cambio, en El Alto se sigue luchando por Morales.
Radicalización
“Existe una fractura histórica entre indígenas, generalmente pobres, y sectores medios y blancos”, explica el periodista e historiador Pablo Stefanoni, experto en Bolivia. “Una actitud que impregna todos los hechos de la historia boliviana es el racismo”, añade. En medio de su caída, el Gobierno intentó articular una campaña contra el racismo, a la que nadie hizo caso, y, en dos conferencias de prensa, el ya ex vicepresidente Álvaro García Linera mostró imágenes de actos de abuso y discriminación de parte los manifestantes, organizados en grupos juveniles de choque, contra campesinos y gente humilde, que por esta condición social eran considerados militantes del MAS.
“En determinado momento, decir masista se convirtió en otra forma de decir indio de una forma peyorativa, pero legal’”, señala Stefanoni. Alguno que quiso participar en las protestas con una wiphala, la bandera indígena que Morales convirtió en la segunda del país, sufrió represalias: se lo consideró un “infiltrado”. Los manifestantes antievistas se embanderaron con los colores nacionales como nunca antes se había visto en conflicto social. Y cuando finalmente triunfaron, su festejo incluyó, en algunos casos, la quema de la wiphala. Los opositores a Morales, empezando por el excandidato Carlos Mesa, consideran en cambio que el expresidente se aprovechó de esa causa para ganar simpatías, sobre todo en el extranjero, pero que en realidad manipuló al mundo indígena. “Él no abrió la página, la cerró”, afirma Mesa para defender los esfuerzos previos de integración.
En los últimos días enarbolan, en El Alto y en otras zonas de protesta, los manifestantes que protestan contra el Gobierno interino de Jeanine Áñez. El viernes miles de personas marcharon unos kilómetros desde allí hasta el centro de La Paz para manifestar su rechazo ante el Gabinete de la presidenta que asumió el cargo el pasado martes sin el apoyo mayoritario del Parlamento y aún no ha convocado elecciones. La movilización, encabezada por los ponchos rojos, una suerte de grupo de choque masista, derivó en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, mientras en otra marcha, en la zona cocalera del Chapare, cerca de Cochabamba, los choques con los uniformados dejaron al menos nueve muertos.
Mientras tanto, los mercados de El Alto lucían desangelados. Dos ancianos vendían banderitas wiphala por cinco bolivianos (unos 70 céntimos de dólar) en un cruce de la Avenida 6 de marzo. Decenas de personas buscaban un transporte para volver a su barrio antes del atardecer. Una joven atiende a los clientes en una tienda de alimentación. “Tengo miedo, prefiero que se vaya”. La tensión se ha disparado. Casi todas las viviendas y los coches exhiben los colores de la bandera indígena para dejar claro de qué lado están.
Los últimos días han contribuido a radicalizar las posiciones y a borrar los matices. Muchos indígenas, sobre todo jóvenes, fueron muy críticos con la última etapa de Morales. Una prueba es que El Alto está gobernado desde 2015 por una alcaldesa del Frente de Unidad Nacional, rival del MAS. Sin embargo, no olvidan lo que el primer presidente indígena del país hizo por ellos. En sus casi 14 años de mandato, Morales consiguió reducir la pobreza —la extrema ha pasado del 38% al 15%; la pobreza, en total, bajó del 60% al 34%, según el Banco Interamericano de Desarrollo— y modernizar el país.
Impulsado por el boom de las materias primas, ha logrado que la economía boliviana crezca a un promedio anual del 4,9% y que la inflación apenas exista. “Al margen de la unidad del pueblo, la economía es la clave”, decía durante la campaña. Lo apostaba todo a la economía y así quedó claro en la última campaña electoral, cuando se presentó como garante de la estabilidad. Sus adversarios siempre consideraron ese discurso una falacia. Además, no fue suficiente para rebajar la confrontación social.
"Guerra civil de baja intensidad"
“Bolivia vive una especie de guerra civil de baja intensidad y, como es de uso, cada facción lleva su propia bandera”, afirma Stefanoni. Y el uso que el expresidente hizo del racismo tuvo una especie de efecto bumerán. Loayza sitúa en el centro de esa disputa a “los ningunos”. Es decir, los bolivianos que no pertenecen a ninguna etnia originaria, son castellano-hablantes y viven una vida urbana moderna. Antes de Morales, según su análisis, “no tenían una clara identidad étnica, comenzaron a adquirirla a partir del discurso masista, que no solo no los incluía, sino que los acusaba de ser racistas, haber explotado a los indígenas por 500 años y haberse robado el dinero del país”. "Se sintieron segregados”. En opinión de este académico, esta sensación explica la fuerza, la radicalidad y la persistencia de la movilización de unas clases que los sociólogos siempre han considerado “volubles e indecisas”. “Lo que hemos visto fue un enorme movimiento de reivindicación, en el que los ninguno reclamaron un espacio en el país, un espacio que sintieron, con razón o sin ella, que el MAS les había quitado”, concluye Loayza.
Esa intensidad se sintió especialmente en Santa Cruz, donde prosperaron los llamados comités cívicos, organizaciones vecinales y gremiales que encabezaron las protestas contra el expresidente y que fueron decisivas en su caída. El protagonismo de estos grupos liderados por el ultra católico Luis Fernando Camacho es otro reflejo del legado de Morales. También allí, todo gira, o giraba, en torno a él. Aunque fuera para condenarlo como “dictador”, “Maquiavelo” o “narcotraficante”. Esas descalificaciones forman parte de un relato que se alimentó de la elevada polarización social y también de los intentos del exmandatario de perpetuarse en el poder. El rechazo que su figura aún despierta en ciertos sectores es tal que muchos no se creen que haya ido de verdad o que pueda regresar de México en cualquier momento.
Evo Morales aseguraba esta semana que quiere regresar a su país. Llenaba de condicionales la conversación que mantuvo con este diario. “Si es para pacificar…”, “si sirve de algo mi experiencia”. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador dio asilo político por razones humanitarias a Morales y le ha protegido desde entonces. El hermetismo sobre “las instalaciones oficiales” en las que se encuentra es total. El líder boliviano se mueve con un despliegue de seguridad como el de ningún dirigente mexicano, siempre acompañado de su ministra de Salud y expresidenta del Congreso, Gabriela Montaño. Álvaro García Linera, su vicepresidente, también asilado en México, es al que menos se ha visto. A él se le atribuye el control desde la distancia mientras Morales acude a los actos que le han organizado y da entrevistas denunciado un “golpe de Estado”.
Jeanine Áñez, la presidenta interina, advirtió el viernes que si decide volver se enfrentará a la justicia aunque asegura que no quiere revanchismo ni persecución, pero varios gestos de sus ministros han demostrado lo contrario, desde las palabras del nuevo ministro de Gobierno, que amenazó con una "cacería" al exministro de Presidencia. Los primeros días del Gobierno interino se enmarcan también en ese clima de radicalización extrema. De un país fracturado en dos.
JMRS