Valores Morales

El año nuevo en perspectiva católica

2019-12-31

Unas pequeñas reflexiones cristianas para finalizar el año

Por: Hernán Bressi 

Unas pequeñas reflexiones cristianas para finalizar el año

El magisterio y la Tradición de la Santa Madre Iglesia nos enseña que el hombre es una creatura creada a imagen y semejanza de Dios que se distingue por su complejidad. Es a la vez espíritu y materia, libre y dependiente; autónomo e irrepetible y se realiza, quiera o no, en la entrega a los demás; abierto a la trascendencia y naturalmente sociable, mal dotado en comparación con el resto de los animales, pero por el contrario ha cambiado la faz de la tierra porque posee razón y es co-creador del orden natural.

Boecio nos enseñó que el hombre es una sustancia individual de naturaleza racional y el tomismo que las propiedades de la Persona Humana son: 1. Unidad, 2. Identidad, 3. Autonomía limitada y relativa a un fin último.

El hombre es capaz de ciencia objetiva y de religión, reconociendo con su inteligencia un fundamento objetivo absoluto de lo real: Dios creador y sólo en un Dios personal se reconoce plenamente como ser espiritual.

Santo Tomás nos prueba que el alma entendida como un acto primero de un cuerpo físico, natural y organizado que tiene su vida en potencia[1], es espiritual al demostrar que la inteligencia es una facultad del alma enteramente inorgánica y espiritual mediante estos 5 argumentos:

- La inteligencia es enteramente inmaterial, porque “si entiende todas las cosas, debe estar exenta de toda mezcla con el cuerpo”.
    
-La toma de la posibilidad de corrupción de los sentidos al conocer esencialmente por medio un sentido. Mientras que la facultad sensitiva de conocimiento no puede estar sin cuerpo, el entendimiento está separado de él.
    
- La inteligencia conoce las naturalezas universales de las cosas por lo tanto el entendimiento es algo independiente de la materia.
    
- El entendimiento conoce las cosas incorporales (sabiduría, verdad, etc.).
    
- El entendimiento es capaz de reflexión.

El Objeto de la Felicidad Suprema.

El hombre moderno tiende a poner el eje de su felicidad en falsos dioses representados en quiméricas festividades o afrontando con espíritu poco evangélico, a lo pagano y sin Dios, los acontecimientos de la vida del Redentor y que solo Dios puede dar. De aquí deducimos tres sistemas éticos contemporáneos que alimentan a las espiritualidades new age, según el lugar que se coloque la bienaventuranza, y que naturalizan el espíritu sobrenatural de las fiestas de esta época del año que terminan:

- Aquellos sistemas que colocan el objeto de la felicidad suprema en los bienes corporales (sensibles, riquezas y sensualidad) denominados hedonismo o utilitarismos y los sensualistas modernos como Bentham, stendhal, Taine, Litré y los socialistas en general.

- Aquellos que ponen el objeto de la felicidad suprema en los bienes del alma, intrínsecos como la ciencia o extrínsecos como la fama o la gloria denominados estoicismo y el eudemonismo (búsqueda exclusiva de lo verdadero y de lo honesto) que profesan los racionalistas contemporáneos.

- Colocan la bienaventuranza en la evolución completa del hombre o del género humano y se los conoce como evolucionistas como los panteístas, Spencer y la escuela krausista.

Por eso que de aquí afirmamos sin temor a equivocarnos que la bienaventuranza no consiste ni en los bienes corporales, ni en los bienes espirituales, ni en la reunión de unos y otros ni en su evolución progresiva, sino sólo y exclusivamente en Dios. Porque solo Dios es un bien absoluto, seguro, estable, exclusivo de todo mal y accesible a todos los hombres. El Objeto de la voluntad humana es el bien universal y sin límite, así como el objeto de la inteligencia es lo verdadero universal, como lo proclama el Rey Profeta: “…Es Dios quien saciará de bienes tu corazón”.[2] La Teología Natural, nos prueba que el fin último de todos los seres creados deber ser el procurar la gloria de Dios. Luego, el hombre hallará su fin último y su bienaventuranza en el conocimiento perfecto, el amor y la alabanza de Dios, según la admirable expresión de San Agustín: “…Tú nos has hecho para ti, oh Dios mío, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.[3] El deber no es más que un medio, no un fin. La bienaventuranza subjetiva del hombre consiste esencialmente en la contemplación intelectual de Dios, acompañada de un amor igual en la voluntad. Dios no puede ser poseído físicamente por el hombre, sino intencionalmente por sus facultades espirituales. La bienaventuranza consiste esencialmente en la contemplación

Los bienes corporales como la fuerza, la riqueza, la salud, los alimentos, los vestidos son bienes de orden inferior y no son el fin último del hombre porque son bienes que no pueden perfeccionar y satisfacer la inteligencia y la voluntad. Tampoco excluyen de todo mal, como la ignorancia y el vicio, no son estables y en fin de nos accesibles a todos. Lo mismo sucede con los bienes exteriores del alma como el poder, la fama, el honor y la gloria y la misma suerte corre para los bienes interiores como la ciencia y la virtud.

Asimismo, la virtud no satisface plenamente nuestra alma porque está erizada de dificultades y no impide las rebeliones de la concupiscencia, los justos pueden estar enfermos, ser pobres o ignorantes.

El sentido cristiano de las festividades.

El pesebre de Belén y el nacimiento del Redentor nos lleva a reflexionar y a meditar sobre el paso del año viejo al nuevo, del hombre viejo que debemos dejar atrás para convertirnos en el nuevo. Todo hombre naturalmente desea saber, pero si algo nos debe dejar la meditación del pesebre es que mejor es el rústico humilde que sirve a Dios, que el soberbio filósofo o hombre de negocio que aprovecha ciencia o vanidad sin temor de Dios, abrazando al materialismo como estilo de vida. Bienaventurado aquel a quien la verdad por sí misma enseña, nos edifica el Kempis en su Imitación a Cristo.

Para el cristiano no hay vacilaciones, la Redención de Cristo, que comienza en la Santa Noche de Navidad, debe encaminarnos bruscamente al triunfo sobre el pecado y la muerte. Indudablemente quienes vayan hacia el encuentro con la persona del redentor padecerán pruebas y dificultades y sentirán el desprecio del mundo por seguir el camino de Cristo. Pero la Santa Madre Iglesia en su infinita sabiduría nos alienta y sostiene durante el año litúrgico, con sus festividades periódicas haciéndonos vivir los principales fundamentos del pensar, sentir y el actuar cristiano, como un inestimable don de Dios, presente en nuestra historia alimentando nuestra fidelidad al mensaje salvífico, accediendo a una real y profunda metanoia. Las festividades litúrgicas nos permiten al mismo tiempo hacer fructificar continuamente en nuestros corazones la infinita virtualidad de Cristo para crecer y ser en Cristo.

Después de convertirse en un creyente, el apóstol Pablo escribió: “He sido crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”. (Gálatas 2:20) Saulo estaba “muerto”, y Cristo ahora estaba vivo en Pablo. ¡Y la diferencia que hizo!

Para un cristiano el hombre Viejo está inmerso en el pecado, en el propio “Yo”. La parte más difícil acerca de los propósitos de Año Nuevo no es la necesidad de la perseverancia sino la transformación completa y profunda en Cristo. Y esto sólo puede suceder con Cristo en el centro de nuestras vidas, y el “yo” fuera del camino. El grito de santidad “…amigo ¿y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?” de San Felipe Neri, debe ser el propósito de vida cristiana para el año que comienza.

Para hacer carne en nuestro testimonio de vida la máxima de San Pablo, “…donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (ROM 5, 20), la luz de Belén y la confirmación de Fe de los Reyes Magos deben indicarnos la dirección a seguir, a buscar lo mejor, ya que nos imprimen la victoria final del bien caminando con esperanza y sin miedo, "sin apartarnos ni a la derecha ni a la izquierda" (Jos 23, 6) porque el verdadero Rey de Reyes ha nacido y su sacrificio tiene que ser el nuestro para que ser en Cristo.

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Notas:

[1] De anima II, 412 a y b

[2] Salmo 103, 5; Suma Teol., I-II, q. 2, a. 8

[3] San Agustín, Confesiones I, c.1



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