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Un comercio global más eficiente, legítimo y justo
ARANCHA GONZÁLEZ | Política Exterior
El comercio, como manifestación visible de la globalización, es el pararrayos del descontento público. Europa puede liderar una reforma colectiva y flexible de la gobernanza comercial.
En las últimas cuatro décadas, el poder en el orden económico global ha sufrido un vuelco. En 1980, Estados Unidos y Europa Occidental eran responsables de la mitad de la producción mundial, mientras China e India representaban tan solo el 5%. El Fondo Monetario Internacional (FMI) prevé que, en 2021, las economías china e india, con un 28% de la producción mundial, superarán la proporción de EU y Europa Occidental.
Era de esperar que cambios de esta magnitud en un lapso tan corto de tiempo causaran inevitables tensiones políticas. Los gobiernos y los votantes de los países acostumbrados a la supremacía se ven obligados a compartir el escenario global. Mientras tanto, en los países emergentes, el reto es tanto mantener tasas de crecimiento que ayuden a la reducción de la pobreza a nivel nacional, como lograr una mayor participación a nivel internacional sin provocar una reacción desmesurada por parte de las economías avanzadas, las cuales siguen siendo mercados y fuentes de tecnología e inversión de vital importancia.
Algunas de las causas fundamentales de las tensiones actuales entre EU, China y la Unión Europea han sido, por tanto, difíciles de evitar. Más aún, sortearlas hubiera sido inapropiado: ello habría conllevado la prolongación de la pobreza a cientos de millones de personas en China, India y en otros países en vías de desarrollo.
Tensiones comerciales que fueron evitables
Sin embargo, algunas de las causas que han originado las tensiones en la globalización económica hubieran podido ser mitigadas. En efecto, muchos líderes políticos y empresariales han logrado sacar provecho de los beneficios de la globalización, pero han hecho muy poco para preparar a los electores para los costes de la misma. Esto, a pesar de que la teoría económica siempre ha dejado claro que el crecimiento genera tanto ganadores como perdedores.
Economías más abiertas, enmarcadas en reglas de mercado globales, hacen posible un mayor crecimiento para los países en vías de desarrollo, pues ello les permite enganchar su vagón a la economía mundial y así utilizar la demanda internacional para que un mayor número de personas y recursos pasen de actividades ineficientes o de subsistencia hacia un trabajo más productivo. No en vano, en los últimos 40 años más de 1,000 millones de personas han logrado salir de la pobreza extrema. Si sus socios comerciales hubieran cerrado la puerta en el momento en el que la competencia internacional se acrecentaba, los milagros de crecimiento y desarrollo desde Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial hasta China, y desde Etiopía hasta Vietnam, habrían sido inviables.
En las economías avanzadas, la apertura al mercado global ha aumentado las opciones y el poder de compra de los consumidores, al tiempo que ha permitido un incremento de la productividad acompañado de especialización, escala y competición. Sin la certeza de saber que los bienes y servicios tendrían acceso a mercados extranjeros, los inversores habrían dudado a la hora de comprometer su capital en cadenas transnacionales de producción, tales como aquellas que unen a los fabricantes de autopartes y de material ferroviario en el País Vasco con el resto de la economía europea, por ejemplo.
Pero no todo el mundo se ha beneficiado de este proceso. Durante las últimas cuatro décadas, la apertura de mercados y los cambios tecnológicos han beneficiado a un número relativamente pequeño de individuos altamente cualificados y de empresas de vanguardia, así como a las regiones donde están ubicados. Pero a otros les fue peor. En muchas economías avanzadas, los ingresos reales se estancaron para la clase media. En los países en vías de desarrollo, donde el crecimiento ha sufrido mayores dificultades, el grueso del incremento salarial ha beneficiado en mayor medida a las clases más pudientes, sentando así las bases para una futura reacción popular. La brecha entre las regiones en dificultades y las prósperas en el seno de los países se ha ampliado, tal como ha sucedido entre los países en vías de desarrollo que se han integrado exitosamente en las cadenas de valor internacionales y los que aún están al margen de la economía global.
En muchas economías avanzadas no se adoptaron políticas públicas capaces de dar respuesta al estancamiento de ingresos resultante de una mayor competencia internacional. Tampoco se invirtió lo suficiente en capacitar a los trabajadores con miras a lograr su anclaje a sectores prósperos en el mercado global. Más bien al contrario: a menudo se redujeron los impuestos a los más ricos –al tiempo que el comercio y la tecnología lograban mejorar sus ingresos– o se debilitaron los derechos de negociación colectiva –teniendo en cuenta que el abaratamiento de los costes derivado de la deslocalización disminuye la capacidad negociadora de los trabajadores–. En muchos de estos países, el comercio, como manifestación visible de la globalización, se ha convertido en un pararrayos para el descontento público, no solo en lo que se refiere a las precarización de las condiciones de vida, sino también en lo relacionado con una gama más amplia de cambios sociales. El incremento de la productividad derivado de los avances tecnológicos y la innovación, ha sido, en realidad, el causante de más del 80% de las pérdidas de empleo en países avanzados.
Tensiones que se tradujeron en más aranceles
A pesar de los retos subyacentes, el sistema de comercio global, al menos hasta hace poco, ha funcionado de manera aceptable, aunque lejos de la perfección. El estancamiento indefinido de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC) ha puesto en entredicho la posibilidad de que los gobiernos puedan llegar a un acuerdo sobre el cambio del cada vez más obsoleto sistema multilateral de reglas. La incapacidad de los gobiernos para lograr un acuerdo sobre una redistribución justa de concesiones comerciales entre los poderes establecidos y los emergentes ha sido determinante en dicho estancamiento. En el epicentro de esta discusión se encuentran EU y China. Los primeros entienden que China, a pesar de que todavía cuenta con muchos pobres, se ha convertido en una gran potencia económica y ha de contribuir con la apertura de su economía de la misma manera que EU y la UE. China por su parte, entiende que a pesar del creciente número de ricos en su economía, sigue siendo un país relativamente más pobre y ha de contribuir a la OMC con concesiones menores que las de estadounidenses y europeos.
Más allá de las negociaciones, durante años EU se ha sentido incómodo con algunas de las decisiones del órgano de apelación de la OMC, en particular en lo que concierne a la aplicación de los acuerdos de la organización sobre prácticas comerciales desleales. EU, al igual que otras economías desarrolladas, ha criticado determinadas prácticas, como las de China, por violar presuntamente el espíritu de los compromisos contraídos por Pekín al adherirse la OMC en 2001.
Sin embargo, el orden multilateral ha soportado la crisis financiera del 2008-09 sin caer en el “proteccionismo de ojo por ojo” de los años treinta del siglo XX. Aunque el número de restricciones comerciales de baja intensidad aumentó durante la crisis, los aranceles globales se mantuvieron en niveles históricamente bajos, inferiores al 3%.
En medio del descontento popular generalizado, políticos a ambos lados del Atlántico apelaron a los votantes con argumentos tales como “retomar el control” o con nacionalismo económico y proteccionismo de otrora, prometiendo que ello traería consigo empleo y aumento en los salarios. En varios países se persuadió a amplios sectores con tales argumentos. Estas fuerzas hicieron un primer avance en junio de 2016, cuando una mayoría de votantes en Reino Unido optó por la salida en el referéndum sobre la permanencia en la UE. Aunque muchas voces pro-Brexit no se oponían al libre comercio como tal, los pasos requeridos para desconectar la economía británica del mercado único europeo implicaban un acto de “desglobalización”.
El siguiente paso se dio en noviembre del mismo año, cuando Donald Trump fue elegido presidente de EU tras una campaña en la que prometió derribar los acuerdos comerciales, imponer aranceles a los bienes chinos y construir un muro en la frontera con México, todo ello para acabar, además, con el déficit comercial estadounidense. En retrospectiva, su victoria parece menos sorprendente de lo que sugirieron las encuestas antes de su elección. La histórica reticencia hacia el gasto público en EU hecho que sus políticas redistributivas hayan sido sistemáticamente más débiles que las de otras economías avanzadas. En 2016, la mayoría de la población estadounidense había experimentado una estabilización o disminución de sus ingresos reales y de su riqueza durante los últimos 35 años. Entonces, ¿por qué no probar suerte con una agenda radicalmente diferente?
Durante gran parte del primer año de la administración Trump, se multiplicaron la retórica proteccionista y las investigaciones sobre algunos de sus mayores socios comerciales, pero se tomaron pocas medidas restrictivas del comercio. Muchos creyeron que se trataba del clásico “perro ladrador, poco mordedor”. Comenzaron las negociaciones para actualizar, más que para desechar, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Canadá y México (Nafta, en inglés). Durante la Reunión Ministerial de la OMC de diciembre de 2016 en Buenos Aires, EU, la UE y Japón anunciaron que unirían esfuerzos para afrontar el exceso de capacidad en sectores tales como el acero, así como para garantizar que se respetase la propiedad intelectual y la tecnología de inversores extranjeros. La alianza, directamente orientada hacia Pekín –aunque China no fuera explícitamente mencionada–, hubiera podido fácilmente venir de cualquier otra administración estadounidense.
En 2018, sin embargo, la retórica proteccionista de Washington empezó a hacerse realidad. En enero, la administración anunció aranceles a importaciones de paneles solares y de lavadoras. En marzo, aduciendo motivos de seguridad nacional, impuso aranceles a las importaciones de acero y aluminio de diversos países, extendiéndolos en junio a importaciones de la UE, Canadá y México. Mientras se escriben estas líneas, EU está preparado para imponer aranceles por valor de 50,000 millones de dólares a exportaciones chinas. Entretanto, China ha advertido de que adoptará el mismo tipo de represalias. Washington ha sugerido que podría imponer aranceles por más de 200,000 millones de dólares a bienes chinos. La UE y Canadá han presentado una lista de productos estadounidenses a los cuales impondrán aranceles adicionales como respuesta a las medidas anunciadas por Trump.
Dado que el comercio mundial de mercancías totalizó 16 billones de dólares en 2016, aranceles adicionales por valor de 350,000 millones de dólares quizá no parezcan importantes. Incluso si la administración Trump cumple su amenaza de introducir aranceles a 350,000 millones de dólares de importaciones de coches y piezas de automóviles –uno de los productos más comerciados a nivel mundial–, menos del 4,5% de los bienes globales se verían afectados.
Pero estas cifras son engañosas. Incluso sin una mayor intensificación, importantes cadenas de suministro se verían seriamente afectadas, con graves consecuencias para el empleo. En la industria automotriz estadounidense, por ejemplo, es normal que los componentes crucen las fronteras entre EU, Canadá y México en múltiples ocasiones antes de que los coches o camiones salgan de la cadena de montaje. Con las medidas mencionadas, aumentarán los costes para los consumidores, con la consiguiente inflación, mientras caerá la competitividad. Pero además, tales medidas unilaterales no serán eficaces para equilibrar la balanza comercial de EU, ni para crear empleo, el cual se verá afectado por las medidas de retorsión de socios comerciales. Como dijo Gandhi, “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”.
Lo cierto es que el unilateralismo no es el arma más eficaz para gestionar nuestra creciente interdependencia económica, que necesita de pactos globales, de acuerdos y entendimientos que ayuden a encauzar la globalización. Y no olvidemos que el efecto dominó tendrá consecuencias aún más nefastas sobre los países más pobres, poniendo en riesgo la erradicación de la pobreza extrema para 2030 de acuerdo con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas.
¿Qué debería hacer Europa?
Los gobiernos –apoyados por empresas y trabajadores afectados por las medidas unilaterales– aún están a tiempo de dar un paso atrás y evitar una guerra comercial de nefastas consecuencias. Sería irresponsable apostar por un proteccionismo comercial que, bajo la ilusión de proteger el empleo, acaba destruyéndolo.
Entonces, ¿qué debería hacer la UE frente al creciente unilateralismo comercial? Europa debería liderar la lucha por un comercio más reglamentado a nivel multilateral. Ello concuerda con los intereses y valores europeos. Frente a quienes se muestran escépticos con la cooperación internacional, que consideran reduce el control de las naciones sobre políticas y fronteras, la experiencia de la Europa de posguerra muestra que aunar soberanías se traduce en un mayor control de los países sobre sus respectivos destinos económicos. Gestionar los efectos transfronterizos de la actividad económica, desde las emisiones de carbón hasta la inestabilidad financiera, pasando por la gestión de datos, requiere cooperación internacional. Sin cooperación, aumentan las posibilidades de desorden y daños económicos para los bienes públicos mundiales. La UE ha alzado su voz para defender el sistema multilateral de comercio, ha concluido acuerdos comerciales con Canadá y Japón, y ha enfilado la última recta de un acuerdo comercial con los países de Mercosur.
Paradójicamente, la defensa de un comercio más abierto necesitará de unas ciertas dosis de proteccionismo como respuesta a medidas mercantilistas unilaterales de otros países, especialmente si estas últimas no tienen una base jurídica clara en las reglas de la OMC. La teoría económica enseña que los países suficientemente grandes para influir en los precios del mercado mundial de los bienes que exportan pueden usar los aranceles para mejorar sus condiciones comerciales, al mejorar el precio de sus exportaciones en relación a sus importaciones. Esto significa que las grandes economías pueden, en efecto, invertir parte de la carga de los elevados derechos de importación de los consumidores domésticos hacia los proveedores extranjeros. Pero otras economías igualmente grandes pueden anular estas ganancias al imponer sus aranceles. El resultado final deja a los consumidores de ambos países en peores condiciones. La amenaza de represalias ayuda a mantener los mercados abiertos. La OMC existe para liberar a los países de este dilema del prisionero: su marco de reglas y normas está pensado para dominar la tentación de espirales proteccionistas. Las condiciones de acceso predecibles, a su vez, generan la confianza que necesitan las empresas para firmar contratos transfronterizos y mejorar la inversión en la producción de bienes para la exportación.
La reciprocidad, el principio de base del orden económico liberal, también es aplicable a la inversión extranjera. No es descabellado pensar que la UE quiera escrutar la inversión extranjera procedente de países donde los inversores europeos no tienen un trato similar. Europa debe desempeñar un papel central en la estructuración del nuevo orden comercial multilateral. Así, Europa se ha asociado con EU y Japón para presionar a China y afrontar la sobrecapacidad mundial de producción de acero, y para impulsar una reforma de sus políticas relativas a inversores extranjeros. De igual manera, Europa se ha asociado con China para impulsar una reforma de la OMC.
Finalmente, la influencia de Europa será mayor en el escenario mundial si es fuerte y dinámica en casa. En los próximos meses, la UE deberá tomar medidas concretas para incentivar la demanda y afrontar con determinación los asuntos pendientes de la reciente crisis del euro. Alemania y Holanda tienen grandes superávit por cuenta corriente, que exceden el umbral del 6% del PIB fijado en los propios procedimientos de la UE sobre desequilibrios macroeconómicos. Invertir más en Europa, en particular en la economía digital, sería positivo para los alemanes y para los holandeses, positivo para el resto de la zona euro y positivo para la economía mundial.
Mecanismos que favorezcan el crecimiento estable y la inversión –así como un presupuesto significativo para la zona euro– ayudarían a la UE a capear futuros temporales. Completar la unión bancaria reforzaría la confianza en el euro como un activo internacional de reserva. Tener más activos líquidos en euros ayudaría a lubricar el comercio internacional en euros; lo anterior, solo será posible si Europa decide crear una alternativa al sistema de pagos internacional basado en el dólar. Establecer una más amplia Base Común Consolidada del Impuesto de Sociedades en la UE ayudaría a los gobiernos a atajar la competencia fiscal y a aumentar los ingresos necesarios para costear políticas sociales: más justicia en un mundo de capitales cada vez más móviles.
Reformar el sistema comercial multilateral
El hecho de que la cooperación multilateral sea tanto deseable como necesaria no significa que sea fácil. Es más, en cierta manera se está haciendo cada vez más difícil. Una ironía del orden internacional posterior a 1945 ha sido su propio grado de dependencia respecto a EU. No obstante, el mundo es hoy multipolar, sobre todo desde que la tecnología hizo posible una verdadera economía global. Hoy, la cooperación requiere que los países con un papel sistémico en la economía mundial sean capaces de construir puentes, a pesar de pertenecer a sistemas políticos y de valores diversos. Cooperar no significa pecar de ingenuidad. Más bien al contrario: cooperar ayuda a defender los intereses nacionales de una manera más eficiente dado el grado de imbricación de las economías en el siglo XXI.
Si se mira de cerca, existen múltiples ejemplos de un multilateralismo efectivo. En los últimos años las economías han cooperado para aumentar los índices de capitalización de los bancos más grandes –haciendo el sistema financiero global más seguro para todo el mundo–, al tiempo que han pactado impresionantes acuerdos internacionales para reducir el secreto bancario y la evasión de impuestos de las grandes corporaciones. El Acuerdo de París sobre Cambio Climático ha impulsado la innovación y el desarrollo de tecnologías que contribuirán a que la energía renovable sea más rentable que los combustibles fósiles, y ha movilizado a ciudades de todo el mundo comprometidas con la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero.
Estos ejemplos muestran algo más sobre el multilateralismo: este no puede ser de dominio exclusivo de gobiernos en procesos puramente intergubernamentales propios de las décadas de la posguerra, cuando los flujos de información y comunicación transnacionales, sin mencionar el impacto medioambiental y económico, eran mucho más limitados. El multilateralismo moderno será el producto colectivo de múltiples coaliciones flexibles, con diferentes actores integrados más allá de las fronteras. Por ejemplo, el G20 estableció el Consejo de Estabilidad Financiera para monitorear y hacer recomendaciones que fortalecieran el sistema financiero global. Del mismo modo, las ciudades más grandes se han aliado para intercambiar información y asesoramiento técnico sobre la reducción de las emisiones de carbón. Y han sido las ONG las que han llevado el peso de presentar proposiciones en la OMC para reducir las subvenciones que contribuyen a la sobrepesca de nuestros océanos.
La gobernanza comercial puede ser impulsada de manera eficaz tanto por acuerdos bilaterales y regionales, como por grupos de países en la OMC. Frente a la falta de consenso multilateral durante la reunión ministerial celebrada en Buenos Aires, diversos grupos de miembros de la OMC decidieron debatir de forma estructurada nuevas reglas internacionales sobre comercio electrónico y la facilitación de las inversiones, e iniciaron un diálogo para mejorar la inclusión de la mujer en el comercio internacional. Los patrocinadores de nuevas normas comerciales “plurilaterales” en estas áreas deberían mantener estas iniciativas abiertas hacia nuevos actores, para protegerlos contra un proteccionismo reglamentario, ya sea como un intento deliberado de excluir a los no participantes o como una consecuencia inadvertida de la creación de nuevas normas.
A corto plazo, la cooperación multilateral ha de evitar dar marcha atrás, sobre todo en lo que se refiere al órgano de solución de conflictos de la OMC. El actual bloqueo en el nombramiento de miembros del órgano de apelación por parte de EU, junto con la avalancha de nuevos contenciosos, puede llevar a un colapso de un sistema de justicia único en el marco internacional. Es urgente iniciar un diálogo entre miembros de la organización que ayude a identificar mejoras y reformas que agilicen los procedimientos contenciosos y mejoren su legitimidad. Lo mismo puede decirse de procedimientos ordinarios tales como notificaciones o exámenes periódicos que podrían ganar en eficacia, así como del papel más activo que el secretariado pudiera desempeñar en el ejercicio de las funciones de supervisión de la organización. A corto plazo, también habrán de concluirse acuerdos pendientes tales como subvenciones agrícolas o a la pesca, y sobre comercio de servicios.
A medio plazo, es preciso buscar consensos sobre la articulación entre el sistema comercial multilateral y las nuevas tecnologías digitales de lo que se conoce como la “cuarta revolución industrial”. El comercio electrónico es hoy ya el soporte de más del 13% del comercio mundial de mercancías. Muchos gobiernos ven la inteligencia artificial, blockchain o la robótica avanzada como una fuente de futura prosperidad. No en vano, muchos de ellos están fomentando la innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías, así como la captura de cuotas de mercado global. Algunas de estas políticas, tales como el apoyo general a I+D, generan efectos positivos para otros países, al contribuir a la colaboración transfronteriza entre investigadores, lo que históricamente ha ampliado las fronteras del conocimiento humano. Sin embargo, otras intervenciones, tales como los subsidios a empresas nacionales, restricciones selectivas de acceso al mercado, prácticas de contratación sesgadas u obligaciones de transferir tecnología pueden inclinar el tablero hacia campeones nacionales en contra de la competencia internacional. Normas internacionales en estas cuestiones minimizarían los efectos negativos de las políticas tecnológicas de los gobiernos, solidificarían incentivos comerciales para la inversión y fomentarían la competición basada en ingenio y calidad. Es por ello que recientes acuerdos comerciales regionales como el Acuerdo Transpacífico (TPP, en inglés) o el acuerdo entre la UE y Canadá (CETA, en inglés), incluyeron disposiciones sobre asuntos tales como el comercio digital o la localización de datos, apuntando el camino hacia nuevas normas que podrían negociarse en la OMC.
Avanzar en esta nueva agenda en la OMC requerirá responder a tres cuestiones principales: primeramente, habrá que examinar si y en qué medida las reglas actuales son suficientes para gobernar la nueva economía digital y la innovación tecnológica; en segundo lugar, cuál ha de ser el grado de implicación del Estado en esta nueva economía, es decir, qué practicas han de considerarse leales y cuáles habrán de limitarse por su impacto desleal; y tercero, cómo mejorar la supervisión del desarrollo de políticas nacionales en este campo que eviten escaladas de tensiones comerciales.
A largo plazo, los miembros de la OMC deberán asegurar una mejor articulación entre su agenda internacional y sus políticas internas que contribuyan a un crecimiento más inclusivo y sostenible, que “no deje a nadie atrás”.
Más multilateralismo, mayor bienestar
Las instituciones multilaterales facilitan una cooperación internacional más rápida y eficaz. No se trata de una visión idealista sino de puro interés propio. En un mundo menos cooperativo, el bienestar económico y la seguridad medioambiental de los países serían mucho menores. Regresar a “la ley del más fuerte” podría ser especialmente perjudicial para las economías pequeñas, pero incluso los países más poderosos serían más pobres.
El orden internacional basado en reglas comunes habría sido menos vulnerable a populismos y eslóganes vacíos si los gobiernos hubieran apostado por políticas internas más sólidas en educación, formación, protección social, imposición o sanidad. Pero el daño considerable que ya se ha hecho es reversible. El sistema de comercio global del siglo XXI tendrá que conservar los principios básicos del actual, tales como la no-discriminación, la reciprocidad y la flexibilidad para los países más pobres. La historia nos recuerda que los nuevos órdenes institucionales emergen solamente después de periodos prolongados de alboroto o de conflicto. Invirtamos ahora en reformar un sistema de comercio global para hacerlo más eficiente, legítimo y justo antes de que sea demasiado tarde y haya llegado el caos.
Jamileth
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