Pura Demagogia
Los conservadores de izquierda no existen
Emiliano Monge, El País
Todos los días, por no decir varias veces cada día, el presidente pide la comprensión —cuando no complicidad— de los mexicanos. La mayoría de las acciones que está llevando a cabo o que pretende llevar a cabo, asevera en cada oportunidad que tiene, se ven lastradas por la corrupción, la impunidad o la ineptitud de los Gobiernos anteriores.
En este tema, Andrés Manuel López Obrador es exigente. Sin duda, la razón está de su lado, como debería quedarnos claro a la mayoría de los ciudadanos. No hablo tan solo de aquella mayoría que llevó al poder al actual mandatario, hablo también de buena parte de quienes no lo votaron pero coinciden con él en este tema: el pasado reciente es pesado, está sucio y apesta, era una verdadera pira de suficiencias, humillaciones, desprecios, ultrajes, componendas, ofensas y escarnio.
Cuando aquello que se recibe es un país devastado, cuyas estructuras y factores reales de poder se encuentran al borde del colapso —no solo a consecuencia del neoliberalismo, también de las administraciones que quisieron convertirlo en una sociedad limitada; podríamos, de hecho, revisar nuestros últimos 60 años como la historia de un país gobernado, casi siempre y trágicamente, a partir de la racionalidad empresarial, es decir, un país que fue Asociación Civil, después Sociedad Civil, luego Sociedad Anónima, posteriormente Sociedad Limitada y finalmente Club Mercantil—, el trabajo de la autoridad requiere y requerirá, durante mucho, muchísimo tiempo, la complicidad y la comprensión de la mayoría de los gobernados.
Ante esta certeza, no resulta sencillo ordenar el presente, reconstruir el futuro inmediato ni proyectar el largo plazo. Pensemos, por ejemplo, en aquello que genera mayor preocupación, según casi todas las encuestas publicadas durante los últimos años: la inseguridad y la violencia. Obviamente, no podemos pensar en esto si no asumimos que, durante demasiado tiempo, vivimos en un narcoestado, en el que el crimen organizado fue tomando las estructuras de seguridad, infiltrando las de impartición de justicia, comprando las de administración —a través de la financiación de campañas políticas desde el ámbito municipal hasta el federal— y desgarrando todos los niveles y ámbitos del tejido social, amparado en el necrocapitalismo que impuso ese mismo narcoestado. Pero reduzcamos un poco más nuestro ejemplo, convirtiéndolo en nombres propios: Felipe Calderón Hinojosa, Genaro García Luna y Eduardo Medina Mora. Ellos declararon la guerra que convirtió al neoliberalismo en necrocapitalismo, que consumó la conversión del Estado en narcoestado, que elevó la violencia a hiperviolencia, que volvió las morgues camiones de doble remolque, que hizo de nuestros campos fosas comunes, que transformó la desaparición en eterno retorno. Y es que, mientras declaraban la guerra, faenaban con el Cartel de Sinaloa. Por eso García Luna está siendo enjuiciado en Estados Unidos, por eso Medina Mora se convirtió en el conejo de un sombrero de copa y por eso el expresidente se aferra a una nueva organización política que garantice la impunidad que necesita.
Ahora bien, ¿por qué ese expresidente, Felipe Calderón Hinojosa, como tantos otros políticos mexicanos, se encuentra en condiciones de crear un nuevo partido político? ¿Por qué Medina Mora puede retirarse, peor aún, por qué se le retira en silencio y sin dar explicaciones? ¿Por qué García Luna es juzgado en el extranjero y no en nuestro país? ¿Por qué ellos, como tantos otros —desde Carlos Salinas hasta Peña Nieto—, parecen tener derecho a la evasión? ¿Es esto lo que quiere, lo que quería la mayoría de los mexicanos, a quienes el presidente nos solicita, todos los días, nuestra comprensión y nuestra complicidad frente a los problemas de inseguridad y violencia que su Gobierno heredó, los mexicanos que vemos la creación de la Guardia Nacional como la mera repetición de algo que ya sucedió? ¿Es esto lo que hará que México sea un mejor país y que su sociedad alcance el bien común: la fotocopia, la intocabilidad? ¿La poderosa frase que asevera "ni perdón ni olvido", sentencia que López Obrador reconvirtió en este otro mantra: "perdón sí, olvido no" —sin darse cuenta de que los procesos históricos no se cierran en tanto sus síntomas persistan—, no debería haber sido reconvertida por todos los mexicanos y no sólo por un presidente? ¿No será que los gobernados, en este sentido, también necesitamos de la complicidad y la comprensión del gobernante?
No somos iguales, repite una y otra vez el presidente. Lo repite, además, exigiendo que los ciudadanos reconozcamos lo que resulta evidente para él: su derecho a ser otro, a ser distinto de los autócratas asesinos, corruptos e indolentes que lo precedieron. Lo dice, en todo momento, convencido de quién es y de que la mayoría de los mexicanos habremos de verlo como él se ve a sí mismo y como se observa a alguien que, en efecto, es diferente de aquello a lo que estábamos acostumbrados. Lo hace porque cuenta con nuestra comprensión y nuestra complicidad: la de la mayoría de quienes lo votamos e incluso de una buena parte de quienes no lo votaron. Pero quizá él también tendría que empezar a ofrecernos lo mismo, para que no se empañen los cristales con los que lo miramos. Los mexicanos tenemos que pedirle al presidente que nos observe como somos y no como ve a sus enemigos. Porque la mayoría de nosotros tampoco somos iguales a esos enemigos suyos. No todos somos esos conservadores que le quitan el sueño, conveniente o inconvenientemente. No, no todos somos ni respondemos a intereses oscuros.
Los mexicanos que no somos súbditos, que entendemos que recibió un país en ruinas y que no lo confundimos con sus predecesores, debemos exigir que el presidente tampoco nos confunda: no queremos que su Gobierno naufrague, queremos que gobierne mejor. Exigir que no nos desaparezcan con etiquetas tan fáciles como aquellas que no le gusta que le endosen a él o a su proyecto. Si somos capaces de reconocer que López Obrador no es igual a los que dejaron un país destrozado, López Obrador tiene que ser capaz de reconocer que no todo aquel que disiente es un seguidor de la reacción o está en contubernio con fuerzas oscuras, por más que esto le sirva, política o pedagógicamente. Los conservadores de izquierda no existen. Existen, eso sí, los fundamentalistas de centro. Y son peligrosos.
Si nosotros entendemos que la corrupción del sistema de salud había llegado al exceso, el presidente debe entender que nos horrorice y lastime la falta de medicamentos para niños enfermos. Y comprender que podemos exigir soluciones que no conlleven costos tan altos como los de antes. Igual que podemos y debemos decir, por ejemplo, que queremos que el presidente entienda, empatice y reaccione política, humana y socialmente ante el horror de los feminicidios, sin que nadie piense, al escucharnos, que buscamos atacar un proyecto. La política, como el presidente de México sabe, es un juego de pesos diversos, no una balanza de dos platos.
El gobernante que exige complicidad, solo puede hacerlo si muestra empatía. Si reconoce el resto de las voces que, aunque no sean la suya, tampoco son las de sus fantasmas. Los temas en los que urge su comprensión y su complicidad son muchos: ahí están las comunidades, todas las comunidades y no solo las que le quedan a modo, que serán arrolladas por el tren maya y por sus otros megaproyectos; ahí está el asunto migratorio, que tan mal se ha manejado y que, para colmo, ha enrarecido lo peor del nacionalismo: los liderazgos sordos convierten las angustias en odios.
Si no queremos reproducir las suficiencias, las humillaciones, los desprecios, los ultrajes, las componendas, las ofensas y el escarnio del pasado, si no queremos, en suma, que el nuevo Gobierno se parezca más a una Sociedad Limitada que a una Asociación Civil, como menos, hay que empezar por ofrecer y otorgar aquello que se exige.
La pluralidad no es, nunca será un juego binario. Esto debería tenerlo claro, en particular, un presidente que repite, una y otra vez, que no todos son lo mismo.
JMRS