Barones y Magnates

El silencio que blinda a Nueva York

2020-11-05

Uno de los matices de la indefinible sensación de inquietud que impregnaba el ánimo...

Eduardo Lago | El País

Nueva York - Poco antes de caer la noche del martes reinaba en Manhattan una confusa sensación, mezcla de calma y anticipación. Se llegaba al final de un proceso que había sido largo y tortuoso solo para dar comienzo a otro. Algunos detalles permitían ver con claridad que el momento que estaba a punto de vivirse iba a ser extraño. El tráfico había empezado a decrecer días antes, a la vez que se ralentizaban la actividad comercial y laboral. Uno de los matices de la indefinible sensación de inquietud que impregnaba el ánimo de la ciudad era el temor, un temor dirigido en primera instancia a proteger la integridad física de lugares y personas. Numerosos edificios se apresuraron a contratar los servicios de empresas de seguridad privada, a fin de salvaguardar a los residentes en caso de que se dieran situaciones de violencia callejera, como las que tuvieron lugar cuando se convocaron manifestaciones a favor del movimiento Black Lives Matter. El recuerdo de los disturbios y saqueos que se vivieron entonces sigue estando muy presente en la conciencia de la ciudadanía, que no estaba preparada para hacer frente a lo que ocurrió.

Las calles y avenidas más emblemáticas de Manhattan fueron tomadas al asalto por grupos incontrolados que se dedicaron a la destrucción y el saqueo de escaparates, sobre todo de tiendas de lujo. A fin de evitar males mayores, se procedió a cubrir las fachadas y cristaleras de los comercios con inmensos tablones de madera que se sucedían portal tras portal, confiriendo una fisonomía insólita a las principales arterias de la ciudad. Fue el primer cambio de relieve en la configuración del paisaje urbano. Por espacio de varias semanas, las planchas de conglomerado se mantuvieron en pie, ocultando el aspecto originario de los establecimientos más conocidos de Broadway, Madison, Park o la Quinta Avenida. Tras haber sido cubiertas de grafiti por artistas locales, las grandes superficies de madera se empezaron a desmontar semanas después, coincidiendo con el alivio que supuso ir abriendo gradualmente la ciudad, tras meses de agónico confinamiento. Las medidas decretadas por el alcalde y el gobernador del Estado destinadas a controlar la propagación del coronavirus habían surtido efecto, después de que Nueva York hubiera sido el epicentro global de la pandemia. A efectos de imagen pública, la transformación más espectacular tuvo que ver con el hecho de que los bares y restaurantes estaban obligados a operar al aire libre.

El rostro de Nueva York cambiaba por segunda vez, de manera si cabe más drástica. Los tablones que habían recubierto fachadas y escaparates desaparecieron para dar paso a estructuras de signo más festivo. En las aceras y en los carriles laterales de las calzadas que colindaban con ellas se empezaron a erigir singulares construcciones de madera que resultaron ser espacios más atractivos que el interior de los locales que debían suplantar. En torno a las mesas, protegidas con toldos o sombrillas, se alzaban estilizadas estufas de gas para hacer frente a la llegada del frío. Los neoyorquinos se apresuraron a acudir en masa a los singulares recintos puestos a su disposición. Con el beneplácito de las autoridades municipales, muchas calles se cortaron al tráfico, para solaz de peatones y ciclistas. Ornamentados de maneras infinitamente diferentes, los bares y restaurantes al aire libre dispersos por todo Nueva York se han consolidado como un componente irrenunciable del paisaje urbano. Inevitablemente, en vísperas de las elecciones regresaron los tablones destinados a blindar el exterior de comercios y edificios, reproduciendo el extraño ritual de los meses pasados. A este nuevo cambio de imagen se añadía una circunstancia insólita: el espectáculo de las colas.

Últimamente, han convergido en Nueva York cuatro formas diferentes de hacer cola. Contra el trasfondo de un desempleo que ha alcanzado cotas salvajes como consecuencia del descalabro económico provocado por la covid-19, filas de indigentes cada vez más largas aguardaban su turno para recibir comidas distribuidas por organizaciones de beneficencia. La segunda variedad, presente en numerosos puntos distribuidos por todos los barrios de la ciudad, eran las gigantescas colas de neoyorquinos que acudían a hacerse las pruebas que les permitirían saber si estaban infectados por el virus, facilitadas en cantidades masivas de manera gratuita por las autoridades sanitarias. Una tercera manera de hacer cola, tan reciente como efímera, y a la postre injustificada, fue la de quienes ante el miedo de los altercados que pudieran tener lugar durante la jornada electoral y después, se alinearon frente a supermercados y tiendas de comestibles por temor a que pudiera darse una escasez de alimentos y artículos básicos. La cuarta especie de cola, sin lugar a dudas la más relevante de todas, fue la de quienes aguardaban pacientemente para ejercer su derecho al voto, tanto a lo largo de las jornadas anteriores como el mismo día de la convocatoria electoral. Todos esos tentáculos de signo dispar tuvieron el efecto de tejer una red de hilos invisibles que se concretaron en la sensación de extrañeza que pesa sobre todo Nueva York.

Sobre puentes, túneles y calles; sobre parques, ríos y avenidas; sobre los rascacielos, muelles y aeropuertos, la sensación predominante es la de un vacío desolador. Un vacío que no es de orden físico, pues hace tiempo que las calles se han vuelto a llenar de gente. Se trata de un vacío que resulta difícil cualificar, pero que está impregnado de temor e incertidumbre, de pánico y paranoia, el mismo que hizo que se dispararan las ventas de armas. Lo que más pesa hoy sobre la ciudad es la sombra de lo que ocurrió hace cuatro años. Entonces como hoy, Nueva York estaba firmemente en contra del neoyorquino que acabó siendo el ocupante de la Casa Blanca, para sorpresa y frustración de la inmensa mayoría de sus conciudadanos.

El pasado martes, la posibilidad de que pudiera volver a ocurrir algo así era una idea que resultaba sencillamente insoportable. La fuerte presencia policial que a lo largo de estos años se ha mantenido de manera constante frente a la Torre de Midtown que lleva el apellido del actual presidente de la nación, es un detalle que resume la rabia que sienten muchos neoyorquinos, que se congregaban impotentes a protestar allí. El martes, después de que cerraran los colegios electorales, se hizo palpable otra forma del vacío, una ausencia ajena al carácter de Nueva York: el silencio.

A lo largo del día apenas se había dejado oír el tableteo de las aspas de los helicópteros de la policía, omnipresente durante los disturbios y manifestaciones de los últimos meses. Tampoco se escucharon con la regularidad habitual las sirenas de los coches patrulla, ni las de las ambulancias o los bomberos. Las temidas explosiones de violencia no tuvieron lugar. El único ritual que se cumplió con rigor ejemplar, en medio de una afluencia de votantes desconocida en la historia de la ciudad, fue acudir a la cita con las urnas. Los neoyorquinos son perfectamente conscientes de que a escala nacional, el resultado de las elecciones no depende de ellos, que tienen claro de manera abrumadora más que a quién votar, contra quién hacerlo. La larga noche de incertidumbre comenzó poco después de cerrar los colegios electorales, cuando empezaron a llegar los primeros datos procedentes de otros Estados. Se temía que pudiera ocurrir algo así, que quizá no hubiera resultados concluyentes a lo largo de la noche. Entrada la madrugada y a medida que la diferencia de votos entre los dos contendientes se iba haciendo cada vez más estrecha, no quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Imposible saber quién había resultado vencedor. Traicionando uno de los lemas que mejor definen su carácter, la ciudad que nunca duerme se retiró a descansar.



Jamileth
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