Tras Bambalinas
‘The Crown’ presenta al príncipe Carlos como un villano
Ben Judah, Washington Post
No soy monárquico por naturaleza. De hecho, soy más bien lo contrario. En ocasiones me he considerado un republicano. Sin embargo, eso no me impide pensar que, de llegar a tener la oportunidad, el príncipe Carlos será en realidad un muy buen rey.
Eso podría sonar extraño justo después de que millones de personas alrededor del mundo acaban de terminar de lanzarse un maratón de The Crown, de Peter Morgan. Malhumorado, cruel y un poco tonto, el príncipe enfermo de amor e infiel, brillantemente interpretado por Josh O’Connor, es fácil de odiar.
En casa y en el extranjero, la reputación de Carlos sufrió un gran y merecido golpe por la ruptura de su matrimonio con la princesa Diana. The Crown solo apela a esta opinión común que ha perdurado desde su trágica muerte. Carlos, se dice, será un terrible monarca.
Yo no estoy tan seguro. En su búsqueda por un gran drama, el show termina ignorando precisamente las cosas que harían de Carlos un buen rey: el intrigante conjunto de (en su mayoría) buenas ideas que ha apoyado durante su largo aprendizaje como príncipe de Gales.
¿Importa acaso algo de esto? En el Reino Unido liberal existe la tentación de reírse de la monarquía y descartarla como si apenas existiera. Sin embargo, siempre he pensado que Tom Nairn, el profético pensador marxista escocés, tenía razón al advertirle a la izquierda que tomara al palacio de Buckingham más en serio. La monarquía, escribió Nairn, es como un “espejo encantado” que invita a los británicos a vernos en él.
En esto, los estados de ánimo y la personalidad del soberano importan. El monarca dirige la Iglesia de Inglaterra, se reúne semanalmente con el primer ministro y marca la pauta a las clases altas británicas. Todo esto ejerce una poderosa influencia gravitacional sobre la vida en el Reino Unido.
El príncipe Carlos —a diferencia de su madre de 94 años, la reina Isabel II, una hija del imperio que siempre ha gravitado hacia las antiguas posesiones coloniales recopiladas en la Mancomunidad de Naciones, la cual encabeza— es en realidad uno de los grandes europeos del Reino Unido.
Hace apenas dos semanas en Berlín, en un discurso en el Parlamento Federal alemán, el heredero al trono se refirió deliberadamente al poeta John Donne, quien escribió que “ningún hombre es una isla”. Y en caso de que alguien no se diera cuenta de la alusión al Brexit, agregó: “Se podría igualmente afirmar que ningún país es realmente una isla”.
Carlos no solo ha destacado los antiguos vínculos del Reino Unido con Alemania, como bien atestiguan sus propias raíces hannoverianas, sino que también ha sido un gran amigo de los países europeos, grandes y pequeños. En Rumania, el príncipe de Gales ha brindado su apoyo a las campañas a favor de los huérfanos y los derechos humanos e incluso compró su propia casa de retiro en el país.
Sus amigos lo describen como alguien asqueado con la política de extrema derecha y “un gran partidario de Europa”.
Más importante aún, el príncipe es una de las personas con conciencia ecológica más destacadas y antiguas del Reino Unido. Carlos ha estado advirtiendo sobre los peligros de la contaminación de plástico desde la década de 1970 y ha estado practicando —y haciendo campaña por— la agricultura orgánica desde la década de 1980, muchísimos años antes de que fuera una tendencia. También ha recaudado millones para el activismo climático y ha utilizado su plataforma en la realeza para dar discursos conmovedores de alerta sobre el cambio climático en todo el mundo.
Uno de los mejores momentos de Carlos fue su decisión de confrontar a Donald Trump sobre el colapso ambiental durante la controversial visita de Estado del presidente de Estados Unidos a Londres el año pasado.
Pero cuando pienso en el panorama general, Carlos ha sido una figura que mayormente ha tenido aciertos dentro de una clase dirigente que la mayoría de las veces se ha equivocado.
Carlos ha brindado ese mismo espíritu pionero a su otra gran causa: el diálogo interreligioso. En un siglo marcado por una creciente islamofobia occidental, el príncipe ha expresado abiertamente su admiración por el Islam y ha construido vínculos entre el Reino Unido y el mundo musulmán. La extrema derecha ha difundido rumores de que se convirtió en secreto al Islam. La prensa ha sugerido que sus frecuentes visitas a Grecia (donde la familia de su padre, el príncipe Felipe, fue alguna vez la casa real) podrían ser una señal de que es secretamente un griego ortodoxo.
Sigo siendo profundamente ambivalente acerca de si el Reino Unido debería en realidad mantener su monarquía, pero parece evidente que mi extraño país tiene previsto seguir mirándose el espejo encantado de la Casa de Windsor durante muchos años más.
Mi esperanza es que cuando llegue el momento, el rey Carlos III ofrezca a ese reflejo algo de lo que el papa Francisco le ha ofrecido al papado: una sensibilidad más liberal, europea y tolerante en un Reino Unido que, tras el Brexit, la necesita con urgencia.
JMRS