Entre la Espada y la Pared

El sueño americano muere en México

2021-02-22

En las noticias se empezó a hablar del hallazgo de 19 cuerpos quemados en un camino rural en...

Lorena Arroyo, Pablo Ferri,Hector Guerrero y Monica González | El País

Comitancillo (Guatemala) / Camargo (Tamaulipas, México) - Las malas noticias llegaron a la aldea Tuilelén, en las escarpadas montañas de San Marcos, Guatemala, antes del mediodía. “Don Ricardo: nuestros hijos están muertos, quemados, sin rastro y sin nada”. Fue una llamada de padre a padre, pero también de coyote (traficante de personas) a cliente: desde algún punto en la frontera entre México y Estados Unidos, el guía al que Ricardo García Pérez le había confiado a su primera hija, le confesaba que de aquella joven de 20 años que siempre hacía bromas y había recorrido Centroamérica vendiendo productos chinos para ayudar a su familia, solo quedaban cenizas. El propio hijo del pollero (o coyote), que iba en el mismo grupo, también estaba entre los fallecidos.

Era sábado, 23 de enero. En las noticias se empezó a hablar del hallazgo de 19 cuerpos quemados en un camino rural en el límite entre Tamaulipas y Nuevo León, un territorio del noreste de México que en la última década se ha convertido en un cementerio de migrantes. Que entre las víctimas había guatemaltecos era entonces solo un rumor. Aunque para padres como Ricardo García Pérez, que hacía menos de dos semanas habían acompañado a sus hijos desde sus comunidades remotas a la casa del coyote en el municipio de Comitancillo, la falta de señales del grupo durante días y esa llamada eran suficientes. Estaban seguros de que las personas que iban en aquellas camionetas blancas carbonizadas, cuyas fotos ya circulaban en las redes sociales, eran ellos. Y de que con la masacre se esfumaba también la apuesta por la que habían invertido lo poco que tenían y por la que algunos incluso habían empeñado sus terrenos.

“Mi hija no fue asesinada por ladrona o delincuente, ni traficando drogas. Mi hija fue asesinada por luchadora”, dice ahora don Ricardo en una de las pendientes del cementerio de la aldea Tuilelén, mientras construye la tumba de Santa Cristina García con la ayuda de varios familiares. Pese al golpe de haber perdido a la segunda de sus 11 hijos hace menos de un mes, el hombre —cuerpo menudo, pelo negro brillante, piel quemada por el trabajo en el campo— no ha perdido la sonrisa ni la calma. “Tengo que acoplarme al ejemplo de ella. Era amable, cariñosa, sonriente”, explica. Cuando las autoridades mexicanas devuelvan sus restos a este municipio del occidente de Guatemala, la joven descansará en uno de los panteones coloridos, entre las tumbas de otros dos migrantes que también perdieron la vida en la masacre de Tamaulipas: su vecino Iván Gudiel, de 22 años, y Roliberto Miranda, un docente de informática de 24 años que tenía dos hijos y un tercero en camino.

Ricardo Pérez, el padre de Santa Cristina, descansa en el cementerio de la aldea Tuilelén, donde prepara la tumba en la que enterrará a su hija cuando el cuerpo sea repatriado de México.

Hasta su vivienda del caserío Peñaflor, cada día llegan parientes y amigos a acompañar a su madre, doña Olga (a la izquierda de la imagen).

Las viviendas de la mayoría de los migrantes que fueron víctimas de la masacre en Comitancillo son de adobe, tienen suelo de tierra y constan de dos edificaciones: una habitación donde duermen las familias, generalmente muy numerosas, y una cocina.

La noticia del asesinato de los migrantes ha generado una ola de solidaridad. Gracias a las donaciones recibidas, los padres de Santa Cristina han podido condonar la deuda que contrajeron para pagar al coyote. Además, un médico se ha ofrecido para operar gratuitamente a su hermana pequeña.

Para pagar el viaje de su hija a Florida, donde la esperaba una amiga de la familia, don Ricardo y su esposa, Olga Pérez, habían pedido un préstamo que avalaron con las escrituras de su casa, una vivienda de paredes de adobe, techo de lámina y suelo de tierra en lo alto de una loma. También entregaron el título de las cuatro cuerdas de terreno que la rodea —el equivalente a dos campos de fútbol— donde cultivan el maíz con el que se alimenta la familia.

Con los 25,000 quetzales que reunieron (unos 3,200 dólares, 2.650 euros), la pareja pudo pagar un adelanto al coyote y comprarle ropa, zapatos y un móvil nuevo a Santa Cristina para el camino. El dinero que le entregaron al guía no era ni una cuarta parte de los 110,000 quetzales que pedía por el trayecto (más de 14,000 dólares). Pero creían que, una vez que su hija llegara a Estados Unidos, podría pagar las deudas, tal como han hecho durante décadas los migrantes que han salido de su comunidad rumbo al norte.

El 12 de enero, cuando se despidió de su madre y sus 10 hermanos, la joven estaba tranquila. Sonreía. Durante meses, perseverante como era, había insistido a sus padres para que le apoyaran económicamente con aquel viaje. Antes de abandonar la habitación con cuatro camas en la que duerme toda la familia, Santa Cristina dijo que no quería lágrimas y prometió que, nada más llegase a Estados Unidos, las cosas iban a cambiar para todos. Su plan era trabajar de día para pagar la deuda, y de noche para operar el labio leporino de la menor de sus hermanas —Ángela, de un año y cuatro meses—; y para intervenir a su padre, que sufre de problemas en los ojos. Además, quería que su familia accediera a una casa mejor.

Su padre la acompañó hasta el centro de Comitancillo, donde iba a comenzar el viaje. “Yo no me voy a morir. A trabajar voy”, le tranquilizó cuando se despidieron. “Sus últimas palabras fueron: ‘Si la Santa llega a Estados Unidos, tu vida va a cambiar’”, recuerda don Ricardo. Ya en la casa del coyote, Santa Cristina se reunió con el resto del grupo que puso rumbo a México al día siguiente. Entre ellos estaban su primo Marco Antulio, un adolescente de 16 años que era el mayor de nueve hermanos, y su vecino Iván Gudiel, de 22 años, recién casado y con un hijo de ocho meses, que soñaba con poder mandar dinero a su madre para que se tratara la diabetes.

En el grupo también estaba Marvin Tomás, conocido como El Zurdo, un prometedor lateral izquierdo del equipo local Juventud Comiteca, de la tercera división guatemalteca. A sus 22 años estudiaba en la universidad los fines de semana y era el pilar económico de su familia. Él también quería construirles una vivienda mejor y lograr que su madre, que había quedado viuda poco antes de que él naciera, pudiera operarse de la hernia que sufre desde hace más de diez años. Pero con los jornales de 50 quetzales diarios (menos de 6,5 dólares) por trabajar en el campo o con lo que ganaba en empleos temporales como albañil solo le alcanzaba para vivir al día.

Como ellos, la mayoría de los que se sumaron al viaje tenían menos de 25 años —algunos incluso eran menores de edad—, provenían de familias numerosas y huían de la falta de oportunidades de Comitancillo, un municipio (de unos 60,000 habitantes y al que pertenece Tuilelén) donde casi un 90% de la población vive en condiciones de pobreza y más del 26% en pobreza extrema. Cerca del 20% de sus habitantes han emigrado a Estados Unidos, un país que se convirtió en una especie de salida de emergencia para millones de centroamericanos desde los años ochenta por la violencia e inestabilidad política y económica de la región. En la actualidad, se estima que hay más de 3,5 millones de ciudadanos de ese origen en territorio estadounidense.

El origen de los migrantes que fueron asesinados en Tamaulipas no era distinto al de miles de guatemaltecos que emprenden el mismo trayecto cada año. Si no hubieran sido víctimas de una masacre, sus muertes habrían pasado desapercibidas a los ojos del mundo, como suele suceder con sus vidas. A muchas de las remotas aldeas y caseríos de donde salieron los migrantes, cuyos nombres se le escapan incluso al ojo omnipresente de Google, solo se puede acceder en vehículos todoterreno o caminando durante horas por sendas polvorientas y empinadas en la montaña. Allí, la mayoría de familias sobrevive con lo poco que producen —principalmente papa, maíz y frijol—, con la cría de gallinas y pavos, pastoreando vacas y ovejas, o con lo que ganan trabajando en el campo o la construcción.

Las señales de existencia del Estado guatemalteco son pocas, al contrario de lo que sucede con las remesas. Entre las casas tradicionales de adobe se pueden distinguir las viviendas de block y cemento construidas con el dinero enviado por los migrantes. “Las personas que están en EE UU han construido casas, han comprado un carro. No es gente rica, pero ya pueden sacar la familia adelante”, asegura Olga Pérez sentada en la misma habitación en la que despidió a Santa Cristina, donde ahora hay un altar con fotos, flores y veladoras. Sus hijos menores, que no van a la escuela desde que comenzó la pandemia, juegan a su alrededor.

Para su hija y el grupo de migrantes que salieron de Comitancillo, irse era la única apuesta posible para un futuro mejor; una apuesta que fue truncada a unos 60 kilómetros de Estados Unidos. Desde que dejaron su municipio hasta que fueron asesinados en el norte de México, pasaron 10 días en los que se comunicaron varias veces con sus familias en Guatemala y con aquellos que los iban a recibir del otro lado de la frontera. Al día siguiente de salir, algunos llamaron desde Tuxtla Gutiérrez, en Chiapas. Días más tarde, les hablaron desde Puebla. Entonces, Santa Cristina le contó a su madre y a un familiar en Lynn (Massachusetts) que les habían asaltado y que les quitaron los teléfonos móviles y casi todo el dinero. Pero ella estaba contenta porque en el viaje se había hecho amiga de las otras muchachas del grupo, con las que podía tener habitación separada de los hombres allí donde paraban.

“En la última llamada que me hizo me dijo: ‘Yo sí estoy viviendo pura vida. El coyote que nos trajo nos está manteniendo bien´. Luego me mostró con la cámara una tele que tenía, un baño privado, la ducha y la comida, y me dijo: ‘Hoy sí estoy feliz”, recuerda Óscar, de 21 años, hermano mayor de Santa Cristina. Después de aquella conversación, algunos migrantes se comunicaron una vez más con sus familias desde San Luis Potosí. Entonces les dijeron que ya les faltaba poco para cruzar la frontera y que les llamarían en cuanto pudieran. Nunca volvieron a comunicarse.

Tamaulipas, cementerio de migrantes

La frontera entre Nuevo León y Tamaulipas es un mosaico de granjas familiares, campos de sorgo, pozos de petróleo y mezquitales. Y entre ellos, las hormigas: cientos de camionetas y tráileres que cubren la ruta Monterrey-Reynosa-Nuevo Laredo y que disfrazan una de las actividades más lucrativas de la frontera, el paso de migrantes.

El rastro del grupo en el que iba Santa Cristina se perdió en San Luis Potosí, 600 kilómetros al sur de Monterrey. Sus cuerpos aparecieron en un camino aislado del ejido Santa Anita, en Camargo, 200 kilómetros al noreste de Monterrey, ya en territorio tamaulipeco. Los encontraron baleados y carbonizados, abandonados en medio de la nada, tres días después de que una mujer denunciara la desaparición de su marido.

Desde hace más de una década, Tamaulipas es uno de los pasos más peligrosos para los migrantes. En 2010, un grupo criminal asesinó a 72 centroamericanos y sudamericanos en San Fernando, junto a la costa del golfo de México. Al año siguiente, las autoridades hallaron casi 200 cuerpos en fosas clandestinas en el municipio. La mayoría eran de migrantes. En 2012 dejaron los cuerpos desmembrados de 49 personas, entre ellos migrantes, en Cadereyta, cerca de Monterrey, en la salida de la ruta hacia Reynosa.

El Gobierno denunció entonces que Los Zetas estaban detrás de las masacres. En el caso de los 72 migrantes de San Fernando, un detenido, supuesto integrante de Los Zetas, declaró que los habían matado para evitar que los reclutara el cartel del Golfo, sus rivales en la frontera. Dijo que les habían dado la opción de unirse a su grupo y que la mayoría se negó. Y que por eso los habían asesinado.

Nunca estuvieron claros los motivos, ni en el caso San Fernando ni en el de Cadereyta. Pero siempre existió la sospecha de que los criminales habían contado con la complicidad directa o indirecta de las autoridades locales. Una década después, la sospecha se ha convertido en certeza en el caso de Camargo.

A principios de febrero, 11 días después de que hallaran los cuerpos, la Fiscalía de Tamaulipas informó de que al menos 12 policías de un grupo de élite estaban involucrados en la masacre. El fiscal evitó dar detalles sobre el papel de los agentes en la matanza. Pero dijo que estaban acusados de asesinato, abuso de autoridad y falsedad en sus informes. También sugirió que los propios policías habían alterado la escena del crimen. La ausencia de casquillos de bala en la zona llamó la atención de los investigadores desde el principio. ¿Quién se preocuparía de recoger los casquillos después de un baño de sangre así?

Junto a los cuerpos se encontraron dos camionetas, una de ellas una Toyota Sequoia que se ha convertido en otro de los puntos polémicos del caso. En diciembre, el Instituto Nacional de Migración (INM) había interceptado ese mismo vehículo durante el rescate de decenas de migrantes en una casa del área metropolitana de Monterrey. El hecho de que las redes de trata fueran capaces de recuperar una camioneta capturada en un operativo desató sospechas sobre corrupción en el instituto y, simultáneamente, sobre su nivel de impunidad.

El detalle de la camioneta y el avance en la identificación de los cadáveres reveló que el grupo de Comitancillo viajó en ese último tramo con al menos dos guías locales. Uno era el dueño de la Toyota. Esta información, junto con la que difundió la Fiscalía, ha alimentado la hipótesis de que los policías habrían confundido a los guías y a los migrantes con un grupo delictivo y los atacaron a balazos. Luego, al descubrir su error, habrían recogido los casquillos y prendido fuego a los vehículos en los que viajaban.

Aunque las autoridades en México no han informado sobre la ruta que pudo tomar el grupo de migrantes, la camioneta y la ubicación de los cadáveres indican que en algún momento pasaron por Monterrey. Fuentes del Gobierno de Tamaulipas dijeron a EL PAÍS que lo más lógico es que de aquella ciudad hayan tomado “rumbo a General Bravo y Doctor Coss y luego ya agarraron las brechas”. “Las brechas” es un concepto preciso y también una metáfora en esta zona: carreteras solitarias, muchas veces de tierra, que forman parte de un circuito invisible. Rutas silenciosas que los lugareños evitan.

Un martes a principios de febrero, en el único puesto de comida de la plaza de Doctor Coss —un pueblo de 500 casas donde el secretario de Seguridad fue asesinado a balazos en noviembre—, la vendedora de tacos explica que mucha gente de allí se va a vivir a Texas “por la inseguridad”. De paso por la plaza, un trabajador del municipio le pone fecha al fenómeno de la violencia: “Aquí desde 2009 está todo peligroso por la guerra que tienen ellos”. También dice que él no vio a los migrantes de Camargo, pero que si los hubiese visto no lo diría. Y que sí, que probablemente pasaron por allí.

“Ellos”, al igual que brechas, es un concepto tan preciso como ambiguo: es el crimen organizado, el narco, el cartel del Noreste —escisión de Los Zetas—, el cartel del Golfo. La mafia. Grupos delictivos que usan estos caminos para traficar armas, drogas, personas, “o todo lo que uno pueda imaginar”, detalla el funcionario del Gobierno de Tamaulipas.

Los vecinos de Doctor Coss explican que una de las rutas más usadas de allí hacia Camargo es la que pasa por Ejido La Canela, la única asfaltada hasta la frontera con Estados Unidos además de la carretera federal y la autopista. Cuanto más se avanza por aquella ruta, las pintadas a favor y en contra del cartel del Noreste y el cartel del Golfo se apoderan con mayor empeño de las señales de tráfico, las vallas publicitarias, las paredes de casas y hasta el mismo asfalto. Cerca de La Canela, una garita de seguridad abandonada, un vehículo oxidado y zetas blancas pintadas en el suelo saludan a los conductores. En esta misma zona, informó el Ejército unos días después, cinco pistoleros murieron en un enfrentamiento. Los militares dijeron que, durante un recorrido en helicóptero, divisaron unas lonas en mitad del campo: un narcocampamento. Los pistoleros, según esta versión, atacaron la aeronave con un fusil calibre 50, pero ellos respondieron y mataron a cinco.

En los albergues de Monterrey y Reynosa, la masacre de Camargo ha impactado a los migrantes, aunque no hasta el punto de pensar en volver. En Casa Indi, cerca del centro de Monterrey, el encargado de recibir a los que llegan, Marcos Antonio Castro Zelaya, de 43 años, busca infructuosamente los nombres de los migrantes de Comitancillo en su libro de registro. Pero no aparecen allí.

Zelaya, así le llaman en el albergue, es guatemalteco y ha tratado de entender qué ocurrió con sus compatriotas. Habla de su propio paso por Camargo años atrás y detalla el complejo abanico de acuerdos y pagos entre los coyotes y las mafias locales, que aquí llaman claves, para sortear problemas en la ruta. Y luego cuenta las peripecias de un grupo de hondureños para ilustrar los peligros de la frontera. “Un día se apareció un muchacho aquí y empezó a decirles que podía cruzarles por Ciudad Acuña [en Coahuila] por 500 pesos cada uno, unos 27 dólares. Yo les dije: ‘Tengan cuidado, porque a veces ellos les llevan con los malitos para que los extorsionen”. Los migrantes accedieron, pero el coyote no les llevó a Acuña, sino a Nuevo Laredo. Uno del grupo se dio cuenta y se escaparon al monte. “La vida del migrante es muy fea”, concluye Zelaya.

En Reynosa, la masacre asusta a cientos de migrantes que aguardan a que se afloje el nudo fronterizo de la era Trump, pero no tanto como para desandar un camino de mil kilómetros. En el albergue Senda de Vida, Miriam Morales, de 29 años, cuenta que vive allí desde hace dos meses con su hija de siete años. Dice que salió con su guía desde Chiquimula, en Guatemala, pero que luego en México cambió cuatro veces de coyote. Pasó por San Cristóbal, en Chiapas, Puebla y San Luis Potosí. En ese punto del camino, cuenta, la metieron en un tráiler “con otras cien personas” y la llevaron a Ciudad Miguel Alemán, al oeste de Camargo, en la frontera. Estuvieron en un hotel tres días y cuando por fin salieron y cruzaron el río Bravo, la patrulla fronteriza no tardó dos minutos en agarrarlas. “Nos estaban esperando”.

Morales sabe de los migrantes de Camargo por Facebook. “Da lástima verlo”, dice, “yo no sabía que les hacían eso a las personas”. De cualquier modo, el espanto no es suficiente para hacer tambalear una de las pocas certezas que tiene: no va a volver a Guatemala. Su apuesta, como la del resto, es a todo o nada.

Las dos vidas arrebatadas de Édgar López

Oración del migrante: “Partir es morir un poco. Llegar nunca es definitivo”.

El día de la masacre de Tamaulipas, Édgar López y López estaba de cumpleaños. Ese 22 de enero cumplía 50. Al contrario que el resto de los migrantes, él no iba en busca del sueño americano; regresaba a Estados Unidos para recuperar su vida, la que le arrebataron el 8 de agosto de 2019 cuando fue detenido en la mayor redada en una década en ese país, que terminó con casi 700 arrestos. Aquel día, agentes de la policía de inmigración (ICE, por sus siglas en inglés) irrumpieron en varias plantas procesadoras de pollo en Misisipi. En una de ellas trabajaba Édgar. Fue detenido y acusado de usar una identidad falsa. Tras pasar casi un año en centros de detención, en julio de 2020 fue deportado a Guatemala, un país que no pisaba desde hacía más de 22 años.

En Misisipi no solo dejó su trabajo, sino a su esposa; a sus tres hijos de 23, 22 y 11 años; a un nieto al que quería con devoción —Miguel, de 4 años, quien llamaba papá a Edgar— y a otro de seis meses al que nunca conocerá. También dejó su parroquia, la de Santa Ana, donde participaba asiduamente como líder comunitario. “Llamaba todos los días. Quería venir porque aquí está la familia, aquí están los nietos”, dice su viuda, Sonia Cardona, por teléfono desde Carthage.

En esa ciudad del sur estadounidense queda la mitad de la vida de Édgar López. La otra, la que se cuenta en lengua mam, está en la aldea Chicajalaj de Comitancillo. La casa donde vivió los seis meses desde que fue deportado hasta que intentó llegar de nuevo a Estados Unidos luce un lazo negro. Sus cuatro hermanas se turnan ahora para acompañar a su padre, don Marcelino, un anciano encorvado de 94 años que ya no oye y que da vueltas con la mirada perdida por el patio de la vivienda.

“Estaba desesperado por volver, pero no nos avisó de que se iba”, asegura su cuñado Margarito Orozco. Antes de migrar por primera vez, a finales de los años noventa, ambos trabajaban como comerciantes en Ciudad de Guatemala. Según su viuda, López ya había sido deportado una vez de EE UU, en 1997, pero regresó y eso dificultó que sus abogados pudieran sacarle del centro de detención tras la redada de 2019, pese a que tenía una vida asentada y ejemplar en ese país.

En Chicajalaj no saben mucho de su vida en Misisipi. Dicen que llamaba de vez en cuando y enviaba dinero para medicinas cuando enfermaba su papá. Un día se enteraron de que lo habían detenido en una redada y un año después lo recibieron de regreso en Comitancillo, donde se dedicó a trabajar los cultivos de maíz y frijol de la familia. En los días de descanso, cuando se reunía con sus hermanas y sobrinos, les contaba que echaba de menos Estados Unidos. “Decía que él estaba muy feliz allá, con su familia, y que estaba muy triste por sus nietos, por sus hijos. Me enseñaba las fotos de ellos en su celular”, afirma su sobrina política Berta Lisa López. Ese fue el motivo por el que Edgar no aguantó más y recurrió al coyote local para regresar.

Las políticas migratorias del Gobierno de Donald Trump habían despojado de toda esperanza a migrantes como él, aunque hubieran llevado una vida intachable y fueran trabajadores de primera línea. Desde que asumió la presidencia de Estados Unidos, Joe Biden propuso una reforma migratoria que establece que los trabajadores esenciales, como los de la planta procesadora de pollos que empleaba a Édgar, sean legalizados de forma prioritaria. Pero la promesa llegaba demasiado tarde para él. Dos días después de la investidura de Biden, Édgar encontró la muerte en Tamaulipas.

Desde aquel día, y hasta que identificaron su cuerpo, Sonia Cardona recibió llamadas de extorsionadores desde México que trataban de sacar provecho a la tragedia y le pedían dinero a cambio de entregarle a su esposo.

Marvin Tomás, de 22 años, migró a EE UU para poder operar a su madre, Ángela López, de una hernia que padece desde hace más de una década. La mujer se quedó viuda poco antes de que él naciera.

La madre de Marvin espera junto a los familiares de otras víctimas de la tragedia la entrega de donativos enviados en el parque central de Comitancillo.

En las redes de apoyo a las familias afectadas por la tragedia, los migrantes guatemaltecos en EE UU están teniendo un rol fundamental. Se estima que un 20% de la población de Comitancillo, en el departamento de San Marcos, ha migrado a ese país. Las remesas son fundamentales para la economía local.

La familia de Marvin Tomás ha levantado un altar en su honor en el rincón de la habitación en el que el futbolista dormía en un colchón sobre el suelo de tierra. Su primo y compañero de equipo Raúl Florencio lo recuerda como un joven que “pese a no tener casi nada, caminaba por la vida como si lo tuviese todo”.

Un día después de recibir la llamada del coyote, en Guatemala, los familiares de los migrantes que habían salido de Comitancillo viajaron a la capital para hacerse las pruebas de ADN que facilitaran la identificación de los restos calcinados. Ellos nunca tuvieron dudas de que sus seres queridos estaban entre los muertos, pero el camino para la confirmación oficial y la repatriación de los cuerpos ha sido largo y doloroso, y aún no ha terminado.

Para transitar aquella espera, en sus casas levantaron altares y pusieron lazos para recordar a los muertos: de color negro donde vivían los adultos; blancos para los menores. Con el paso de los días se ha confirmado oficialmente la identidad de 14 víctimas originarias de Guatemala (se calcula que son 15, y el resto posiblemente mexicanas) y México anunció la detención de policías involucrados en la masacre de Tamaulipas. Para sus familiares eso no cambia nada. El único consuelo que les queda ahora es recibir los restos para cerrar el duelo. “Yo solo le pido a Dios que mi hija pueda venir aquí a su tierra a ser sepultada”, se lamenta Olga, la madre de Santa Cristina. “Que me traigan los restos porque me duele. Ella está sufriendo todavía”, dice.

Velar los restos de su hijo es también lo único que espera Ángela López, la madre de Marvin Tomás, el jugador del Juventud Comiteca. “Solo estamos esperando a que me traigan el cuerpo. El cementerio está cerca”, dice la mujer, sentada al lado del altar que le ha levantado en el lugar exacto donde su hijo dormía, en una colchoneta sobre el suelo de tierra. Cuando repatríen sus restos, El Zurdo será enterrado junto a la aldea Las Flores, donde vivía con su madre y tres de sus cinco hermanas, y a pocos metros del estadio municipal, donde soñaba con triunfar como futbolista.



Jamileth