Reportajes

La dura tarea de reconstruir vidas tras pandemia destructora

2021-07-01

“Puedo retomar mi vida como si no hubiera habido pandemia, con inconveniencias que son...

Por JOHN LEICESTER y MAURICIO SAVARESE

PARÍS (AP) — Las notas musicales se cuelan por la ventana de su departamento. Provienen de los dedos relampagueantes de un acordeonista que toca para los comensales de un restaurante de abajo.

Por años, la música del juglar fue parte de Montmartre, el barrio bohemio de París donde Edith Piaf cantaba y Pablo Picasso tenía un ratoncito de mascota en el desordenado estudio donde revolucionó el arte.

El acordeonista desapareció durante el pico de la pandemia del coronavirus en Francia, como arrastrado por la marea. Durante 15 meses no brotó ni una sola nota de los botones y las teclas de su acordeón. Hasta que a fines de mayo, de repente, reapareció.

Y en un mundo en el que ya nada es lo que era, su repertorio seguía siendo el mismo. Nota por nota.

“Increíble”, dice Nathalie Sartor, asomándose por la ventana de su departamento una tarde de junio, tarareando los temas del acordeonista. “Toca debajo de nuestra ventana desde hace diez años. Y en estos diez años, su música no ha cambiado ni un ápice”.

En un mundo desmontado, descarrilado, trastornado por la tormenta viral, las pocas cosas que sobrevivieron intactas son al mismo tiempo reconfortantes y dolorosas, recordatorios de lo que supo ser y también de lo que se perdió: millones de vidas, de formas de ganarse la vida, de certezas.

“Cuando todo empieza de nuevo es cuando te das cuenta de lo duro que era todo”, expresó Sartor, una maestra de 57 años.

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En un esfuerzo por ver las formas en que la gente trata de salir adelante en medio los trastornos asociados con la pandemia, la Associated Press se enfocó en Sartor y en su familia de Montmartre, y en una pareja de Brasil. ¿Por qué en ellos? Porque la pandemia fue para ellos algo sin muchas consecuencias. No los mató a ellos ni a nadie cercano, pero alteró radicalmente sus vidas. Ellos son nosotros.

El virus resultó ser un gran nivelador y al mismo tiempo un gran causante de divisiones de la humanidad. Capaz de llegar a las células de los 7,800 millones de habitantes de la Tierra, sin importar quiénes fuesen ni dónde estuviesen, fue también el principal medidor de la unidad del género humano que ha habido desde la Segunda Guerra Mundial. Forzó cambios de comportamiento colectivos y revivió una cantidad de divisiones.

En un extremo, países acaparando vacunas, dejando miles de millones de personas sin posibilidades de inocularse, vulnerables a variantes que plantean nuevas amenazas. Por el otro, vecinos que aplauden a los trabajadores del campo de la salud, pero también les dejan notas diciendo “tú nos contagias”. Amigos que se acercaron y otros que se ignoraron. Socializaron a través de la internet, pero se aislaron durante las cuarentenas.

Fue una pandemia del “todos estamos juntos en esto” y “sálvese quien pueda”, una experiencia compartida, que hizo que mucha gente se sintiese totalmente sola.

El esposo de Sartor, João Luiz Bulcão, fotógrafo, se siente extraño hablando de todo lo que pasó, por más de que hable en nombre de miles de millones de personas.

“Otros sufrieron mucho más que yo”, expresó. “Cada uno tiene su propia realidad, sus propias historias”.

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Reconstruir el mundo tras la pandemia será una tarea colosal. La gente deberá animarse a hacer nuevamente planes, a correr riesgos, a gastar dinero, a tener bebés. A querer de nuevo, a reír de nuevo, a volver a ser humanos. Pero algunas de esas cosas serán inalcanzables para millones de personas que salieron de la pandemia con menos todavía de lo que tenían.

En los 15 meses en los que el acordeonista de Montmartre estuvo callado, el mundo de grandes disparidades en el que vivíamos se fracturó más todavía y aumentó el abismo entre los que tienen y los que no.

Surgen numerosos mundos —unos con buenas redes de apoyo y oportunidades, otros sin nada de eso—, muchos millonarios se hicieron más ricos todavía y nacieron nuevos millonarios, pero aumentó la pobreza y otros 100 millones de personas sobreviven con poco más de tres dólares al día.

Y en las grietas de la desigualdad —en las brechas de la riqueza, la raza y el género— el coronavirus plantó semillas mortales y recogió una rica cosecha. En los países ricos, las vacunas hacen que disminuyan las muertes, que vuelva la vida, librando a las familias de los encierros. Mucha gente llora muertos, sufre, está abatida mentalmente, pero empieza a reconstruir su vida y a planificar futuros.

Sartor dice que tuvo que obligarse a reanudar los contactos sociales.

“El COVID te separa de tus amigos. Hay amigos que viven cerca con los que no me vi, gente de Montmartre, que está a escasa distancia”, comentó. “Me dije que no tengo que caer en la trampa de seguir encerrada, como la gente solitaria”.

Ahora que está vacunado, Bulcão espera que Francia admita nuevamente a los turistas para que le encarguen fotos artísticas de París e inmortalicen sus recuerdos de la Ciudad de la Luz.

Pero Brasil, de donde es oriundo Bulcão, está todavía en las garras de la pandemia.

Apenas un tercio de los brasileños han recibido la primera vacuna. En Francia, más de la mitad. Después de que murieron 111,000 personas en tres olas del virus, Francia se deshiela tras meses de restricciones y privaciones. Justo a tiempo para el verano, reabren restaurantes, museos y fronteras. Y reaparecen los dos besos en las mejillas de la gente que se saluda, totalmente abandonados durante la pandemia. Las vacunas hacen posible que la gente vuelva a besarse sin correr mayores riesgos.

En Brasil, en cambio, se avecina el invierno. Mueren más de 1,500 personas diarias y la cifra de fallecidos ya llega a los 515,000. Es previsible una tercera ola de infecciones. La vuelta a la normalidad está muy distante.

Con raíces en ambos países, Bulcão, Sartor y sus dos hijas se sienten afortunados.

“De haber estado en Brasil”, dijo Sartor, “sobrevivir hubiera sido más difícil”.

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Gael, si es varón, Carolina si es niña. Ambos encabezan la lista de nombres para el bebé que Celso Franco Jr. y su esposa Juliana esperan tener algún día. Hoy por hoy, les asusta la idea de procrear. Hay demasiada incertidumbre del otro lado de las paredes del pequeño departamento que es su tabla de salvación en medio de la tormenta de muertes e infecciones de Brasil.

Juliana Franco, de 35 años, quiere esperar al menos hasta que estén vacunados, por más de que probablemente su turno llegue recién en septiembre. Su padre sobrevivió a una unidad de cuidados intensivos tras contraer el COVID-19. Su madre y un hermano también se contagiaron. Los dos conocen gente que falleció.

El trabajo de Celso Franco Jr. en un banco le permite ver de primera mano la devastación causada por la pandemia en familias con escasos beneficios sociales y en negocios que quedaron librados a su suerte. Ve cómo la gente agota sus ahorros, pierde su trabajo y ya no salta ante la posibilidad de sacar un crédito.

“Ahora solo hago llamadas para refinanciar deudas, postergar inversiones”, relata. “La primera vez que vi que reabría un negocio, aunque fuese por un período corto, me emocioné. Todo esto es muy duro para los negocios”.

En su casa de Suzano, suburbio de Sao Paulo, tienen una cantidad de recuerdos que adquirieron antes de que Brasil pasase a ser zona prohibida para los viajeros internacionales por una variante muy contagiosa que causó estragos primero en Manaus. La nevera tiene numerosos imanes de distintos sitios de Europa. Hay fotos enmarcadas de un viaje que hicieron a París en el 2019. Contrataron a Bulcão para que captase el momento en que Celso Franco Jr. se arrodillaba y le pedía a Juliana matrimonio con la Torre Eiffel de fondo.

Añoran volver a París, con Gael, Carolina o como termine llamándose su bebé. Pero primero tienen que sentirse lo suficientemente seguros como para encarar estos proyectos.

“Queríamos que quedase embarazada antes de fin de año, pero nos da un poco de miedo”, dijo ella. “Creo que no falta mucho para la vacuna. Tal vez convenga esperar un poco”.

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Los vaivenes de las tasas de infección al compás de las temporadas climáticas y las políticas del gobierno causan confusión.

Rara vez la lotería geográfica ha sido tan importante. Las muertes aumentan aquí, ceden allá. Las restricciones son reforzadas o aliviadas, dependiendo del lugar. Incluso dentro de un país, una ciudad, en la calle y en las casas, se libran batallas para determinar qué se puede hacer y qué no.

Cuando Bulcão sacó la foto de la jubilosa pareja brasileña en la torre Eiffel antes de la pandemia, todos los presentes compartieron su deseo universal de amor, vida y la búsqueda de la felicidad.

Poco después, el único objetivo común era sobrevivir.

Juliana le envió a Bulcão un mensaje agradeciéndole por las fotos.

“Fue un día muy importante en nuestras vidas”, le escribió. “Sensacional”.

Bulcão no ha vuelto a la torre desde que estalló la pandemia. Dejó de ser alguien que se subía a un avión sin pensarlo dos veces y quedó varado en su casa.

“No sé lo que voy a hacer a corto plazo”, admitió. “Eso es lo que me preocupa: La ausencia de perspectivas inmediatas”.

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El tiempo tal vez cure algunas heridas y vuelva a haber certezas.

Anaïs, la hija menor de Bulcão, dice que lo peor de la pandemia ya empieza a ser un recuerdo borroso. Con sus 17 años, ya pudo vacunarse y va a todos lados. Es imposible no verla cuando se pasea por las calles de Montmartre con la casaca de franjas negras y blancas de Botafogo, el club de su padre en Río de Janeiro.

“A veces da la sensación de que el encierro duró un día”, dice Anaïs.

Su hermana mayor, Livia, también se puso en marcha. Estaba en Australia, viajando, descubriéndose a sí misma, cuando surgió el virus. Repatriada en un vuelo del gobierno, tuvo que regresar a su casa, a compartir una habitación con Anaïs. Fue allí donde la muchacha de 23 años empezó a rehacer su vida.

Un día, al llegar de su trabajo y antes de salir de nuevo para cenar con amigos, anunció que quería reanudar sus estudios.

“Lo decidí de repente”, cuenta.

“¡Qué buena noticia!”, le dijo su madre.

Cuando Francia empezó a levantar restricciones en mayo, Livia y sus amigos se reencontraron en un bar de Montmartre, “Le Chinon”, y reanudaron sus vidas, “como si no hubiese pasado nada”.

“Puedo retomar mi vida como si no hubiera habido pandemia, con inconveniencias que son menores comparados con las de otros países”, manifestó. “Soy una privilegiada”.



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