Del Dicho al Hecho

El COVID-19 persistente obliga a los sistemas de salud a abocarse en áreas poscovid

2021-09-30

Otra se enfoca en la autoinmunidad y en el ataque a nuestros tejidos por parte de los...

Sonia Villapol | The Washington Post

Hay síntomas del COVID-19 que nunca se van.

La gente que fue diagnosticada con esta enfermedad no solo presenta síntomas durante las dos primeras semanas después de la infección, sino que estos pueden continuar meses después. Ahora conocemos un número creciente de personas que informan de una constelación de síntomas hasta un año después y se les conoce como “transportistas de larga distancia”.

Los datos que hemos recopilado sobre el COVID-19 persistente o long covid no dejan duda de su existencia y de que nos estamos enfrentando a una de las mayores amenazas del sistema de salud pública, pues implica lidiar con un padecimiento de impacto duradero y debilitante que puede arrastrar un desgaste socioeconómico a nivel personal y de Estados.

Para abordar este problema tan amplio, un equipo multidisciplinar de doctoras en distintas instituciones en Estados Unidos y Europa hemos identificado más de 50 síntomas o efectos del COVID-19 persistente tras recoger los datos de todos los trabajos publicados en 2020 y examinarlos en un metaanálisis publicado en la revista Scientific Reports. Por orden de persistencia, los síntomas o efectos detectados son la fatiga, dolor de cabeza, trastorno de atención, caída de cabello, disnea, ageusia (pérdida del gusto), anosmia, dolor articular o tos, y una variedad de problemas neurológicos, reumáticos, enfermedades infecciosas u otras subespecialidades. Estudios adicionales ya describen hasta 200 síntomas persistentes tras siete meses de la infección con SARS-CoV-2.

En nuestro trabajo encontramos que 80% de personas recuperadas presentaban al menos uno de estos síntomas y tenían una duración de dos semanas a casi cinco meses después de una infección aguda con COVID-19 leve, moderado o grave. Los primeros datos del padecimiento persistente recogidos en Wuhan, China, indicaron que 76% de pacientes que requirieron hospitalización presentaron al menos un síntoma seis meses después, un alto porcentaje (58% el que más) fueron mujeres. Otro estudio en casi dos millones de pacientes con COVID-19 en Inglaterra encontró que 23% requirieron tratamientos desde un mes hasta nueve meses después del diagnóstico.

La poderosa preocupación que desprenden estos datos es que el síndrome posCOVID-19 no solo sucede en quienes pasaron por hospitalización. La mitad de personas adultas jóvenes aisladas en el hogar con enfermedad leve experimentaron problemas persistentes a seis meses de la infección. Así lo demostró otro análisis donde 33% de pacientes continuaban quejándose meses después de fatiga, pérdida del olfato o del gusto, y confusión mental. El último trabajo publicado en The Lancet analiza los síntomas hasta un año después de la infección, y casi la mitad de pacientes experimenta por lo menos un problema de salud como consecuencia, siendo los más frecuentes la fatiga o la debilidad muscular en 20% de los casos. La mayoría de las y los “transportistas de larga distancia” se recuperan parcialmente después de tres meses y aprenden a controlar sus síntomas más debilitantes.

Aún con tantos estudios, la causa del COVID-19 persistente sigue siendo una incógnita. Algunas hipótesis señalan que es por la inflamación crónica a raíz de una exagerada respuesta inmune causada por los reservorios del virus que el organismo no ha podido eliminar del todo. Otra se enfoca en la autoinmunidad y en el ataque a nuestros tejidos por parte de los autoanticuerpos generados después de la infección. Quizás ambas coexistan. Se sabe también que las personas más susceptibles son mujeres que rondan los 50 años y con problemas de salud subyacentes que las ponen en mayor riesgo de enfermedades graves, como diabetes, asma o padecimientos cardíacos.

Con tal universo de afectación, ya hay gobiernos que están destinando recursos para atender las secuelas que el COVID-19 deja a largo plazo. Por ejemplo, los Institutos Nacionales de Salud en Estados Unidos anunciaron que otorgarán una subvención de 470 millones de dólares a la Iniciativa Researching COVID para mejorar la recuperación (RECOVER) al estudiar a 40,000 personas y obtener más información sobre los mecanismos detrás de la afección, así como sus posibles tratamientos. No obstante, en América Latina es un problema que no se está atendiendo con la urgencia necesaria.

Y aunque en nuestra región se sigue lidiando con el proceso de vacunación —un paso importante, pues ahora sabemos que las personas vacunadas tienen 49% menos de probabilidades de tener covid persistente o long covid—, es preciso no dejar de lado las evidencias científicas que muestran este otro problema a largo plazo.

Sin duda alguna el long covid es la enfermedad emergente que nos acompañará los próximos meses y años. Sin embargo aún no tenemos un régimen terapéutico o un diagnóstico exacto, ni una forma de clasificarla. De ahí que sea tan importante identificar sus síntomas, especialmente los más debilitantes: la fatiga, la confusión mental, y las disfunciones en el corazón y en el pulmón.

Por ahora, las y los especialistas estamos solo dibujando en la superficie lo que puede pasar. No sabemos si esto a largo plazo puede ser más problemático, ni cuánto durarán los efectos, y depende de cuándo se detecten y cómo se traten.

Muchas personas con COVID-19 persistente son incomprendidas y se desesperan por obtener respuestas. Sin embargo, especialistas médicos argumentan que el long covid tiene un origen psicológico, y se limitan a establecer un paquete de apoyo para tratar la ansiedad o la depresión. Es necesario que esta mentalidad cambie. El diagnóstico, el tratamiento y la prevención del síndrome post COVID-19 agudo requieren enfoques integrados y no específicos de los órganos o la enfermedad, por lo tanto se necesita una investigación urgente para establecer los factores de riesgo.

Parte de esa desesperación radica en que el COVID-19 persistente limita a la gente en el trabajo, o la incapacita por completo poniendo en riesgo la economía familiar. Cada vez que aparece un nuevo dolor, hacen falta más análisis y tratamientos, por lo tanto, más gastos.

El COVID-19 prolongado realmente presenta un panorama preocupante para las instituciones que ahora parecen avocarse más en la vacunación y en salvar a la gente del padecimiento grave, pero este otro panorama es una realidad que tienen que considerar con urgencia los sistemas de salud al planificar y diseñar políticas de apoyo económico a las familias afectadas.



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