Del Dicho al Hecho
¿Qué hacemos mientras la derecha española intenta reescribir la historia de América Latina?
Marco Avilés | The Washington Post
Mi abuela Nieves tenía prohibido hablar con sus nietos. En mis recuerdos, ella intenta decirme cosas en un idioma que no entiendo. Cuando eso ocurre, siempre hay alguien alrededor reprendiéndola como a una niña: que está mal hablar en quechua frente a los niños, que si la escuchan en la calle nadie la respetará. Mi abuela era indígena, como una buena parte de mi familia y de América Latina; y en aquella Lima de principios de la década de 1980, adonde nos habíamos mudado desde los Andes, la guerra fría contra nuestra identidad no solo se vivía en discriminación en las calles sino en batallas dentro de casa. Matando nuestro idioma, abuelos, hijos y nietos éramos agentes de nuestra propia desindigenización.
Pienso en la complejidad de esta historia en este 12 de octubre en particular, cuando el aniversario de la llegada de Cristóbal Colón al continente y la consiguiente disrupción que ocasionó viene acompañado de una repentina cruzada del Partido Popular (PP) español para convertir la historia americana en una fábula simplona: “Yo creo que España, cuando llegó a ese continente, liberó al continente”, dijo el exdiputado Toni Cantó el 6 de octubre, en sintonía con la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz-Ayuso, para quien España llevó “el catolicismo y, por tanto, la civilización y libertad al continente americano”. Quizá por esa forma de mirar la historia, o de no querer mirarla, la ciudad le prohibió a la artista Sandra Gamarra que usara la palabra “racismo” en su exposición sobre la colonización de América.
La manipulación e idealización de la colonia no es solo un fenómeno español, sino una trampa en la que caen de forma estrepitosa intelectuales latinoamericanos; en especial cuando celebran el mestizaje, como si la historia fuese una telenovela donde necesariamente el final es feliz. En una entrevista reciente, el novelista peruano Mario Vargas Llosa dijo que “(España) nos trajo un idioma, unificó gracias al español países donde se hablaba por lo menos 1,500 lenguas”. Aunque vivimos juntos varios años hasta que ella murió en 1988, mi abuela Nieves y yo nunca pudimos tener una simple conversación. ¿De qué manera el Nobel le habría explicado a esta mujer quechua que no poder hablar con sus nietos era en realidad una forma de unificación?
No es la primera vez que Vargas Llosa es funcional a narrativas autoritarias. En las últimas elecciones peruanas respaldó a la candidata Keiko Fujimori, quien ha negado la esterilización forzada de miles de mujeres indígenas, en la década de 1990, durante la dictadura de su padre. Más de cinco siglos después del desembarco de los primeros soldados europeos en esta parte del mundo, la última Convención Nacional del PP, a fines de septiembre pasado —y en la que Vargas Llosa estuvo presente— transcurrió en medio de una rara mezcla de rito imperial y marketing político 2.0.
“España es, yo creo, después de Grecia y Roma, la nación más importante ante la historia de la humanidad en cuanto a su contribución a todos los demás países”, dijo el presidente del PP, Pablo Casado, con una emoción que no parecía motivada por la mera invención de ese pasado sino por la proyección de esa dudosa identidad en el presente. En esa línea, el expresidente José María Aznar explicó que el enemigo de su país se encuentra en América Latina y se llama indigenismo. El indigenismo fue una corriente cultural y política del siglo pasado que permitió a las élites no indígenas de América Latina dar visibilidad a las personas indígenas. Pero a Aznar no le interesaba la precisión histórica sino agitar las emociones. “El indigenismo solo puede ir contra España”, dijo entre aplausos. “El nuevo comunismo de allí se llama indigenismo”. La ovación selló la presentación de este supuesto enemigo, en un ritual que recuerda la violencia del expresidente de Estados Unidos Donald Trump pero esta vez en idioma latinoamericano.
Lo que parece una comedia sobre las paranoias y nostalgias imperiales de un sector de la derecha española, ha sido tomada con enigmática indiferencia en América Latina, como si España, el PP o la estigmatización de los pueblos indígenas (como antihispanos) nos fueran igual de lejanos o irrelevantes. El silencio de los medios de comunicación también se extiende a la intelectualidad, que, salvo excepciones como las de la peruana Gabriela Wiener y el mexicano Emiliano Monge, no ha producido columnas, ni cartas, ni declaraciones públicas ante el intento de reinvención de la historia en común. ¿A qué se debe esta falta de reacción? ¿Será el momento al que más adelante volveremos para decir: “No lo vimos venir”?
Existe una fascinante sintonía entre los discursos racistas-imperialistas de la derecha española y la aparente indiferencia de la intelectualidad latinoamericana. Nuestra región, que se enuncia diversa en los discursos oficiales, está paradójicamente moldeada por mitos identitarios cargados de un racismo solapado, como la fantasía de que acá “todos somos mestizos”. Según este mito, nuestros ancestros (blancos, indígenas, africanos) se mezclaron biológica y culturalmente en algún momento de la historia, y de ellos descendemos los que vivimos ahora. El problema es que esta ficción ideológica convierte a los pueblos indígenas en remanentes (heróicos o sufridos o bárbaros) del pasado; gente que tarde o temprano terminará desapareciendo o disolviéndose, casi como una forma lógica de evolución o progreso. El mestizaje es una ideología funcional para las élites, pues vuelve tolerable y hasta “normal” la extinción de lenguas y pueblos indígenas. El rechazo al quechua, cuando era niño, era una cirugía cultural que se practicaba en la mayoría de hogares como el mío. Me ha tomado muchos años entender mi propia historia de desindigenización y su relación con el silenciamiento de mis abuelas.
Que las élites latinoamericanas blancas y mestizas no ofrezcan una reacción orgánica contra los mensajes racistas de la derecha radical española puede ser un indicador de sus propias conexiones y desconexiones, de sus sesgos y distanciamientos. Pero las intelectualidades indígenas, aunque no sean consultadas, y a pesar de que muchas veces ni siquiera son vistas como intelectuales, vienen respondiendo a ataques y desafíos desde 1492, como me ha explicado Tarcila Rivera Zea, vocera del Enlace Continental de Mujeres Indígenas de las Américas. Personas aparentemente silenciadas, como mi abuela Nieves, han sido capaces de dar ejemplo de rebeldía y encontrar con el tiempo formas de expresión. Las muchas palabras que me dijo en quechua, aunque yo no las pude entender en su momento, son el ejemplo más lúcido de rebeldía que conozco ante el innombrable surrealismo de la vida poscolonial.
aranza