Nacional - Seguridad y Justicia

La seguridad nacional en México va más allá de la ‘guerra contra el narco’

2021-12-14

Los medios de comunicación han denunciado consistentemente el peligro de la extensa...

Oswaldo Zavala | The Washington Post

Este diciembre se cumplen 15 años de que el entonces presidente de México, Felipe Calderón, declarara su “guerra contra el narco”, que según sus propias palabras costaría “vidas humanas inocentes” pero valdría “la pena”. Y dos años de que el actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, asegurara que esa misma guerra ya había terminado. Pero México sigue inmerso en un violento proceso de militarización para supuestamente pacificar el país, aunque su efecto sea hasta ahora el contrario.

En el sobresaturado y muy polarizado debate sobre seguridad en México, sin embargo, no se ha discutido con suficiencia las estrategias discursivas oficiales —la gubernamentalidad, como la denominó el filósofo francés Michel Foucault— que lo convirtieron en el escenario no de un conflicto armado entre el Estado y los llamados “cárteles”, pero sí de una brutal estrategia militar y policial en contra de los más vulnerables.

El problema central es que continuamos pensando la cuestión de la “seguridad nacional” siguiendo acríticamente la política prohibicionista del gobierno de Estados Unidos, que insiste en fomentar la percepción de enemigos domésticos —los “narcos”— que debemos combatir por encima del bienestar de la ciudadanía o de los intereses inmediatos del país.

Creemos que la solución al conflicto se encuentra únicamente en enfrentar las acciones criminales de los traficantes sin considerar las implicaciones generales del securitarismo —la lógica de la “seguridad nacional”— en México.

Más allá de la “guerra contra el narco”, la agenda securitaria se extiende hacia la política antiinmigrante, el despojo territorial para la extracción de recursos naturales, el paramilitarismo en múltiples regiones y, desde luego, la extraordinaria concesión a las Fuerzas Armadas de proyectos de infraestructura (desde el nuevo aeropuerto de Ciudad de México hasta el Tren Maya), programas de asistencia social y hasta la distribución de la vacuna contra el COVID-19.

Contra lo que se afirma públicamente, la mal llamada “guerra contra el narco” continúa en México con un brutal saldo de violencia. Desde operativos para capturar a traficantes y sus familiares, hasta el hecho de que las Fuerzas Armadas actúan con altos índices de letalidad y realizan ejecuciones extrajudiciales que rara vez se investigan a fondo, en la ocupación militar del territorio se siguen cometiendo atrocidades y crímenes de lesa humanidad.

Ni siguiera sabemos, como recordó recientemente el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, el número total de ciudadanos muertos por el Ejército en su combate al “crimen organizado”, pues desde 2014 la Secretaría de la Defensa Nacional dejó de informar al respecto.

Es cierto que la ola de violencia oficial desborda la responsabilidad directa del gobierno federal, pues es notoria la criminalidad de los cuerpos policiales civiles en los estados. Están, por ejemplo, los agentes del Grupo de Operaciones Especiales de Tamaulipas —entrenados en Estados Unidos— que fueron señalados como los responsables de una masacre de migrantes en enero de este año.

El Grupo de Armas y Tácticas Especiales de Coahuila, al que se le atribuye haber eliminado al temible grupo de exmilitares “Los Zetas”, ha sido a su vez acusado de homicidio, desaparición forzada y secuestro, al grado de que algunos lo consideran el verdadero “cártel” de la región.

Dicho esto, es sin duda algo positivo que la agenda antidrogas de López Obrador insista en replantear el problema del narcotráfico como un asunto de salud pública y con énfasis en la protección de comunidades vulnerables, como se acordó con Estados Unidos en el Entendimiento Bicentenario.

Con ello se suspendió, y con razón, la cuestionada Iniciativa Mérida: un paquete de ayuda que Calderón negoció con el entonces presidente George W. Bush y que continuó con Barack Obama. La mayor parte se invirtió en el combate al narcotráfico, con 420 millones de dólares para la compra de aviones y helicópteros, 100 millones más en entrenamiento y equipo para incrementar la seguridad en la frontera, junto con otros 400 millones para el fortalecimiento del sistema judicial. Hasta 2021, el Congreso estadounidense había destinado a México 3,300 millones de dólares en total.

Según la analista Laura Carlsen, la “ayuda” forzó en México un peligroso programa de militarización que no solo implicaba evidentes violaciones a los derechos humanos, sino que deliberadamente avanzaba los preceptos de la agenda estadounidense: la persecución por igual de migrantes, terroristas y traficantes, y medidas unilaterales en el combate al terrorismo y al narcotráfico.

La indiferenciación entre los “enemigos” de la seguridad nacional era particularmente alarmante, pues proveía de una suerte de “blindaje” al Tratado de Libre Comercio de América del Norte para facilitar el despojo territorial y la represión en contra de activistas y organizaciones disidentes, como fue reportado por medios nacionales e internacionales en numerosos estados del país. Las disputas poco o nada tenían que ver con el trasiego de drogas y sí con la explotación de minería, hidrocarburos y reservas de agua, entre otros.

Resulta alentador que López Obrador demuestre cierta voluntad para investigar los excesos y crímenes cometidos por las fuerzas armadas. 30 elementos de la Secretaría de Marina fueron detenidos en abril acusados de secuestro y desaparición forzada en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Otros siete soldados, acusados de una masacre de 22 personas en el poblado de Tlatlaya, Estado de México, fueron detenidos también este año después de haber sido liberados en 2015.

Otro acierto es haber reformado la Ley de Seguridad Nacional para regular la presencia en México de la Adminisrtación de Control de Drogas estadounidense (DEA, por su sigla en inglés), negando inmunidad a los agentes que cometan delitos en el país, limitando el número preciso de visas que se les otorga y exigiendo informes sobre sus actividades. Incluso hizo público el expediente de la DEA mediante el cual se fabricó cargos inverosímiles en contra del general Salvador Cienfuegos, exsecretario de Defensa, detenido en 2020 en Estados Unidos y acusado de vínculos con narcotraficantes y lavado de dinero.

Pero aunque estas acciones claramente distancian a López Obrador de sus predecesores, su agenda securitaria es poco transparente, complaciente con las Fuerzas Armadas —que eluden una verdadera fiscalización del gobierno civil— y ha dejado impune graves acusaciones de corrupción y delitos cometidos por soldados y marinos, incluyendo la polémica exoneración del mismo general Cienfuegos. Sobre todo, ha fracasado en reducir los altos índices de violencia: ha habido más de 100,300 asesinatos entre diciembre de 2018 y septiembre de 2021.

Los medios de comunicación han denunciado consistentemente el peligro de la extensa militarización en México, con 80,210 soldados y 79,126 elementos de la Guardia Nacional patrullando el territorio.

Paradójicamente, la violencia se explica con frecuencia repitiendo la consabida narrativa —de origen oficial— que responsabiliza a los “grupos criminales” que supuestamente “controlan” el territorio, a pesar de que difícilmente podrían rivalizar con el despliegue de las Fuerzas Armadas en cualquier región del país.

Ese tipo de cobertura valida también la abarcadora política exterior estadounidense en América Latina. El 16 de marzo de 2021, por ejemplo, el general Glen VanHerck, jefe del Comando Norte de Estados Unidos dijo en una rueda de prensa que la migración masiva de indocumentados era el efecto combinado de desastres naturales, la pandemia de COVID-19 y la violencia causada por organizaciones criminales en México, que ya controlaban, según él y sin presentar evidencia alguna, “entre 30 y 35%” del territorio nacional.

A un nivel global, como explica el antropólogo y activista Jeff Halper, esa misma narrativa se muestra como una “guerra securocrática” en la cual las Fuerzas Armadas, las agencias de inteligencia, los cuerpos policiacos y los sistemas carcelarios de Estados Unidos y Europa integran un “sistema global de pacificación” que construye un discurso de guerra permanente en contra de enemigos múltiples, sobre todo del sur global, a quienes culpan de generar climas de inseguridad.

Al enfocarnos en la “guerra contra el narco” como nuestra principal consigna de seguridad, dejamos de lado inadvertidamente esa compleja problemática de la lógica securitaria global que en México se expresa en los crímenes perpetrados por soldados y policías que, con dinero y entrenamiento estadounidense, desaparecen, torturan y asesinan a quienes menos pueden defenderse.

También se inscribe en la inhumana política militar en contra de migrantes indocumentados, en la criminalización de la pobreza, el avance del paramilitarismo, el hostigamiento de activistas y el saqueo de recursos naturales, todo mientras avanza el agrandamiento y empoderamiento político y económico de las Fuerzas Armadas.

Nuestro verdadero desafío, en suma, no son los “cárteles”, sino el violento sistema militar y policial que hemos construido en parte dominados por la agenda de la “seguridad nacional” de Estados Unidos y que ahora se expande sin mayor vigilancia ni rendición de cuentas por la vida pública de México. Es la “guerra securocrática” que va más allá de la “guerra contra el narco”.


 



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