¡Basta ya!
Hay que dejar de glorificar al asesino de Uvalde, Texas
Ana Felker, The Washington Post
La cobertura de los medios en español sobre el tiroteo del 24 de mayo en una primaria en Uvalde, Texas, donde murieron 19 niñas y niños, además de dos profesoras, se ha enfocado en notas sobre el perpetrador —con su foto y nombre— acompañados de especulaciones minuciosas en torno a su origen y a sus motivos. Enfocar la cobertura en él y no en las víctimas lleva a espectacularizar la tragedia para atraer público mediante el morbo, como lo hacen las historias de crimen verdadero (true crime).
En países como México, donde personajes como Joaquín “el Chapo” Guzmán y otros narcotraficantes se han convertido en antihéroes icónicos de la cultura popular, hay que reflexionar sobre cómo estamos contando las historias de violencia desde nuestro idioma. Hay que preguntarnos cuáles son las consecuencias de mantener ese enfoque y qué otras alternativas existen.
Tan solo este año van 228 tiroteos en Estados Unidos, según The Gun Violence Archive. Se les considera tiroteos en masa (mass shootings) cuando cuatro o más personas fueron asesinadas. Desde hace años, la campaña ciudadana Don’t Name Them (No los nombres) advierte sobre el riesgo de otorgar reflectores y, con ello, fama a quienes realizan masacres como la de Uvalde. Una posible consecuencia de este tipo de cobertura es el “efecto de contagio”, por lo que algunos ataques pueden prevenirse con una labor más cuidadosa de los medios. El único caso en el que tiene un propósito noticioso mencionar el nombre del asesino es cuando este se encuentra prófugo, de otra forma solo genera incentivos para que otros lo imiten. Por ello, es preferible no nombrarlos.
Cuando los medios se enfocan en los asesinos y sus biografías, les permiten lograr sus objetivos de notoriedad. Un caso claro de “contagio” fue evidente en quien disparó contra los clientes de un supermercado en El Paso el 3 de agosto de 2019, luego de publicar un manifiesto contra “la invasión hispana de Texas”. En su escrito mostraba admiración por quien asesinó ese mismo año a 51 personas en la mezquita y centro islámico de Christchurch en Nueva Zelanda, mientras lo transmitía en vivo por Facebook.
Asesinos como estos dos publican manifiestos para amplificar ideas racistas como la de El Gran Reemplazo, que se basa en el miedo injustificado a que la población de color —sean negros, asiáticos o latinos—, sustituya a la población blanca caucásica que se piensa descendiente de europeos. Esa ideología la compartía el autor del tiroteo en Buffalo, en el que 10 personas fueron asesinadas apenas hace unas semanas.
Enfocarse en el asesino, su pasado y si fue o no víctima de bullying, por ejemplo, apoya el argumento de los legisladores republicanos, financiados por la Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés), de que el problema no son las armas sino la salud mental. Este grupo de presión se ha especializado en desviar la atención para evitar que pase una reforma que, entre otros puntos, exigiría una revisión de los antecedentes penales y criminales de todos quienes desean comprar un arma. Los congresistas, en connivencia con la NRA, han impedido que Estados Unidos siga los pasos de otros países como Nueva Zelanda, donde al poco tiempo del ataque en la mezquita de Christchurch se prohibió el uso de casi todas las armas semiautomáticas y de asalto, y se buscó que las empresas de redes sociales eliminen el contenido terrorista y de violencia extremista.
La violencia con armas en Estados Unidos es la primera causa de muerte entre los jóvenes, según un informe de The New England Journal of Medicine. Esto puede verse como algo ajeno a América Latina, pero no lo es. Los latinos nos hemos convertido en la primera minoría en Estados Unidos: 62.1 millones de personas, según el censo de 2020. En diferentes estratos sociales es común conocer a alguien que ha emigrado hacia Estados Unidos. Mi padre y otros familiares trabajan como maestros de primaria en Houston, Texas; mis sobrinas pequeñas acaban de salir de vacaciones de la escuela en la misma ciudad, y yo siento un enorme alivio de que todos estén a salvo.
El problema también nos atañe porque hemos sufrido el aumento en la venta de armas desde Estados Unidos. En Belice, El Salvador, Guatemala y Honduras el 40% de las armas proviene de ese país y la mitad de ellas se trafican de forma ilegal, según reportes de la Oficina de Rendición de cuentas del Gobierno de Estados Unidos. En un hecho sin precedentes, el gobierno mexicano demandó a empresas estadounidenses que han vendido armas de alto poder a grupos criminales, entre ellos el Cártel del Golfo.
Estas empresas incluso han personalizado las armas siguiendo los modelos estéticos de la narcocultura al sacar al mercado, por ejemplo, su Colt modelo “Emiliano Zapata 1911”. El propio canciller mexicano, Marcelo Ebrard, denunció que la empresa que fabrica las AR-15 —como las que usó el asesino de Uvalde— dirige su publicidad a jóvenes.
Quizá también, en lugar de nombrar al asesino, habría que nombrar a las empresas que producen estas armas, que son el común denominador de los tiroteos: Colt’s Manufacturing Company, Palmetto State Armory y Smith & Wesson, entre otras.
Un primer paso para mejorar la cobertura mediática sobre estos temas sería entender que el fenómeno no se circunscribe solo a Estados Unidos o una persona con problemas mentales, sino que es sistémico y nos afecta. Las consecuencias de nombrar al asesino es ser cómplices de la propagación de la violencia y su estética que glorifica al antihéroe. Una ruta a seguir sería privilegiar la historia de los familiares y las víctimas, que en muchos casos son minorías. Recordarlos y así honrar sus vidas.
Jamileth
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