Muy Oportuno

El valor de la humildad 

2023-06-07

Aprendemos a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su...

Francisco Fernández-Carvajal

La humildad nos acerca a Dios y nos hace apreciar nuestra realidad frente a la grandeza Divina. Conoce cómo vivir a fondo esta virtud. 

I. Narra San Mateo en el Evangelio de la Misa (1) que Jesús se retiró con sus discípulos a tierras de gentiles, en la región de Tiro y de Sidón. Allí se le acercó una mujer que, a grandes gritos, imploraba: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio.” Jesús la oyó y no contestó nada. Comenta San Agustín que no le hacía caso precisamente porque sabía lo que ele tenía reservado: no callaba para negarle el beneficio, sino para que lo mereciera ella con su perseverancia humilde (2). 

La mujer debió de insistir largo rato, de tal manera que los discípulos, cansados de tanto empeño, dijeron al Maestro: Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. El Señor le explicó entonces que Él había venido a predicar en primer lugar a los judíos. Pero la mujer, a pesar de esta negativa, se acercó y se postró ante Jesús, diciendo: “¡Señor, ayúdame!” 

Ante la perseverante insistencia de la mujer cananea, el Señor le repitió las mismas razones con una imagen que ella comprendió enseguida: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.” Le dice de nuevo que ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos. El gesto amable y acogedor de Jesús, el tono de sus palabras, quitarían completamente cualquier tono hiriente a la expresión. Las palabras de Jesús llenaron aún más de confianza a la mujer, quien, con gran humildad, dijo “Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos.” Reconoció la verdad de su situación, “Confesó que eran señores suyos aquellos a quienes Él había llamado hijos.”(3) El mismo San Agustín señala que aquella mujer “fue transformada por la humildad y mereció sentarse a la mesa con los hijos (4). Conquistó el corazón de Dios, recibió el don que pretendía y una gran alabanza de del Maestro: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sanada su hija en aquel instante.” Seria seguramente más tarde una de las primeras mujeres gentiles que abrazaron la fe, y siempre conservaría en su corazón el agradecimiento y el amor al Señor. 

Nosotros, que nos encontramos lejos de la fe y de la humildad de esta mujer, le pedimos con fervor al maestro: ”Buen Jesús: si he de ser apóstol, es preciso que me hagas muy humilde. 

El sol envuelve de luz cuanto toca: Señor, lléname de tu caridad, endiósame: que yo me identifique con tu Voluntad adorable, para convertirme en el instrumento que deseas... Dame tu locura de humillación: la que te llevó a nacer pobre, al trabajo sin brillo, a la infamia de morir cosido con hierros a un leño, al anonadamiento del Sagrario. 

-Que me conozca: que me conozca que te conozca. Así jamás perderé de vista mi nada”(5). Solo así podré seguirte como Tú quieres y como yo quiero: con una fe grande, con un amor hondo, sin condición alguna. 

II. Se cuenta en la vida de San Antonio Abad que Dios le hizo ver el mundo sembrado de los lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres. El santo, después de esta visión, quedó lleno de espanto, y preguntó: “Señor, ¿Quién podrá escapar de tantos lazos?”. Y oyó una voz que le contestaba: “antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria, mientras los soberbios van cayendo en todas las trampas que el demonio les tiende; mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas.” 

Nosotros, sí queremos servir al Señor, hemos de desear y pedirle con insistencia la virtud de la humildad. Nos ayudará a desearla de verdad el tener siempre presente que el pecado capital opuesto, la soberbia, es lo más contrario a la vocación que hemos recibido del Señor, lo que más daño hace a la vida familiar, a la amistad, lo que más se opone a la verdadera felicidad... Es el principal apoyo con que cuenta el demonio en nuestra alma para intentar destruir la obra que el Espíritu Santo trata incesantemente de edificar. 

Con todo, la virtud de la humildad no consiste sólo en rechazar los movimientos de la soberbia, del egoísmo y del orgullo. De hecho, ni Jesús ni su Santísima Madre experimentaron movimiento alguno de soberbia y, sin embargo, tuvieron la virtud de la humildad en grado sumo. La palabra humildad tiene su origen en la latina humus, tierra; humilde, en su etimología, significa inclinado hacia la tierra; la virtud de la humildad consiste en inclinarse delante de Dios y de todo lo que hay de Dios en las criaturas (6). En la práctica, nos lleva a reconocer nuestra inferioridad, nuestra pequeñez e indigencia ante Dios. Los santos sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios y en reconocer que sólo Él es grande, y que en comparación con la suya, todas las grandezas humanas están vacías y no son sino mentira. 

La humildad se fundamenta en la verdad (7), sobre todo en esta gran verdad: es infinita la distancia entre la criatura y el Creador. Por eso, frecuentemente hemos de detenernos para tratar de persuadirnos de que todo lo bueno que hay en nosotros es de Dios, todo el bien que hacemos ha sido sugerido e impulsado por Él, y nos ha dado la gracia para llevarlo a cabo. No decimos ni una sola jaculatoria si no es por el impulso y la gracia del Espíritu Santo(8); lo nuestro es la deficiencia, el pecado, los egoísmos. “Estas miserias son inferiores a la misma nada, porque son un desorden y reducen a nuestra alma a un estado de abyección verdaderamente deplorable” (9). L gracia, por el contrario, hace que los mismos ángeles se asombren al contemplar un alma resplandeciente por este don divino. 

La mujer cananea no se sintió humillada ante la comparación de Jesús, señalándole la diferencia entre los judíos y los paganos; era humilde y sabía su lugar frene al pueblo elegido; porque fue humilde, no tuvo inconveniente en perseverar a pesar de haber sido aparentemente rechazada, en postrarse ante Jesús... Por su humildad, su audacia y su perseverancia tuvo una gracia tan grande. Nada tiene que ver la humildad con la timidez, la pusilanimidad o con una vida mediocre y sin aspiraciones. La humildad descubre que todo lo bueno que existe en nosotros, tanto en el orden de la naturaleza como en el orden de la gracia, pertenece a dios, porque de su plenitud hemos recibido todos (10); y tanto don nos mueve al agradecimiento. 

III. “A la pregunta ‘¿cómo he de llegar a la humildad?’ corresponde la contestación inmediata: “Por la gracia de Dios” (...). Solamente la gracia de dios puede darnos la visión clara de nuestra propia condición y la conciencia de su grandeza que origina la humildad” (11). Por eso hemos de desearla y pedirla incesantemente, convencidos de que con esta virtud amaremos a dios y seremos capaces de grandes empresas a pesar de nuestras flaquezas... 

Junto a la petición, hemos de aceptar las humillaciones, normalmente pequeñas, que surgen cada día por motivos tan diversos: en la realización del propio trabajo, en la convivencia con los demás, al notar las flaquezas, al ver las equivocaciones que cometemos, grandes y pequeñas. De Santo Tomás de Aquino se cuenta que un día fue corregido por una supuesta falta de gramática mientras leía; la corrigió según lo indicaban. Luego, sus compañeros le preguntaron por qué la había corregido si él mismo sabía que era correcto el texto tal como lo había leído. Y el Santo contestó: “Vale más delante de Dios una falta de gramática, que otra de obediencia y de humildad”. Andamos el camino de la humildad cuando aceptamos las humillaciones, pequeñas y grandes, y cuando aceptamos los propios defectos procurando luchar con ellos. 

Quien es humilde no necesita demasiadas alabanzas y elogios en su tarea, porque su esperanza está puesta en el Señor; y Él es, de modo real y verdadero, la fuente d e todos sus bienes y su felicidad: es Él quien da sentido a todo lo que hace. “Una de las razones por las que los hombres son tan propensos a alabarse, a sobreestimar su propio valor y sus propios poderes, a resentirse de cualquier cosa que tienda a rebajarlos en su propia estima o en la de otros, es porque no ven más esperanza para su felicidad que ellos mismo. Por esto son a menudo tan susceptibles, tan resentidos cuando son criticados, tan molestos para quien les contradice, tan insistentes en salirse con la suya, tan ávidos de ser conocidos, tan ansiosos de alabanza, tan determinados a gobernar su medio ambiente. Se afianzan en sí mismos como el náufrago e sujeta a una paja. Y la vida prosigue, y cada vez están más lejos de la felicidad...” (12). 

Quien lucha por ser humilde no busca ni elogios ni alabanzas; y si llegan procura enderezarlos a la gloria de Dios, Autor de todo bien. La humildad se manifiesta no tanto en el desprecio como en el olvido de sí mismo, reconociendo con alegría que no tenemos nada que no hayamos recibido, y nos lleva a sentiremos hijos pequeños de Dios que encuentran toda la firmeza en la mano fuerte de su Padre. 

Aprendemos a ser humildes meditando la Pasión de Nuestro Señor, considerando su grandeza ante tanta humillación, el dejarse hacer “como cordero llevado al matadero”, según había sido profetizado (13), su humildad en la Sagrada Eucaristía, donde espera que vayamos a verle y hablarle, dispuesto a ser recibido por quien se acerque al Banquete que cada día preparar para nosotros, su paciencia ante tantas ofensas... Aprenderemos a caminar por este sendero si nos fijamos en María, la Esclava del Señor, la que no tuvo otro deseo que el de hacer la voluntad de dios. también acudimos a San José, que empleó su vida en servir a Jesús y a María, llevando a cabo la tarea que Dios le había encomendado. 

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1. Mt 15, 21-28 
2. Cfr. San Agustín, Sermón 154 A,4 
3. Idem. Sermòn 50 A, 2-4 
4 Ibídem 
5 J. Escrivá de Balaguer, Surco n. 273 
6 Cfr. R Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, vol. II, p. 670 
7 Santa Teresa, Las Moradas, VI, 10 
8 cfr. I Cor 12,3 
9 R. Garrigou Lagrange, o. c., vol. II p. 674 
10 Cfr 1 Cor 1,4 
11. E. Boylan, El amor supremo, Vol. II p. 81 
12. Ibìdem, p. 82 
13 Is 53, 7.



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