Muy Oportuno

Actuales amenazas a la vida humana 

2022-10-26

Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos...

Juan Pablo II

Se desencadena una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial 
  
La sangre de tu hermano clama a mi desde el suelo 

« Caín se lanzó contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8): raíz de la violencia contra la vida 

« No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).

El Evangelio de la vida, proclamado al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3), está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3, 1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3, 17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).

Esta primera muerte es presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los pueblos. 

Releamos juntos esta página bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.

« Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. El Señor dijo a Caín: "?Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".

Caín dijo a su hermano Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.

El Señor dijo a Caín: "¿Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor: "¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra".

Entonces dijo Caín al Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará".

El Señor le respondió: "Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn 4, 2-16).

Caín se « irritó en gran manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).

Los celos y la ira prevalecen sobre la advertencia del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, « la Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes ».10

El hermano mata a su hermano. Como en el primer fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual » que agrupa a los hombres en una única gran familia 11 donde todos participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal. Además, no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando, en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se procura la eutanasia.

En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio » (Jn 8, 44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3, 11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre.

Después del delito, Dios interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la persona. « ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »: Caín no quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son, entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los pueblos, incluso 
cuando están en juego valores fundamentales como la supervivencia, la libertad y la paz.

Dios no puede dejar impune el delito desde el suelo sobre el que fue derramada, la sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26, 21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio voluntario. 12 Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo.

Caín es maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf. Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2, 15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16), lugar de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será « vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.

Pero Dios, siempre misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio, esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada, por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte ». 13

« ¿Qué has hecho? » (Gn 4, 10): eclipse del valor de la vida 

El Señor dice a Caín: « ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los hombres no cesa de clamar, de generación en generación, adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.

La pregunta del Señor « ¿Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los pueblos.

Hay amenazas que proceden de la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas. Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio, intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.

¿Cómo no pensar también en la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las clases sociales? ¿o en la violencia derivada, incluso antes que de las guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ¿o en la siembra de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en nuestro tiempo!

Pero nuestra atención quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin embargo, « santuario de la vida ».

¿Cómo se ha podido llegar a una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.

Todo esto explica, al menos en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de « eclipse », aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana concreta.

En efecto, si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.

Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y responsabilidad social.

Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva » —bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».

A pesar de su diversa naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados, como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, y el aborto es la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.

Conexion entre aborto y anticoncepción

Lamentablemente la estrecha conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo ser humano.

También las distintas técnicas de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal, 14 estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión, expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo. Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple « material biológico » del que se puede disponer libremente.

Los diagnósticos prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión pública procede de una mentalidad —equivocadamente considerada acorde con las exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida sólo en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez, la enfermedad.

Siguiendo esta misma lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales, y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio, retornando así a una época de barbarie que se creía superada para siempre.

Eutanasia 

Amenazas no menos graves afectan también a los enfermos incurables y a los terminales, en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno.

En una decisión así confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo, el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación, provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo —no obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—, corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra, en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el misterio del dolor.

Además, en el conjunto del horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia, practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante.

Otro fenómeno actual, en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida, es el demográfico. Este presenta modalidades diversas en las diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo. Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel internacional, medidas globales —serias políticas familiares y sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y distribución de los recursos— mientras se continúan realizando políticas antinatalistas.

La anticoncepción, la esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad. Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos métodos y atentados contra la vida en las situaciones de « explosión demográfica ». 

El antiguo Faraón, viendo como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1, 7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra. Estos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política antinatalista.

La humanidad de hoy nos ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública, de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte del personal sanitario.

Como afirmé con fuerza en Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes" que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el mayor éxito posible ». 15 Más allá de las intenciones, que pueden ser diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura contra la vida », que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida.
 



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