Trascendental

Del morir al vivir

2023-05-02

La vida eterna permitirá al justo ofrecer un culto permanente de adoración, alabanza...

Por | Agustín Fabra

El objetivo básico del presente artículo es el de familiarizarnos con la muerte y contemplarla como el segundo paso hacia lo desconocido. El primero fue nuestro nacimiento.

"Como dice la Escritura: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, es lo que Dios preparó para los que le aman" (1Corintios 2:9 - Pablo se basó en Isaías 64:3)

INTRODUCCION

Cuando empezamos a pensar en nuestros momentos finales, por lo general no podemos dejar de sentir angustia y preocupación y nos asaltan muchas preguntas. No podemos evitar preocuparnos acerca de cuál será nuestra suerte o si nuestro destino será la salvación o la perdición.

La muerte es como una puerta que se abre sobre un universo totalmente nuevo y desconocido para nosotros. La razón humana, las religiones históricas e incluso las prácticas ocultistas han tratado y aún siguen tratando de descifrar el misterio del más allá. Pero sus respuestas son contradictorias, insuficientes e incluso escépticas en la mayoría de los casos; no satisfacen ni a nuestra inteligencia ni a nuestro corazón. Por ello continúa en nuestro interior la inseguridad y la angustia cuando pensamos en nuestra muerte.

Hay incluso quien la contempla como una enorme pesadilla; una realidad que conviene olvidar porque no entra en nuestro esquema de valores. Y no falta quien deja de pensar en ella porque, según esa persona, ya habrá tiempo más adelante para analizar su significado y sus consecuencias, ya demasiado tarde.

El objetivo básico del presente estudio es el de familiarizarnos con la muerte y contemplarla como el segundo paso hacia lo desconocido. El primero fue nuestro nacimiento. Trataremos sobre cómo:

Vincular nuestro temor a vivir con nuestro temor a morir. Reconocer que la muerte está presente en toda la vida. Situarnos frente a nuestra propia interpretación de la muerte. Identificar nuestro temor frente a la muerte. Considerar la muerte como un hecho que, indefectiblemente, deberemos vivir. Confirmar que la muerte no es otra cosa que el principio de la vida. Aprender a vivir la esperanza.

"Aprende a morir y aprenderás a vivir. Nadie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir"

LA VIDA

"El temor a la muerte no es otra cosa que considerarse sabio sin serlo, ya que es creer saber sobre aquello de lo que no se sabe nada. Quizá la muerte sea la mayor bendición del ser humano y, sin embargo, todo el mundo le teme como si tuviera la absoluta certeza de que es el peor de los males". (Sócrates 469-399 a.C.).

El nacimiento y la muerte son experiencias muy próximas la una de la otra y ambas son un cambio radical de estado. La muerte no es mas que una ruptura; una separación total en relación con el cuerpo. Nuestra vida corporal es una lucha constante contra las fuerzas de la muerte que la asaltan a lo largo de nuestra vida.

Ese personaje al que llamamos muerte en realidad no existe: quien existe es la persona que muere. Cuando entramos en ese proceso de morir lo que vivimos es un suceso personal, del mismo modo que nuestro nacimiento; es un hecho del que formamos parte porque nos han ubicado ahí. Por ello tenemos dos certezas irrefutables: sabemos que es absolutamente cierto que habremos de morir, y también que es absolutamente incierto el cuándo y el cómo.

Lo que nos importa a cada uno de nosotros no es el acto en sí de nacer o de morir, sino la realización de nuestra vida en ese último acto. Pero ¿podremos vivirlo serenamente si no hemos vivido conscientemente nuestra vida? Si deseamos que la vida nos domine a nosotros en lugar de dominar nosotros a la vida, debemos empezar por aceptar la muerte como una gran maestra que continuamente nos susurra al oído: "Carpe diem" (aprovecha el día de hoy), es decir, vive la vida aquí y ahora sin dejar de vivir una vida plenamente cristiana, pues no sabemos qué llegará primero, si la muerte o el próximo día.

El significado es que debemos dejar de preocuparnos por la muerte física; es un paso inevitable. Lo que sí nos debe preocupar es una posible muerte espiritual. Por ello debemos vivir conscientemente y en plenitud cada uno de nuestros días, aceptando y encarando las situaciones que se nos presentan y no pensando en demasía en nuestra muerte. Nuestra propia forma de vida cristiana nos garantizará que nuestra muerte terrenal nos conduzca a nuestra nueva vida celestial.

Esa mentalidad nos permitirá una vida plena y fluida pues, al no saber en qué instante ha de llegarnos el momento último, nos prepararemos constantemente y buscaremos mantener una comunicación plena y sincera con las demás personas y con lo que nos rodea, expresando de forma continua un profundo respeto y amor por todos y por todo.

El temor que sentimos ante nuestra propia muerte procede muchas veces de un desconocimiento de nosotros mismos y de la realidad en que nos desenvolvemos. Eso nos convierte en nuestros propios prisioneros y al aceptar ese temor en nuestra propia vida, experimentamos una muerte anticipada. Vivimos como si fuéramos compartimientos cerrados, mientras que por otra parte se nos llama a una apertura total al mundo.

VIVIR LA VIDA

Si la vida de cada persona es una gran maravilla y la reconocemos como un regalo de Dios, y si además los lazos que tejemos con los seres que se cruzan en nuestra ruta en el curso de la vida son, de hecho, lo que hay de real y especial, es necesario que estemos presentes en las personas y en cada uno de los instantes que se nos ofrecen. Sin esa presencia pasamos al margen de la vida; somos como ciegos y no podemos aprovechar nuestra propia vida ni el tiempo que Dios nos ha concedido para vivirla. Por lo tanto, vivir la propia vida es estar presente en ella.

Si aceptamos que la duración de una vida es importante porque la longevidad permitirá que una persona pueda estar presente más tiempo, debemos comprender que, en el fondo, aceptar morir es aceptar vivir. Es la única manera de que la persona se reconcilie con el destino y una ocasión para elevarse por encima de sí mismo y de aceptar su yo real. No podemos evitar morir a algo o a alguien en cualquier etapa de nuestra vida, si ello significa un crecimiento en nuestra vida, ni podemos evitarlo para pasar de lo conocido a lo desconocido.

Todos nos resistimos ante lo desconocido y fácilmente rehusamos lo que no conocemos. Si hemos cedido ante el miedo a lo desconocido no conocemos lo que hemos perdido ni hemos experimentado el gozo del vencedor. Pero cuando nos atrevemos a dar el paso para poder ir más allá de nosotros mismos y enfrentar un reto y vencer, sentimos una profunda satisfacción y ello da sentido a nuestra vida. Debemos encarar la muerte también como un reto en nuestra vida; pero no debemos tener miedo ante ella, menos aún después de haber vivido una vida espiritualmente impecable.

Es imprescindible afrontar el momento último de nuestra existencia pensando sólo en Dios, arrepintiéndonos de nuestros pecados, sin desear ni pensar en nada, sin mantener apego a ser o cosa alguna. Y esto se lograría tan sólo a través de la práctica de un camino espiritual efectivo que a través de él podamos:

Darnos cuenta de que la muerte existe, pero que se puede transformar en una experiencia de plenitud.

Mantener una comunicación con nosotros mismos y con los demás, donde nos expresemos con todo nuestro ser, y fundamentalmente con nuestro corazón, lo más compasivos y libres de apego que podamos.

Prepararnos espiritualmente para la muerte, lo que implica el ser capaces de vivir en el momento presente, sin dejar situaciones inconclusas que sólo han de constituir un lastre que incrementará nuestro dolor y sufrimiento y el de quienes nos rodean.

Encontrar significado a nuestra existencia, sintiéndonos seres plenos a pesar de nuestras imperfecciones, aceptando nuestros errores y expiando las malas acciones que podamos haber cometido.

EL VACIO DEL MIEDO

El miedo es la sensación de vacío que sentimos cuando nos percatamos de aspectos íntimos de nuestra vida que nosotros catalogamos como negativos, tales como nuestro vacío interior, nuestra soledad y nuestra pobreza, tanto material como espiritual, así como nuestra imposibilidad en remediarlo. Es lo que generalmente se le denomina conformismo. La sensibilidad de llegar a conocer nuestra situación y la dependencia a la misma (o conformismo) nos conducen irremediablemente al miedo. Muchas veces no queremos afrontar la situación que sufrimos, más aún cuando es algo desconocido, como la muerte. Preferimos vivir en un vacío inútil y quejarnos continuamente sin atrevernos a enfrentar la situación y buscarle así un remedio práctico.

El vacío nace siempre de una comparación. Al compararnos con los demás alimentamos ideas negativas sobre nosotros mismos y ello hace que nos minimicemos y que desperdiciemos nuestras propias aptitudes. Además esas comparaciones nos alejan de la realidad de las cosas y no nos permiten ver con claridad y con efectividad el mejor camino a seguir.

Vivir sin compararnos quiere decir no depender, no exigir, lo cual significa amar, porque el amor no compara, el amor no teme, el amor libera; se trata de una libertad que se convierte en desasimiento; es como el agua de un río, que sigue su marcha sin aferrarse a ninguna roca. Vivir en una situación de conocimiento de nuestra propia vida y vivir aceptándola en su totalidad, es descubrir una extraordinaria vida de tranquilidad, paz y amor.

Por el miedo que suscita, el hombre hace todo lo posible para alejar u ocultar la sombra de la muerte; no quiere ni oír hablar de ella. Las palabras muerte y morir son para la persona de hoy palabras tabú y hace lo posible para no pensar en ellas distrayéndose y refugiándose en el vacío y en el consumismo, en las diversiones y en el trabajo.

Sin embargo, la muerte está ahí. Ante ella cada uno se halla frente a una doble inseguridad: la inseguridad tocante a su propia supervivencia y la inseguridad tocante a la retribución que le espera en el más allá. Es su miedo; el vacío que debe vencer.

Para el cristiano morir supone conocer y comprender el misterio y, por tanto, también la plena instalación en la verdad. Por eso nuestra existencia bien puede ser considerada como una peregrinación hacia el conocimiento. Así la muerte se nos ofrece como una especie de inmersión en la verdad que, por tanto, no es sólo felicidad, sino también encuentro, descubrimiento, constatación. He aquí su dimensión intelectual. En la presencia de Dios se funden la verdad y la bondad, que se hacen una misma cosa, de forma que todo alcanza la sencillez de la realidad última y las emociones se funden en la serenidad absoluta para transformarse ya, simplemente, en amor.

VENCER EL VACIO

Ante todo es preciso mirar a la muerte cara a cara; vivir con. Nos da miedo el vacío, nos da miedo la soledad, nos da miedo lo desconocido, nos dan miedo las personas y las cosas, nos da miedo descubrirnos tal y cual somos. Ese miedo es un dolor que nace del deseo de protegernos y alimenta nuestro conflicto interior. En definitiva, es la no aceptación de lo que se es.

Si tuviéramos confianza en la vida y estuviéramos seguros de antemano de que, suceda lo que suceda, siempre podremos obtener lo mejor, no le tendríamos miedo a la vida. Y si nos encontramos con el miedo en el camino de nuestra vida, aceptémoslo; no lo combatamos. Cuanto más luchemos contra él, más fuerza cobrará. Hay que convencernos de que todo fracaso es un paso hacia el éxito total y no podrá detener nuestro avance.

La vida nos enseña, a través de nuestras experiencias, que lo único que podemos cambiar es a nosotros mismos. Todas las manifestaciones de cólera, de irritación y de enojo no son más que confirmaciones de la profunda inseguridad que reina en nuestros corazones.

Si no hemos aceptado nuestra vida como un tiempo para el continuo crecimiento moral, personal y espiritual, si hemos vivido considerando la edad adulta de la persona productiva como el punto culminante de la vida y si hemos contemplado la vejez y la muerte como la caída de la curva de la vida, es muy evidente que tendremos una vejez y una muerte sin sentido alguno.

Nuestra vida nunca habrá sido inútil; siempre habrá algún aspecto en ella que sirva de ejemplo a los demás. Recordemos que Jesús nos dijo que el grano de trigo no muere por el simple hecho de caer en tierra; queda solo, pero si muere es para dar mucho fruto. Un grano de trigo sembrado no volverá a recobrarse nunca, pero en el punto en que cayó producirá espigas de treinta, cincuenta o cien granos. Esta parábola nos ilustra la relación entre la vida y la muerte.

Por lo tanto, la muerte forma parte de la vida, como el nacimiento, que fue el primer cambio profundo en la persona. La revisión de nuestra vida produce muchas veces culpabilidad y hasta depresión cuando comprobamos que algo no hemos podido lograr. Pero a muchos les permite desplegar el sentido de la serenidad y de la comprensión. La calidad de la relación consigo mismo y con el entorno no se inventa súbitamente. No puede darse mas que en la continuidad del crecimiento interior de la persona, que se realiza por medio de los sucesos diarios de la vida.

LA SEPARACION

El cara a cara con la muerte comienza cuando nos hacemos conscientes y podemos constatar que ella está presente en cualquier vida, por temprana que ésta sea. La vida lleva ya la muerte como una fruta que madura y por ello debe acostumbrarse a su presencia.

El cuerpo es para cada uno de nosotros la manera de habitar el mundo, de estar presente en él y de comunicarse. Aunque el cuerpo juegue un papel para el cual no hay sustituto, su ausencia no es necesariamente una ruptura total con el entorno que le envuelve. Si en el transcurso de nuestra vida hemos estado siempre apegados a la presencia corporal de una persona amada, nuestro morir, nuestra separación física, será para nosotros un terrible naufragio. La presencia corporal nos será arrancada y sentiremos la fuerza de la ausencia.

A la inversa, nuestra separación física irremediablemente producirá un terrible efecto a la persona que nos ama cuando nosotros partamos de este mundo, a menos que en el transcurso de nuestra vida nos hayamos habituado y hayamos habituado a la otra persona a que esa separación es inevitable. Como en todos los acontecimientos de la vida, el morir debe ser una aceptación interior.

La muerte no es el final que podríamos esperar si de nosotros dependiera la elección; siempre será algo que nos tomará por sorpresa. Por tardía que la muerte sea, siempre será prematura para cada uno de nosotros, y ahí está su carácter angustioso. Es como un salto al vacío o como un cáncer que se desarrolla en nosotros, a pesar de no desearlo. Pocas personas mueren en el momento preciso; en el momento en que ellas mismas desean morir.

Para cualquier humano la aceptación consciente de la muerte debe estar asociada a un objetivo, a una realización, a un fin o propósito. Este es el punto de vista humano. Pero debemos pensar que en cualquier edad, la muerte puede ser una victoria de la vida, una continuidad de nuestra vida. Depende sólo de nosotros mismos que la muerte sea el fin de la muerte, porque a veces el pensar en nuestra propia muerte nos lleva a vivir la vida como si ya hubiéramos muerto: a ser muertos en vida.

En la medida en que hayamos aprendido a aceptar cada una de las muertes parciales en nuestra vida diaria, nos será más fácil vivir nuestro definitivo morir como si fuera otra etapa de crecimiento de nuestra vida. Será nuestra muerte.

La imagen que nos hacemos de nuestra propia muerte es una imagen que a la mayoría de personas no nos gusta mirar de frente porque no la aceptamos. Tendemos a sufrirla, pero nunca a acogerla o aceptarla.

Morir es un hecho que acontece. La muerte se nos impone; ella dispone de nosotros. Combatirla tiene sus límites; podemos demorarla en ocasiones, pero jamás cancelarla. Por eso llega un día en que es preciso encararla; mirarla de frente.

EL TEMOR A MORIR

Por el propio hecho de ver morir a otra persona estamos aceptando nuestra propia muerte, lo cual nos produce cierto temor difícilmente controlable al principio; es un miedo que nos atenaza. Inconscientemente, mientras vemos a la persona muerta pensamos en nuestra propia muerte. Se convierte en una especie de vértigo, en una sensación de miedo a lo desconocido. En ocasiones, cuando visitamos la capilla ardiente de alguna persona fallecida, nos entristecemos más pensando en nuestra propia muerte que en la de la persona que estamos velando.

El carácter angustioso de la muerte aparece en todos los grandes cambios de nuestra vida, y la inseguridad que sentimos se debe a su ambigüedad. La única forma de no sentir esa inseguridad, que puede conducirnos hasta la angustia, es si la persona ve que el hecho de morir conlleva una positiva realización personal. La persona que es incapaz de hacer esa interpretación positiva de su muerte sentirá una gran desesperación. Será como si la balsa que le sostenía se hunde con él.

Si hemos basado nuestra existencia en la consecución de metas materiales y de éxitos mundanos, con nuestra muerte comprobaremos que todo desaparece y que se nos va con nuestra muerte todo lo que hemos logrado. Entonces nos encontraremos con una gran crispación porque no querremos abandonar nuestras riquezas y bienes materiales.

Pero si hemos sabido aprovechar todo lo que se nos ofrecía, con actitud de desprendimiento y considerando que todo se nos ha prestado y que no es conveniente aferrarse a ello, la muerte no tendrá ningún dramatismo. Habremos estado preparando nuestra muerte a lo largo de toda nuestra vida, y no nos tomará por sorpresa.

Los materialistas y los ateos, dicen: "todo termina con la muerte, solamente el mundo sigue girando". Los partidarios de la reencarnación dicen: "Hay varias vidas sucesivas, hasta que lleguemos a ser El Gran Todo y que no respiremos más la vida porque estaremos en el Nirvana". Los judíos, los musulmanes y los cristianos creen que después de esta vida hay una vida eterna de felicidad junto a Dios, pero sólo los cristianos son los que tienen esperanzas ante su muerte.

Morir forma parte de la vida, pero debemos ser conscientes de que cuanto más hayamos amado a la vida, mayor será nuestra resistencia frente a la muerte. Las personas que viven familiarizadas con el pensamiento de la muerte, estarán serenas frente a ese fenómeno.

Los que han comprendido y aceptado el sentido del dolor y todo el enriquecimiento espiritual que el mismo puede aportarles, están preparados para cualquier eventualidad; la vida les ha forjado. Son almas a las que las pruebas han fortalecido y poseen un poder de irradiación extraordinario. Su partida continúa iluminando la ruta de los que vienen detrás de ellos. Esos seres maravillosos han vivido plenamente cada etapa de su vida y vivirán igualmente esta última etapa que les conducirá a una nueva vida.

LA MUERTE

Cuando el hombre tiene fe en el más allá y una fe inquebrantable en Dios, sabrá dejar sin pesar esta tierra donde ha vivido y aceptará más fácilmente la partida al más allá. Ante la presencia de la muerte, esa persona olvidará las aprensiones iniciales y le llenará una gran serenidad, paz y gozo; el gozo de haber llegado al final del camino y de recoger el fruto maduro de la vida.

Una persona que ha conocido personalmente al Señor no le tiene miedo a la muerte. Sabe que no es el final, sino el comienzo de una verdadera vida a la que Dios le ha llamado. La muerte es la sanación completa, porque es la liberación de todos nuestros males. El miedo que muchas personas sienten ante la muerte es un signo claro de que Dios no quiere que muramos, sino que vivamos y que vivamos con El. Dios no nos ha creado para morir, sino para vivir.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia Católica afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz, situado más allá de la miseria terrenal.

Dios ha llamado y sigue llamando a la persona a adherirse con Él en la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina: a ser uno con El. Ha sido Cristo resucitado quien ha ganado esta victoria para la persona, librándola de la muerte con su propia muerte. Para todo aquel que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante sobre el destino futuro de la persona y, al mismo tiempo, le ofrece la posibilidad de una unión con nuestro hermanos que han sido ya arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.

Hay muchas personas que en el preciso momento de su muerte dan la impresión de haber reconocido a alguien a quien nosotros no podemos ver. Eso se nota por la suavidad de sus facciones y por algunos gestos de su cuerpo o de su cara. Nos da la impresión de que alguien ha venido a buscar su alma para acompañarla a la otra vida y, al reconocerlo, derrumba cualquier muro de inquietud que pudiera quedar ante su muerte, y se entrega voluntariamente y feliz a quien llegó en su busca.

Esa actitud nos permite imaginar la posibilidad de que en la otra vida nos podamos reencontrar con familiares y almas conocidas en nuestra vida, por las que sentimos gran afecto y afinidad. Pasteur, tan exigente en materia científica que hasta le daba gracias a Dios por sus descubrimientos, creía en la existencia del alma, en otra vida después de la muerte y en la eternidad. A propósito de la muerte de uno de sus hijos escribió la más bella declaración de esperanza: la de volverse a encontrar ambos en la eternidad.

Cuando un cristiano educado en la fe comprende su destino final y lo acepta, la muerte se convierte para él en una llama de esperanza.

LA NUEVA VIDA

"Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste" (2Corintios 5:1-2)

La nueva vida, la vida eterna, es una vida de conocimiento y amor con Dios Padre, mediante Cristo Jesús y en el Espíritu Santo. La nueva vida comporta la liberación de todos los males, la plenitud de la vida espiritual y la visión beatífica de Dios cara a cara, de una manera inmediata, plena y clara. La vida eterna permitirá al justo ofrecer un culto permanente de adoración, alabanza y acción de gracias a Dios, con Cristo y todos los santos.

Tal como decía San Agustín, "allá descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. Será el fin sin fin". Dios es el principio y el fin. De su mano hemos salido, fruto de su amor, y a El volvemos. El es la salvación definitiva de la persona.

"Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que vuelva a descansar en ti" (San Agustín).

Los lazos del amor no se sueltan con la separación inevitable de la muerte. El amor es más fuerte que la muerte. En el momento de nuestra muerte, cuando pasemos a nuestra nueva vida, veremos a Dios cara a cara y nos encontraremos de nuevo directa y abiertamente con los hermanos que nos han precedido en la gloria celestial. Esa es la gozosa esperanza que nos sostiene mientras peregrinamos por la vida terrenal.

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Ven muerte, tan escondida que no te sienta venir, para que el placer de morir no me vuelva a la vida (Santa Teresa de Jesús).

 



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