Testimonios
Rey de Reyes
Por | José Antonio Gonçalves Dominguez
"¡Luego, Tú eres Rey!"
Jesús replicó: "¡Tú lo dices! ¡Yo soy Rey!" (Juan 18, 37)
Todo lo que toca en la persona de Nuestro Señor Jesucristo tiene una grandeza deslumbrante, por el simple hecho de que Él es Dios.
Pero, de todas las escenas narradas en los Evangelios tal vez sea esta, la del diálogo con Pilatos, la que más deja trasparecer esa cualidad tan poco apreciada en nuestros días: la grandeza.
Jesús está en una situación de terrible humillación. Preso, tratado como un criminal, de manos atadas, sometido a todo tipo de vejaciones, Él es presentado en la cualidad de rey al representante de Roma, Poncio Pilatos, con el mayor poder político y militar de la época. Pilatos tenía la seguridad de quien estaba en la posición de dominador, con la capacidad de ejercer todo tipo de arbitrio sobre los que le estaban subordinados. Incluso ya se había tornado célebre entre los judíos por su crueldad.
Jesús delante de Pilatos
Pero, ¿quién habría sido testigo del hecho para hacerlo atravesar la historia? No lo sabemos, y el Evangelio es muy conciso en detalles.
Pero podemos imaginar el asombro de Pilatos, al oír la respuesta de Jesús: "Mi Reino no es de este mundo; si mi Reino fuese de este mundo, mis siervos lucharían para que Yo no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí". (Jn 18, 36) Él percibía que en Jesús había un misterio que huía totalmente a su comprensión humana y que Nuestro Señor decía la verdad. Él era de un Reino que no era de este mundo, y era Rey.
En otras ocasiones los judíos quisieron aclamarlo Rey, pero se había negado, se había esquivado. Ahora, delante de Pilatos, del representante de Roma, se declara Rey. Su actitud puede hasta causar cierta perplejidad. Jesús venía para una misión exclusivamente espiritual: liberar a la humanidad del pecado, a través del sacrificio redentor de la Cruz. ¿Por qué ahora Él se empeña en declarar su condición real? ¿No bastaría afirmar apenas que era el Mesías, el Hijo de Dios?
Esa declaración marcó el espíritu de Pilatos a fondo. Se puede imaginar la actitud, la mirada y la entonación de voz de Jesús, grave, pausada y serena, al responder al tribuno romano. "¡Tú lo dices, Yo soy Rey!" Ningún rey de esta tierra tuvo tanta majestad, incluso en el auge de su gloria, como Jesús en aquella ocasión. Pilatos, por cobardía y a regañadientes entregó a Jesús al Sanedrín, para ser crucificado. Pero quiso poner en la tabla de la Cruz las inmortales palabras: Jesús Nazareno Rey de los judíos. Era un reconocimiento, cobarde, de la realeza de Nuestro Señor, de tal forma aquel diálogo lo impresionó. Él no quiso escribir que Jesús era condenado por decirse Hijo de Dios, o Mesías (motivo por el cual el Sanedrín lo condenara), o un gran profeta o por perturbar el orden público con sus predicaciones. Él quiso acentuar la realeza de Jesús, que tanto impacto le causara.
Y, de hecho, Jesús es Rey en el sentido pleno del término. Él es el Rey de reyes. De Él toda autoridad deriva, como se constata en el segundo diálogo con Pilatos: "Ningún poder tendrías sobre Mí si no te fuese dado de lo Alto." (Jn 19, 11)
O sea, es Dios que confiere autoridad a todos los que ejercen el poder. Y una vez más, Jesús se declara Rey, aunque indirectamente una vez que Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo de Dios. Todo el Universo fue creado por Él, es Él quien lo gobierna, al final de los tiempos juzgará a la humanidad en el Juicio Final y todos, Ángeles y hombres, demonios y precitos reconocerán su realeza universal y su divinidad.
Pero, volvamos por instantes a la consideración del diálogo con Pilatos. ¿Por qué motivo Jesús quiso manifestar allí que era Rey de forma a que esa declaración quedase registrada en la narración de los Evangelios para siempre? ¿Para Él que era Dios, no sería ese un aspecto secundario de su misión redentora? ¿De su propia condición divina?
Como Primogénito del género humano Jesucristo es también el más perfecto de los hombres, el más bello de los hijos de los hombres como afirma el salmista, es el modelo supremo que todos deben imitar. Y por eso, Él, en un sentido lato, quiso también ejercer las principales actividades humanas para sacralizarlas y servir de sublime ejemplo a todos. Fue trabajador manual, en Nazaret, hijo sumiso, cariñoso y modelar, fue juez pues juzgó a los fariseos y doctores de la ley, y en el fin del mundo juzgará al Universo; juzgó a la mujer adúltera, absolviéndola; al mismo tiempo fue abogado de ella, tomando su defensa; fue el más sublime de los médicos, curando todas las enfermedades; fue legislador al promulgar la ley de la Nueva Alianza; fue combatiente cuando expulsó por la fuerza, con un chicote tranzado con sus propias manos divinas, a los vendedores del Templo; manifestó su divinidad al resucitar muertos y resucitarse a Sí mismo; fue el mayor de los profetas no solo porque en Él se realizaba toda la profecía del Antiguo Testamento, sino también por haber cumplido las profecías que Él hizo respecto a Sí mismo; Él es el verdadero y único sacerdote, habiendo hecho el ofrecimiento de Sí mismo al Padre, por la redención del género humano. Todo eso Él lo hizo de modo perfectísimo como Hombre-Dios. Y una vez que Él debería ser el prototipo de toda humanidad no podría dejar de ser modelo también del más excelente de todos los oficios que es de rey.
Hay diversas formas de que una persona sustente el título de realeza. Algunos son reyes por derecho de sucesión. Es el caso, por ejemplo, de la Reina Elizabeth de Inglaterra. Ya hace muchas generaciones su familia transmite el poder real a los descendientes.
Otra forma sería todavía por derecho de conquista. Muy frecuente en la antigüedad, cuando un pueblo vencía la guerra su rey pasaba a ser rey también del pueblo vencido. Es el caso muy conocido de Alejandro Magno, que conquistó pueblo tras pueblo.
¿De qué modo Jesucristo fue rey? Él lo era de todos esos modos presentados arriba; por derecho de sucesión por ser de la casa de David, aunque el poder le hubiese sido quitado y Él no lo haya ejercido. También naturalmente hablando Jesús tenía una naturaleza tan superior a todos los otros hombres que su realeza natural es indiscutible. Con efecto, ¿quién puede ser más inteligente, más bello, más fuerte, más santo que Jesús? ¿Quién podría superarlo en la capacidad de soportar el dolor? En todas las cualidades que pueden brillar en un hombre Él era el más perfecto y en este sentido también Él era Rey.
Hemos hablado sobre su realeza manifestada incluso en la humillación, su realeza por su naturaleza divina y su realeza por derecho de sucesión:
Más importante, Jesús también era rey por derecho de conquista.
En efecto, por la falta de Adán, la humanidad vivía bajo la esclavitud del pecado, bajo el dominio de Satanás y le estaba vedado el acceso al Cielo. Por el sacrificio de la Cruz, Nuestro Señor rescató el género humano de la deuda del pecado, dio a los hombres la posibilidad de tornarse hijos de Dios y poder formar parte del Reino de Dios, del cual Jesús es Rey. Por eso, Él declara a Pilatos: "Mi Reino no es de este mundo". (Jn 18, 36) Su realeza, espiritual, y más efectiva que la temporal, era sobre el Reino de Dios, de carácter sobrenatural. Se comprende entonces que las profecías sobre el Mesías hablasen de un reino eterno que no sería destruido. (Cf Dn 7, 14; Mq 4, 7)
El Arcángel San Gabriel en la Anunciación renueva esa profecía: "darás a luz un Hijo [...] será llamado Hijo del Altísimo y el Señor le dará el trono de su padre David; reinará sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin.[...] Será llamado Hijo de Dios." (Lc 1, 31-33) El primer anuncio del nacimiento del Mesías, hecho por un Ángel, se refiere a un Rey, que será Hijo de Dios, y su reino será eterno.
También los Magos llegaron a Jerusalén a la búsqueda del Rey de los judíos que acabara de nacer. (Cf Mt 2, 2) Los sacerdotes y los escribas consultados por Herodes luego ven que se trata del Mesías y citan la conocida profecía de Miqueias sobre el lugar en el nacimiento del Salvador: "Y tu Belén [...] de ti saldrá para mí aquel que gobernará Israel." (Mq 5, 1)
Al encontrar por fin el Niño en los brazos de su Madre toman una actitud que no deja lugar a duda sobre la alta condición de Aquel que buscaban: "Postrándose, lo adoraron, y abriendo sus tesoros le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra." (Mt 2, 11)
Como hasta los más ínfimos aspectos de la vida de Nuestro Señor tienen un alto significado, los Padres de la Iglesia interpretan la tríplice ofrenda de los Magos como un reconocimiento de la divinidad de Jesús, pues el incienso solo se quemaba para ofrecerlo a Dios, el oro era propio a los reyes, por su gran valor, y la mirra por sus efectos medicinales era más adecuada a la naturaleza humana.
Y, aunque a sus discípulos aconsejase que quien quisiese la primacía fuese el último y sirviese a los demás (Cf. Mc 9, 35) y practicase tal enseñanza, al lavar los pies de los Apóstoles en la Última Cena, Jesús tampoco podía negar su excelsa condición ni los atributos de los que estaba revestido: era Hijo de Dios, descendiente de David, Redentor del género humano, el Mesías prometido.
¿Sería correcto, al considerar la Persona de Jesús, omitir los aspectos que menos nos agradan y solo considerar los que nos conviene? Por ejemplo, solo ver su lado misericordioso, siempre dispuesto a perdonar, pero olvidar que nos cobra la enmienda de vida, el rompimiento con el pecado: "Ve, pero no vuelvas a pecar" (Jn 8, 11), dice Él a la mujer adúltera.
Estaríamos forjando una imagen distorsionada, falsificada de Jesús. Si solo nos conmovemos al ver a Jesús que se curva para lavar los pies a los Apóstoles y nos olvidamos que Él es Rey del Universo, disminuimos el valor de su gesto y distorsionamos la verdadera figura del Salvador. Al prestarle culto de adoración al que Él tiene derecho debemos considerar todos los aspectos de su adorable Persona, sin omitir lo que no nos agrada, como por ejemplo su carácter de Supremo Juez que recompensa a los que practican el bien y pune los que se entregan al mal.
Nuestro Señor en el Juicio Final
Por eso, tal vez sea particularmente oportuno, al aproximarse la fiesta de Cristo Rey, considerar este aspecto tan olvidado e incomprendido de Jesús. Porque en nuestra época, en que tanto se exalta la igualdad, incluso cuando ella es injusta, hay mucha dificultad en reconocer y admirar en el prójimo las cualidades con que Dios lo favoreció y lo tornó superior a nosotros mismos. Y cuando esa dificultad está presente, no reina la humildad, sino el orgullo, la soberbia. Se puede decir, sin recelo de errar, que una sociedad igualitaria es una sociedad orgullosa, donde no hay campo para desarrollar la virtud, ni las cualidades naturales. Porque el orgullo no soporta la superioridad de la virtud de quien es humilde, sino quiere que todos sean iguales en el pecado. ¿Y quién no es capaz de admirar la superioridad del prójimo, estará dispuesto a hacerlo en Jesús?
Considerar y adorar a Nuestro Señor Jesucristo como Rey es amar en Él la excelencia de todos sus atributos, de todas sus cualidades, verlo como el más excelso y perfecto de todos los hombres, el Primogénito del género humano, en todo infinitamente superior a nosotros, pobres hijos de Eva, tan deformados por el pecado.
Qué gran misericordia tuvo Dios para con el género humano haciendo nacer a su Hijo entre nosotros para dárnoslo como Rey.
Adorémoslo como Rey del Universo aquí en la tierra, para que podamos contemplarlo y gozar de su convivencia en la Eternidad.
aranza