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¿Un mundo feliz, un mundo sin Dios?

2012-09-16

¿De quien es la culpa? ¿Podemos dudarlo? El Occidente cristiano ha faltado a su...

Autor: Andrés Martínez Esteban

Donde está Dios, ahí hay futuro. Debería tratarse del hecho de que Dios vuelva a nuestro horizonte, este Dios tan a menudo totalmente ausente, a quien sin embargo necesitamos tanto (Benedicto XVI)

En el año 632 de la era de Ford, el mundo vivía en paz, felicidad y tranquilidad. El ser humano había llegado a un alto grado de perfección. La ingeniería genética había conseguido producir un tipo de hombre que se ajustaba, perfectamente, a las diversas necesidades que tiene la sociedad.

Aquí todo está programado. La educación, el ocio, las vacaciones, la diversión y la reproducción de los seres humanos. No hay ni familias, ni hogares, ya no son necesarios. Todo el tiempo ocupado para no pensar. Y si a alguno le da por pensar, entonces es suficiente con tomar un poco de "soma", que te permite evadirte el tiempo que quieras, sin el peligro que tienen las drogas y el alcohol. Así es Un mundo feliz de Aldous Huxley.

La novela quería ser una denuncia de los Estados totalitarios que, sin ejercer coerción alguna sobre sus súbditos, consigue controlar a sus ciudadanos, hasta el punto de que estos se someten totalmente y de forma servil a sus gobernantes.

Cuando comencé esta serie de post, a propósito del próximo Sínodo, decía que la tercera causa de la progresiva secularización que estamos padeciendo, es el laicismo. No me refiero a ese laicismo agresivo, diríamos soez, que sale a la calle con pancartas e insultos contra la Iglesia. Éste muestra claramente sus intenciones.

Hay otro tipo de laicismo, mucho más perverso, porque se presente bajo la apariencia de bien, de ciencia, de progreso…, que poco a poco va penetrando en la sociedad y trasformado al hombre, y cuyo resultado final podría ser el narrado por Huxley en Un mundo feliz.

Este tipo de laicismo busca influir en los distintos ámbitos de la sociedad y diseñar una nueva humanidad. Así sucede en la educación, un ejemplo claro es la famosa educación para la ciudadanía. En la cultura, por ejemplo en la manipulación del lenguaje modificando los valores morales. En la creación de una nueva mentalidad, me parece evidente la ideología de género. Y en la ciencia, donde se considera que todo lo que puede hacer la ciencia es ético, por ejemplo los "bebes medicamento".

Algunas de las manifestaciones de este proceso serían, según expone Dalmacio Negro en su libro El mito del hombre nuevo, las siguientes[1]. Primero la mitificación de la juventud, que se caracteriza, entre otras cosas, por la mala educación y la pérdida de autoridad, y por la aversión a la ancianidad. Segundo, las bioideología, que conciben la naturaleza humana sólo y exclusivamente como producto de la biología. Aquí se sitúa, por ejemplo, el feminismo. Y, por último, las derivaciones de las psicologías humanistas, que se reflejan en la tendencia a las religiones orientales, como el budismo, y a la Nueva Era.

No hace falta ser un analista muy perspicaz para darse cuenta de que la cultura occidental, y singularmente la española, está sufriendo cambios profundos. Algunos para bien; otros, para mal. La cuestión, entonces, es si seremos capaces de mostrar que se puede construir algo distinto.

Este sentimiento que tenemos todos de ser los testigos de un crepúsculo sin ninguna promesa de aurora, ese horror que nos aprieta a veces la garganta, de que esta civilización del Occidente cristiano, tan rica en obras de todos los órdenes y que, a pesar de tantos crímenes, ha hecho tanto por el reino de Cristo y ha dado tan bellos frutos de santidad, de que esta civilización toca a su fin y está a cada instante amenazada de ser destruida de un solo golpe, ese sentimiento nos hace de difícil práctica, es difícil convenir en ello, la fe que debemos, sin embargo, alimentar en nosotros, ¡la fe en la unidad de todos los hombres en Cristo! Nosotros no podemos, como San Agustín podía hacerlo en sus últimos días, cuando el mundo romano crujía por todas partes, no podemos ver en los bárbaros próximos a sepultarnos, una inmensa cosecha viva y destinada a la Iglesia. Pues nuestros bárbaros no son bárbaros. Estos enemigos de Occidente han sido cristianos y ya no lo son. Han conocido a Cristo y le han rechazado, y han decretado la muerte de Dios.

¿De quien es la culpa? ¿Podemos dudarlo? El Occidente cristiano ha faltado a su vocación, he aquí la verdad. Desgracia para él porque no ha evangelizado sino a medias. Dios ha tenido necesidad de los hombres, y los hombres se han servido de Dios, esto lo dice todo[2].

[1] Dalmacio Negro, El mito del hombre nuevo, 377-397.

[2] François Mauriac, Lo que yo creo, 72-73.



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