¡Basta ya!
Feminismo: La gran revolución
Antonio Navalón, El País
Soy consciente de que el proceso que vivimos es el comienzo de la mayor revolución de la historia en la definición de roles de los sexos. Está claro: las mujeres no son una propiedad. Me alegra ver que, después de tantos siglos en los que la humanidad vivió en el error, se haya comprendido ese principio fundamental. Las mujeres no son una propiedad, repito. Otra cosa muy distinta es el trato, la violencia y el abuso y la imposición de una definición de las mujeres durante milenios que las ha convertido en víctimas de cualquier relación sexual con el otro género.
No creo en los sexos, creo en los géneros. Pero también he observado que el juego entre madres e hijas en el que se va heredando no solo el comportamiento biológico, sino también el rol social, ha sido uno de los principales problemas para descubrir el verdadero papel de las mujeres. Aún no hay datos sobre cómo sería un mundo en el que solo existieran relaciones homoparentales o en el que ellas renunciasen a la maternidad. Pero lo que ya se puede observar no es la guerra de los sexos —y en ese sentido, no estoy de acuerdo con el manifiesto de las artistas e intelectuales francesas—, sino el verdadero cambio que trae la afirmación del papel de la mujer, después de siglos de injusticia.
Históricamente, nunca ha habido equilibrio en una relación que no solo debe ser paritaria, sino que además debe percibirse como equitativa con el fin de que los dos seres necesarios para el mantenimiento de la especie humana puedan vivir y coexistir en este planeta. Está cambiando nuestra forma de mirarnos, de percibirnos y hasta de desearnos. Y las mujeres asisten a varias explosiones de sí mismas y de su libertad que las muestran en el escenario internacional como seres humanos renovados, tras la ruptura del statu quo en el que fueron educadas, concebidas y generacionalmente asistidas, con la firme intención de redefinirse. Primero, en la capacidad de estar solas, de ser y vivir como individuos, algo que, según diferentes estadísticas, resulta mucho más difícil para los hombres. Segundo, porque gran parte del juego convenido —injusto, pero convenido— respecto a los roles y actividades propios de unos y otras ha desaparecido. Tercero, porque ha sido muy difícil convivir en ese ambiente, no solo por la cantidad de obstáculos, sino porque cada una ha tenido que lidiar con más de un cerdo en su vida.
No pretendo exculpar el comportamiento individual dentro de la norma de la cultura colectiva, pero sí quiero destacar que esta revolución tan profunda tendrá unas consecuencias que exigirán consolidar un nuevo pacto que también considere la protección de los hombres que, aunque muchos sean cerdos, no han quedado exentos del acoso u hostigamiento en lo que al parecer ya es una granja, como la describió Orwell, en la que todos vivimos y en la que en algún momento también hemos tenido, tanto hombres como mujeres, un comportamiento animal.
A partir de este momento, será necesario saber cuáles serán los nuevos códigos de convivencia, qué será correcto no solo en la manera de mirar, sino hasta en la forma de desear en ese ejercicio criminalizado por definición llamado atracción. ¿Cómo se va a manifestar? ¿Cómo será el convenio de las miradas? ¿Cuál será el código de comportamiento más adecuado? Estamos construyendo un mundo que efectivamente es nuevo, pero que política y socialmente aún no está claro, ya que las cifras siguen mostrando que en muchos países continúa la desigualdad de género en la representación política, en los salarios y en los cargos a los que ellas acceden. No basta con que tengan la oportunidad de luchar por el poder, también es necesario saber cómo se sienten y por qué hay una desafortunada realidad en la que la falta de sororidad se originó desde el propio sentir femenino.
Ahora el mundo no solo tiene por delante el doloroso problema de los feminicidios y la obligación de impedir que haya una muerta más, sino que también debe encontrar nuevos códigos de entendimiento que permitan una mejor convivencia entre ambos sexos. La palabra deseo, la palabra atracción y todas las que estén relacionadas con las tendencias naturales del ser humano, sin importar el género, serán palabras muy peligrosas. Porque sin ese nuevo código de entendimiento, sin esa liberación femenina, sin esa definición del nuevo papel de los hombres, sin ese acuerdo de lo que es o no socialmente tolerable, será muy difícil garantizar la continuidad de la convivencia. Pero, además hay otro problema, al no tener los hombres el beneficio de la duda en los últimos tiempos según las campañas de #Balancetonporc (Denuncia a tu cerdo, equivalente francés del #Metoo o de #MyHarveyWeinstein) —y no voy a preguntar cuántas cerdas hay en el mundo—, lo que sí es evidente es que cualquier conflicto en una sociedad que hoy no tiene garantizada la mínima norma de convivencia elemental entre hombres y mujeres influye en la constitución del mundo y representa un desafío para el que habrá que identificar si hubo algún momento de la historia en el que los géneros fueron compatibles.
yoselin